Sáb 11.02.2006
futuro

TECNOFOBIA

El terror tecnológico

El parto tecnológico e industrial del mundo no echó a correr solamente furiosas locomotoras seguidas por estelas de humo o impulsos fluidos de un sistema nervioso urbano basado en la electricidad. A la par de artefactos multiuso y extensiones protésicas –tecnologías de confort y narcotización hogareña– que invadieron la escena pública y los espacios de intimidad, brotaron sensibilidades afines, nuevas configuraciones imaginarias y también resistencias: como las de los ludditas del siglo XIX que veían en las máquinas el fin de su forma de existencia y como las de los nuevos detractores del progreso –los tecnófobos–, enemigos de la cibernética, la robótica, Internet, los organismos genéticamente modificados y la clonación, que predican su rabia y desconfianza apuntando a la supuesta insalubridad de las nuevas tecnologías y celebrando un pasado bucólico frente a las incertidumbres del futuro.

› Por Sergio Di Nucci

Seguramente apenas se descubrió el fuego hubo quienes lo extinguieron con horror. O con resentimiento. Desde que hay progreso técnico, existen detractores que enfatizan sus consecuencias sociales. Grupos y clases favorecidos, o que usan las innovaciones a su favor, y grupos y clases enteras, como los artesanos con la Revolución Industrial, que desaparecen o pasan, como decía Trotsky, al tacho de basura de la historia. La historia de la tecnofobia es tan larga como la de la ciencia y la tecnología. Cada vez que una época se distingue por sus adelantos técnicos, por saltos cualitativos, también se distingue por la agudización, y hasta por el refinamiento de sus tecnófobos. Los enemigos de la cibernética, la robótica, Internet y otras comunicaciones de punta, los organismos genéticamente modificados o la clonación constituyen sólo el penúltimo capítulo de una historia que no terminará.

Famosamente los ludditas ingleses de principios del siglo XIX se ensañaron contra la fábrica industrial, contra una producción en serie que, gracias al auxilio del vapor como fuerza motriz, reemplazaba la herramienta por la máquina. Los ludditas que entraban en las fábricas y destruían las máquinas eran la fuerza de choque de un artesanado que debía su existencia a un mundo de piezas únicas. Uno de los motivos, el más poderoso, de la vertiente más importante de la tecnofobia es la resistencia de personas, grupos o clases que ven desaparecer las bases económicas de su existencia social. La misma resistencia, ya sindicalmente organizada, fue la de los obreros europeos y norteamericanos que en la década de 1970 se opusieron a los procesos de automatización que aumentaban la productividad industrial: veían en los “robots” no la liberación del trabajo prometida por Marx sino una fuente real de desempleo. La misma lucha se libra desde entonces no en el mundo de los obreros sino en el de los campesinos: desde la misma década, con la llamada “revolución verde”, cultivos y cosechas no fueron lo que eran. En la actual generación globalifóbica, junto a los grupos más revulsivos se unen campesinos europeos que ven en las tecnologías de la explotación rural modos de abaratar los costos y así, al hacer variar los precios, aquellas son una amenaza a su status social.

No es casual que junto a los ludditas nacieran los románticos. El anticapitalismo romántico es otra de las vertientes de la tecnofobia. Desde el nacimiento de la sociología se explica que el proceso de laicización y pérdida de poder de las religiones –que también es contemporáneo con el liberalismo político y económico–, los europeos empiezan a encontrar seguridades pero también temores nuevos. El respeto por una naturaleza endiosada y la búsqueda de un bienestar y autenticidad personales que ya no encuentran cauce en las religiones tradicionales hace que a la vez nazca lo que después será la ecología. Y que muchos se arrojen a formas de espiritualidad de la nebulosa místico-esotérica. A fines del siglo XIX, junto con el imperialismo llegó un orientalismo que desdeñaba los frutos de la razón occidental. Uno de los más célebres filósofos europeos del siglo XX, el alemán Martin Heidegger, detestaba la lamparita eléctrica, la máquina de escribir y el teléfono, profesaba el culto de una naturaleza incontaminada, amaba la aldea local y odiaba la global, así como se inspiraba paseando por caminos de los bosques que nunca nadie había pisado. Su filosofía es una invectiva a la técnica, y una defensa del artesanado. Desde luego, este culto saludable de campamentos y vida al aire libre era el del nazismo, pero hay que señalar que muchos filósofos marxistas de la Escuela de Frankfurt también fueron tecnófobos en su oposición a la “razón instrumental”.

Los ludditas del nuevo orden mundial

En Estados Unidos, un país que no vivió la crisis religiosa europea, la mayor parte de la tecnofobia proviene de un discurso anarquista, anti Estado, herederos del individualista Thoreau y de todos los que creen que con el avance de las tecnología avanzan los mecanismos de control y otras formas agresivas del Estado. La tecnología es para ellos antes que otra cosa el motor de la carrera armamentista en la batalla global, librada por todos los medios. Hoy en día los principales enfrentamientos se dan en lo que respecta al derecho a la privacidad: en otras palabras, a que el FBI y las agencias paralelas no penetren en una intimidad que se siente violada. En la otra vereda están los enemigos del aborto y de la investigación científica con embriones y células madre. Para ellos, todo esperma es sagrado.

Según muchos analistas, la informática y las biotecnologías son los dos sectores que en los finales del siglo XX dictaron el progreso tecnológico, y los que en el XXI marcarán la brecha económica. Son también los dos sectores que reclutan más adversarios, los ludditas del nuevo orden mundial, una combinación de organizaciones guiadas por motivos muy diversos, y a veces no expresos: ambientalistas estilo Greenpeace, globalifóbicos no logo, nostálgicos de un pasado idealmente incontaminado, legítimos paranoicos de la “transparencia” informativa y defensores de los secretos de la vida en la era del celular.

Animales peligrosos

Ante la tecnología y los temores que despierta, las supersticiones ofrecen un atajo. Según el italiano Antonio Benchimol, creador de las pulseras llamadas “masai”, construidas con resortes que provienen de los motores de autos y que fueron furor hace unos años, explicó varias veces sus virtudes curativas: “Las joyas se utilizaban en el pasado para que los indios se protegieran de los ataques de los animales. Las joyas en los tobillos eran utilizadas para evitar mordeduras de serpientes. En nuestras ciudades no hay animales peligrosos. Pero la amenaza ahora son las ondas de los teléfonos celulares. Por eso yo trabajo con acero, que corta las ondas magnéticas. Además, cada forma reacciona a la luz de manera diferente”. Esta es una explicación que sirve como modelo de la reacción tecnofóbica: cura al presente con un pasado mítico. Combina verdades y prejuicios, apela a la ciencia con postulados anticientíficos, anuncia continuidades inmutables entre la aldea y la gran ciudad y da por sentado que los efectos de las nuevas tecnologías son por supuesto trágicos y por lo menos malsanos. Son muchos quienes la repiten con grados de énfasis diferentes. Constituyen un repertorio de leyendas urbanas: el joven que renunció al teléfono móvil por miedo al tumor cerebral, su amiga que se mudó de barrio por la antena desproporcionada, la esposa que ansía su primer hijo e insiste con que su marido se quite el celular de la cintura (es la causa de que ella no quede embarazada). Desde luego, las profecías respecto a los males que trae el celular son apenas la punta de un fenómeno más amplio y profundo: la desconfianza por los productos científicos o tecnológicos tiene algo de visión antimoderna y anticientífica, y una tendencia a celebrar un pasado incontaminado frente a las complejidades del futuro. Por cierto, estas leyendas a su vez compiten con las historias reales, donde el mal no es la tecnología sino su uso por empresas codiciosas que el Estado no controla: es en la Argentina el caso de los transformadores con PCB, que probadamente producen cáncer. Una metáfora social es que esas poblaciones se defienden mal de esa amenaza porque su origen social les da menos armas ante la Justicia.

Medio siglo entre Europa y America

Una de las definiciones que más han distinguido al siglo XX es la dependencia creciente de hombres y mujeres de la tecnología. Si el siglo XIX era pretecnológico, era a la vez científico y fervoroso del progreso técnico. Justamente, como el fin del siglo XX y el XXI se han tecnologizado con mayor velocidad, sus reacciones son mucho más radicales. Una de las conclusiones a las que arribó un informe de enero de 2006 de la Comisión Europea en Bruselas, el llamado “European Innovation Scoreboard”, indicó que el progreso económico puede verse impedido o demorado por la tecnofobia. Cuando son países enteros los que temen a la tecnología por las ineluctables alteraciones de la pirámide social que ésta traerá, en la tecnofobia se hallarán las causas del estancamiento relativo de esos mismos países. En Europa, el espacio geográfico donde más se ha hecho por la modernización de la humanidad, un 50 por ciento de las personas desconfía de la tecnología o es abiertamente hostil (en Alemania la cifra alcanza al 60%). Por eso, según el informe, Estados Unidos y Japón están adelante en 50 años sobre Europa. Porque todavía no se inventó la máquina del tiempo, Estados Unidos debería dejar de innovar durante 50 años para que Europa alcance sus niveles tecnológicos. La explicación, por cierto, es especiosa, y deja descontentos a muchos, que dicen que detrás del elogio de la tecnología se esconde una defensa de la flexibilización laboral neoliberal.

Por estos días, Google está lanzando una batería de nuevos servicios de software personalizados para los celulares y los Blackberry, las computadoras-teléfonos en línea que permiten (casi) todo: operar en mercados accionarios, hallar direcciones y negocios, acceder a las previsiones del tiempo, etc. El desfasaje temporal entre Europa y América del Norte tiene que ver con la inversión científico-tecnológica, con las comunicaciones de punta. La Comisión añade que la capacidad de innovar no es todo, sino que su aplicación determina el desarrollo. El ejemplo es clásico: China inventó la pólvora en el Medioevo, pero limitaba su uso a vistosos juegos artificiales. Europa la utilizó para las armas. Hoy Europa también produce ideas, pero es baja su capacidad de desarrollarlas.

¡Apocalipsis Ya!

Para muchos, lo simple es mejor que lo complejo: es mejor que el dolor de cabeza se vaya solo antes que por efecto de una aspirina. En la actualidad los tres frentes de innovación técnica que generan más controversia pública son los que tienen que ver con los alimentos modificados genéticamente, con la clonación y con el cambio climático. Se entiende por qué. Hoy como ayer los detractores de los alimentos transgénicos están preocupados por las consecuencias sociales, por las supuestas manipulaciones de los poderosos, por la desinformación. Una semilla de remolacha es hoy una especie de bolita azul de plástico que viene en un saquito. La envoltura es lo que luego recubrirá a la planta con sustancias fungicidas e insecticidas, y adentro de allí se halla el grano. Ver eso alienta los peores pronósticos futuristas, como cuando en el film Brazil de Terry Gilliam vemos personajes observando fotografías de platos, pero tragan pastillas. ¿Pero cómo convencerá un ingeniero agrícola a un militante de Greenpeace de que los fungicidas e insecticidas de la nueva semilla son mucho menos tóxicos que los que se utilizaban antes, y muchos más seguros para la salud humana y la abundancia alimentaria? La clonación abrió y continúa abriendo dilemas de todo tipo, al igual que lo que tiene que ver con las supuestas causas del cambio climático, ¿pero frenar la investigación no es un gesto antimoderno? ¿Y cómo vivir en un mundo en el que se frene la industria sin fomentar el desempleo? Por otra parte, la industrialización es clave en los países pobres que quieran dejar de serlo.

La aldea global es tecnológica

En Internet conviven sitios que ofrecen curas prácticas para la aversión tecnológica (www.techonophobic.org ofrece consejos para superar el miedo al avión, o a resolver la incapacidad para aprender a usar un mail), y otros que expresan, incongruentemente, variopintas impugnaciones a las tecnologías y sus consecuencias.

Es que las nuevas tecnologías amenazan viejos intereses. Un vago ejemplo ha sido el de la margarina, basada en aceites vegetales, y que representó una tragedia para los productores de manteca. La margarina, decían ellos, era una amenaza para la salud. En realidad, mucha prédica antitecnológica se basa en el argumento de que las nuevas tecnologías son insalubres.

Una paradoja que se hizo notar muchas veces. Los más violentos de los tecnófobos libran sus guerras con ayuda de tecnologías de punta. Como Internet. Lo que prueba otra verdad repetida y amarga: las tecnologías llegaron para quedarse.

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