FRAUDES CIENTIFICOS: EL “GIGANTE DE CARDIFF”
› Por Mariano Ribas
A pesar de su simpática ingenuidad, el “Gigante de Cardiff” fue uno de los fraudes científicos más grandes y resonantes de todos los tiempos. Una farsa que desató la más voraz de las curiosidades en la sociedad norteamericana de la post guerra civil. Y al mismo tiempo, demostró la gran aceptación popular de una de las más famosas fantasías bíblicas: el Antiguo Testamento cuenta que en tiempos prediluvianos la Tierra estuvo habitada por hombres gigantescos. Entre ellos, claro, el poderoso y malogrado Goliat. Lo que sigue es la insólita historia de un tosco muñecote, los vivillos que lo utilizaron para hacerse ricos, y los miles y miles que pagaron por verlo.
El “descubrimiento”
Era el 16 de octubre de 1869. El lugar, una modesta granja en la pequeña villa de Cardiff, cerca de Siracusa, al norte del estado de Nueva York. Allí, su dueño, un tal William C. Newell, supervisaba a un grupo de obreros que, a su pedido, estaba excavando un gran pozo. Pero a poco de empezar, las palas comenzaron a chocar contra algo muy grande. Los excavadores se quedaron helados, pero Newell les ordenó que siguieran. Y así, palada a palada, fue asomando entre la tierra una enorme silueta. Parecía un hombre petrificado. Tres metros de alto, un metro de ancho de hombro a hombro, y unos piezotes de 53 centímetros. Era una flor de noticia. Y cuatro días más tarde, el impresionante “hallazgo” ocupó la primera plana del Syracuse Daily Journal. Inmediatamente, todos los vecinos del pueblo corrieron a ver a la maravilla recién desenterrada: nadie quería perderse al “Gigante de Cardiff”.
Negocio redondo
Ni lento ni perezoso, Newell, al que llamaban “Stub”, tramitó una licencia para exhibir al coloso. Luego, armó una gran carpa a su alrededor, puso un cartel y empezó a cobrar una entrada de 25 centavos de dólar a cada uno de los ansiosos curiosos que llegaban al lugar. Día a día, el “Goliat petrificado de Cardiff” –tal como se lo promocionaba– era visitado por cientos de personas, y muchas venían de lejos, porque la noticia se había desparramado a gran velocidad. La granja de Stub Newell pronto se convirtió en una gran feria donde funcionaba un local de comidas, servicios de carruajes, y hasta un puestito donde se servía sidra fría. Los dueños de los dos hoteles de Cardiff estaban chochos, porque por primera vez en su historia estaban colmados de turistas. Y más chocho, lógicamente, estaba el propio Newell, porque el gigante era un flor de negocio: en los primeros veinte días de exhibición, la recaudación por entradas (que ya habían aumentado a 50 centavos) llegaba a 7 mil dólares. Una fortuna para aquel entonces.
Mudanza y opiniones
El fenomenal éxito social y comercial del gigante tentó a un grupo de empresarios de Siracusa, la gran ciudad vecina. Y durante una reunión con Newell le ofrecieron unos irresistibles 30 mil dólares por el 75 por ciento de las acciones de la pétrea criatura. El granjero aceptó de inmediato. Enseguida, los empresarios decidieron apostar más fuerte: levantaron al gigante de su fosa original y lo trasladaron hasta una sala especialmente preparada en Siracusa, la gran ciudad vecina de Cardiff. A todo esto, las opiniones de la gente ya se dividían en dos claros bandos: por un lado, estaban los “petrificacionistas” –por llamarlos de algún modo– que creían fervientemente que el fenómeno era uno de los famosos gigantes delos que hablaba la Biblia. Otros, los menos, pensaban que era una simple estatua antigua. La verdad estaba en el medio.
A esta disparatada altura, la pregunta sale sola: ¿y los científicos qué decían? En general, todos coincidieron en que se trataba de una burda patraña. El geólogo J. F. Boynton, de la Universidad de Pensilvania, dijo que era “absurdo considerar que se tratara de un hombre fósil”. Por su parte, Otheniel C. Marsh, un prestigioso paleontólogo de la Universidad de Yale, fue aún más contundente: aseguró que el Gigante de Cardiff era un “simple muñeco de yeso” tan tosco que aún conservaba las marcas de su tallado. La dura condena científica se sumó a algunos rumores que hablaban de un fraude. E incluso se decía que el propio Newell les había contado a sus familiares que el gigante no era real. Las largas colas para ver a la supuesta maravilla bíblica no cesaron. Sin embargo, la historia estaba herida de muerte.
La confesión
Todo era una mentira. Y a mediados de diciembre, apenas un par de meses después de la excavación, alguien abrió la boca: George Hull, el primo de Newell. En realidad, este fabricante de cigarrillos de Nueva York era el verdadero cerebro que se escondía detrás de toda la maniobra. Habiendo cobrado lo suyo, y viendo que la cosa se ponía fea, Hull decidió contar la verdad. En 1866, compró un enorme bloque de yeso y se lo envió a un grupo de escultores de Chicago para que tallaran la silueta del gigante. El trabajo duró dos meses. Luego, el propio Hull le dio los toques finales: primero lo pinchó por todas partes con agujas de tejer para simular una piel porosa. E inmediatamente después, bañó al gigante de yeso con un ácido, para darle un aspecto más amarillento y antiguo. Una vez terminado, lo colocó en una gran caja de madera y lo despachó por tren hasta Nueva Cork. Y de allí fue discretamente transportado hasta la granja de su primo, quien enterró la mole sin que nadie lo viera. Por último, para evitar sospechas y darle al hallazgo un tinte un poco más natural, el gigante quedó bajo tierra durante un año, hasta que, finalmente, fue desenterrado por los sorprendidos excavadores.
Epílogo y sorpresa
La confesión de Hull circuló por todas partes a gran velocidad. Y claro, Newell y los empresarios intentaron desmentirla a toda costa. Pero ya no había nada que hacer, porque el relato era muy completo y preciso. Además, estaba la opinión calificada de los científicos. Y para rematar el asunto, también hablaron los escultores de Chicago. Con la farsa, Newell, Hull y los empresarios se hicieron ricos. A todos les convenía, y por eso todos fueron socios en el silencio. La sociedad norteamericana, por su parte, creyó masivamente en la autenticidad del gigante, simplemente porque creía en la Biblia. Y allí decía que esos seres, efectivamente, habían existido antes del diluvio universal.
A pesar de que el interés masivo por el coloso de yeso fue decayendo con el tiempo, su irresistible historia no perdió un solo gramo de popularidad. Y sigue siendo recordada como uno de los fraudes más espectaculares que se hayan visto. La prueba está en que, aún hoy, muchísima gente se acerca a verlo al Museo del Granjero, en Cooperstown, Nueva Cork (su morada desde 1948). Pero claro, la entrada ya no cuesta los 25 centavos de 1869, sino 6,95 dólares de 2006. Parece mentira, o no tanto, pero ciento treinta y seis años después, el “Gigante de Cardiff” sigue recibiendo visitas.
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