Sáb 31.12.2005
futuro

Febril la mirada

› Por Federico Kukso

Ni de la melena eléctricamente erizada, ni del bigote alla Gepetto ni de la nariz de payaso: en cada foto, sea de la época que sea, la distinción disruptiva más penetrante de la imagen de Albert Einstein sale de sus ojos. En vez de su fórmula-marca personal –E=mc2, tan conocida como incomprendida–, su mirada opera una y otra vez como especie de constante universal particular del héroe científico del siglo XX. Es que Einstein no es Einstein sin la imagen de Einstein. Su reverso icónico cobró plena autonomía y hasta evolucionó por fuera del cuerpo del físico.

Sería un buen ejercicio ucrónico: divagar e imaginar qué hubiese pasado si las vueltas de la vida le hubieran deparado a Albert Einstein otro rostro, otro estilo de pelo, otra sonrisa, en fin, una fisonomía ubicada a años luz de aquella explotada hiperbólicamente como estereotipo del científico. El juego podría ser eterno como desopilante: un Einstein gordo, un Einstein negro... una Einstein mujer, ¿hubiese llegado a encumbrarse como la estrella pop de la ciencia que es? Uno podría adelantar una respuesta (sin demostración, claro): no.

Lo que ocurre es que por debajo de toda la genialidad –incuestionable– del científico fluctúa una construcción. Adrede o no, propia o ajena, no se podría definir; pero ahí está: Einstein es marca registrada de esa empresa que es la conquista científica del mundo. Es su adalid, su cara visible, su Hércules y Aquiles combinados en uno. Lo raro es que Einstein –rectifico: la imagen de Einstein– no haya saltado al cine con más fuerza, con un empuje tal que desbancara del atril al personaje eterno del doctor Victor Frankenstein. Ocurre algo parecido con los grandes personajes de la historia: son tan inmensos que desbordan la pantalla y no hay actor que les haga justicia.

Instituida o instituyente, la imagen pública de Einstein es el producto de una construcción histórica, la misma que actúa cada vez que se recuerdan frases-latiguillos del científico como la gastada (“Dios no juega a los dados”), la soberbia (“Yo quiero conocer los pensamientos de Dios, el resto son detalles”), la autocrítica (“Dos cosas son infinitas: el universo y la estupidez humana; y no estoy seguro sobre el universo”), la esperanzadora (“Somos arquitectos de nuestro propio destino”) y la genial “Triste época la nuestra. Es más fácil desintegrar un átomo que superar un prejuicio”.

La época, la ciencia, el mundo lo reclamaban. Y Einstein apareció como última luminaria de una época extinta. Al fin y al cabo, la particularidad de los tiempos que corren, además de carecer de macrorrelatos guía, radica en su infertilidad heroica: sin otros Einstein a la vista, éste bien podría ser visto también como la última joya de un imperio ahora invadido por teorías bárbaras como la del diseño inteligente; en fin, licuados de esperanza, sueños y temores, placebos posmodernos para enfrentar con lozanía un mundo de coordenadas sacudidas por la inteligencia y la mirada de este genio.

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