¿LA CIENCIA ESTADOUNIDENSE ENTRó EN DECADENCIA?
Es oficial: según la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco), el pujante desarrollo económico de países asiáticos como China ya le roza los talones a Estados Unidos en materia científico-tecnológica. Así como ocurrió a fines del siglo XIX con Inglaterra y a principios del XX con Alemania, parecería que el poder innovativo se encontrase en plena transición: no sólo por el boom chino sino también por la política de la administración Bush que, alentada por un grupo de “teoconservadores”, silencia a científicos y pone trabas en tópicos como la contaminación ambiental, el cambio climático, la salud reproductiva, la investigación con células madre; todo esto con aires a cruzada religiosa.
› Por Sergio Di Nucci
La relación entre ciencia y política, entre el mundo de las ideas en general y de su aplicación en particular, nunca ha sido fácil. Y es casi una ley que la motivación desinteresada de la experimentación científica (o interesada en otros dominios no menos prosaicos que los de la política) quede sepultada cuando tropieza con programas puntualmente económicos y políticos. ¿Importan las ideas en el mundo de hoy? Contrariamente a lo que habitualmente se cree, al menos sí en la primera hiperpotencia mundial: Estados Unidos. Porque en Europa (también en América latina) quienes gobiernan muestran respeto y cordialidad por todos los científicos e intelectuales, aunque se trata más bien de un buen trato que tiene siempre algo de ofensivo: jamás un presidente tendrá en cuenta a un científico o a un intelectual para actuar políticamente. Aunque cueste creerlo, los presidentes de Estados Unidos leen, y muchas veces son acompañados, por un puñado de intelectuales que no sólo refrendan su política sino más bien la dirigen e impulsan. Muchas veces, por desgracia, esto no mejora a Estados Unidos en todo lo que tiene que ver con el resto del mundo.
Entre los intelectuales favoritos de, por ejemplo, el gobierno republicano de Bush están, desde luego, conservadores tradicionales. Que sin embargo, comparativamente, no tienen nada de la influencia de la que gozan los llamados neoconservadores, últimamente más desarticulados pero aún muy gravitacionales: Robert Kagan, Paul Wolfowitz, Richard Perle, Michael Ledeen, Joshua Muravchik, Michael Rubin y en especial Robert D. Kaplan, un teórico de la exportación armada de la democracia, cuyo libro Warrior Politics (2002) ha sido la Biblia de la administración Bush, una justificación de las políticas expansionistas, basada en la experiencia que arroja la historia.
Un editorialista del New York Times advertía el año pasado que “si 25 intelectuales cuyo nombre conozco hubieran sido exiliados a una isla desierta, no hubiera habido guerra de Irak”. Cuesta creerlo, pero, desde una perspectiva de izquierda o centroizquierda, los neoconservadores no son lo peor. Hay otros intelectuales próximos a Bush, y mucho más peligrosos: cada vez es mayor en el gobierno norteamericano la influencia de otro tipo de intelectual, el llamado “theo-con”, o teoconservador, que propone frente a los anteriores una reclusión en política exterior y agrega una cruzada religiosa, evangélica, con todos sus avatares ideológicos en una sociedad básicamente religiosa.
Los teoconservadores son o serían una de las causas de la supuesta decadencia de Estados Unidos en materia de innovación científica y tecnológica.
El disenso empieza en casa
Sorprende muchas veces la virulencia de los debates en Estados Unidos, cuya sociedad alcanza con regularidad picos de histeria nacional merced a la controversia de las ideas, puras y simples: ¿un seno desnudo televisado es bueno o malo para los niños? ¿Y la muerte asistida? ¿Y el aborto? ¿Fue sexo lo de Clinton y su pasante? ¿Hasta dónde es acoso sexual? Todos los años, puntualmente, un gran tema alcanza a la nación. Ese tema es por lo general escandaloso y todos tienen algo que decir. El gran tema de 2006 es, al parecer, la decadencia de Estados Unidos en materia de innovación científica y tecnológica, frente a nuevos peligros: China, básicamente, pero también India, los inevitables Tigres Asiáticos, y hasta Brasil.
En abril de 2004, el editorialista estrella del New York Times, Thomas L. Friedman, ya había alarmado a la nación con una nota en la que se preguntaba: “¿Estamos perdiendo la carrera científico-tecnológica?”. Aludía a las inversiones chinas en ciencia, al conjunto de inversiones que atraía ese país (especialmente de empresas norteamericanas), al dinamismo de su economía, y finalmente a los pruritos evangélicos del gobierno de Bush que estaban frenando determinados ámbitos de innovación científico-tecnológica. En febrero de 2006 el semanario Time fue más allá y produjo lo que comienza a parecerse a otro escándalo nacional. En su tapa, el semanario hacía la misma pregunta que Friedman. Pero, ¿qué sucedió, de un tiempo a esta parte, para que el semanario más exitoso de Estados Unidos afirme en tapa que el país está en “decadencia mientras que otros países se vuelven más fuertes”? No sin cierto chauvinismo, Time da por sentada la decadencia de Estados Unidos en innovación científica, porque, al parecer, los científicos y estudiantes abandonan el país para estudiar en China, en Corea del Sur, en Finlandia y otros países con mejores oportunidades de aprendizaje. Y donde los gobiernos no ponen trabas a las investigaciones que importan.
Los buenos mueren
Hace menos de un mes el presidente norteamericano declaraba que la investigación científica propulsada por su gobierno “le permitirá al país estar a la delantera en innovación durante las décadas por venir”. Las palabras sonaron a broma en los ámbitos donde justamente se tiene como objetivo la innovación científica y tecnológica. Porque cada vez más cantidad de investigadores, desde dentro o fuera del gobierno, declaran sentir trabas en ámbitos como la contaminación ambiental, el cambio climático, la salud reproductiva, la investigación con células madre y otras áreas en que la ciencia roza los intereses religiosos o corporativos del gobierno nacional.
Sin embargo, funcionarios de la Casa Blanca declararon no ver respecto a esto ningún patrón de interferencia. “Esta administración le ha dado apoyo a la ciencia”, dijo en el último número de Time el consultor en ciencia de Bush, el físico John Marburger. Y añadió: “El Presidente quiere que hagamos lo correcto, y eso implica no hacer cosas que contradigan las leyes de la naturaleza”. Dentro de esta frase caen desde luego muchas cuestiones lacerantes. La Union of Concerned Scientists reunió la firma de más de ocho mil científicos –incluyendo a 49 premios Nobel, 63 premiados con la Medalla Nacional en Ciencia y 171 miembros de Academias Nacionales– para acusar al gobierno por el nivel “imprecedente de intrusión política” en sus campos. “Siempre hubo incidentes aislados en tópicos en que la política era inescapable”, declaró Francesca Grifo, directora de un centro de control científico: “La novedad es su rasgo sistémico y dominante. Todas las semanas nos llaman científicos para contarnos cosas de este tipo”.
Uno de los expertos más importantes del gobierno en cambio climático, James Hansen, ya con 29 años de labor en la NASA, director del Goddard Institute for Space Studies, acusó desde la portada del New York Times que estaba siendo amordazado por el organismo. Aseguró que la NASA controlaba sus conferencias, sus papers e intervenciones en el propio website de la agencia espacial, así como en otros medios, electrónicos o no. Inmediatamente Hansen, por su peso, fue invitado por el vicepresidente Dick Cheney para hablar sobre el caso. La Casa Blanca mostró en público las mejores intenciones para el diálogo, pero las recientes investigaciones de Hansen, que mostraron que el calentamiento global se hallaba acelerado, y que el gobierno no ofrecía soluciones adecuadas, fueron recibidas en Washington con ira y consternación. La NASA, por su parte, negó que Hansen esté siendo silenciado: el control de la información es un procedimiento habitual, burocrático, en las agencias norteamericanas. Si bien los científicos son muchas veces los seres más conformistas del planeta, Hansen nunca quiso estar al margen de la política. En 2004 deploró al gobierno de Bush y anunció, en una charla en la Universidad de Iowa, que iba a votar por el demócrata John Kerry. El gobierno de Bush, frente al escándalo, pero habituado estos últimos años a hacer todo lo contrario de lo que dice, declaró: “La buena ciencia no puede persistir en una atmósfera de intimidación. Y la NASA claramente está haciendo algo mal si crea el clima de intimidación que denuncia el doctor Hansen y otros que trabajan con él”. Corrieron 19 mil e-mails, para cada uno de los que trabajan en la NASA, con un texto del gobierno en el que se exhortaba a que el trabajo científico no se “altere, filtre o ajuste” a demandas burocráticas o políticas.
Sin embargo, la innovación norteamericana no sólo se ve frenada por las barreras religiosas e ideológicas del gobierno de Bush sino también por una política que está yendo, en particular, en contra de un rasgo dominante de la civilización norteamericana. Otro rasgo de la excepcionalidad del país está en peligro con este gobierno: la energía y la creatividad particulares de una sociedad multirracial, cada vez más polarizada y debilitada por los arranques xenófobos (y anti-inmigración) del último Bush.
Querido: todo es historia
Para contradecir al gobierno, los profesores ciruela de Estados Unidos insisten: no cometamos el error que la historia ha refrendado siempre. ¿Por qué, por ejemplo, el Islam, con el Imperio Otomano, que estuvo a punto, nada menos, de tomar el centro de Europa cayó de pronto y fue vencido por los “reinos cristianos”? ¿Qué sucedió para que una civilización como la islámica haya entrado, en el siglo XVII, en una decadencia (básicamente tecnológica y científica) de la que no sale? Justamente la respuesta es aquello contra lo cual alertan los medios liberales o demócratas: las barreras religiosas frente a un nuevo mundo. En definitiva, las políticas del Imperio Otomano no eran lo suficientemente laicas como para enfrentarse a los dilemas que arrojó la Modernidad en el siglo XVIII. Esta entrada desigual respecto de la Modernidad precipitó al Islam a la decadencia primero y al fundamentalismo reaccionario después. En 1798 Napoleón, que representaba apenas una de las tantas (pequeñas) fuerzas europeas, invadía con toda impunidad Egipto, uno de los corazones del imperio islámico.
Son muchos los que hoy aseguran que lo mismo ocurrirá con Estados Unidos. La alarma tiene que ver con el desplazamiento de los núcleos de poder económicos y tecnológicos: un proceso que se ha vuelto más complejo merced al pasaje de un mundo bipolar a uno multipolar, tras la caída del Muro. Nuevos escenarios tras la Guerra Fría, nuevos peligros entonces. No sólo el ascenso de nuevos países en el concierto mundial sino alianzas impensadas hace apenas diez años (como cuando frente al Islam, Estados Unidos y Rusia, nada menos, cierran filas en nombre de Occidente).
El problema para Estados Unidos que refrendan sus intelectuales es el peligro que ven en una administración constipada en materia científico-tecnológica. Y esto tiene consecuencias en un plano mucho más ineludible: el de continuar siendo un Imperio. Al parecer, la administración está yendo a contrapelo con su idea tradicionalmente universalista: la de mediar en los conflictos mundiales, como lo haría, después de todo, cualquier país que tenga la suerte (y los dilemas) de ser el más poderoso sobre la tierra.
¿Cómo seguir aspirando a la medicación sin una activa política científico-tecnológica? Porque lo otro es también cierto: la aceleración de la tecnología en genética, en biología, en química, en óptica, en computación viene proveyendo todo un nuevo ámbito de amenazas en el incierto siglo XXI. Por ejemplo hoy es mayor la amenaza del “uncontrolled weaponry”, es decir, de que grupos o naciones alcancen un sólido armamento, y esto resulte incontrolable para los organismos internacionales. Los neoconservadores se suman a la denuncia liberal: basta de obstáculos para la innovación. Pero agregan sus propias alarmas: si se aspira a continuar con el liderazgo del mundo no se puede subestimar una activa política científico-tecnológica que esté a la altura de los dilemas de este Brave New World.
Con realismo y un crudo pedagogismo, los neoconservadores alertan a Bush de que el mundo es muy, muy peligroso. Que ya no se puede confiar en la diplomacia porque cada vez importan menos los Estados nacionales. Hoy, asegura Robert D. Kaplan, existen zonas incontrolables, ámbitos territoriales al margen de la soberanía estatal, zonas en que los Estados no pueden ni quieren penetrar: son los principados neo-medievales hightech, amplias zonas en San Pablo, en Bogotá, en Moscú, en Kiev, en Baku, en Kunming al Sur de China, muy inciertas y explosivas, lideradas por organizaciones con objetivos tan cambiantes como inesperados, y con capacidad tecnológica para generar una gran guerra. Seguirá siendo entonces en 2006 materia de debate la decadencia científico-tecnológica de Estados Unidos. Pero el horizone de un mundo sin su presencia no parece nada apacible. Palabra de Kaplan.
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