NOTA DE TAPA > SUPERNOVAS
“Era tres veces más grande que Venus, y el cielo resplandecía a causa de su luz, que era mayor que la de la Luna en cuarto.”
Ali ibn Ridwan, astrónomo egipcio del siglo XI.
› Por Mariano Ribas
Son palabras que han viajado hasta nosotros durante todo un milenio. Y dan cuenta de un episodio sin igual en toda la historia escrita de la astronomía: el 30 de abril de 1006, algo se encendió en el cielo de la madrugada. Al principio, no era más que un tímido puntito de luz. Pero con el correr de las horas y los días, se fue transformando en una tremenda antorcha colgada del firmamento. La “estrella nueva”, que proyectaba sombras durante la noche, aterrorizó a buena parte de la humanidad. Y después de algo más de un año, se apagó para siempre. Sólo otros cuatro episodios similares, aunque ni por asomo tan deslumbrantes, salpicaron el resto del segundo milenio (el último, en 1604). Y acrecentaron el misterio de aquellos sorpresivos y muy esporádicos fogonazos celestiales. Un misterio, literalmente explosivo, que no fue resuelto hasta épocas mucho más recientes: aquellas bombas de luz eran “supernovas”, estrellas que mueren instantáneamente en medio de un monumental estallido de materia y energía. Mañana se cumplen exactamente 1000 años de la supernova más brillante jamás registrada. Sin dudas, una muy buena oportunidad para retroceder en el tiempo, contar aquella lejana historia y, a la vez, acercarnos a la fatal maquinaria astrofísica que se esconde detrás de estas prodigiosas catástrofes estelares.
Un disco de oro
La supernova de 1006 estremeció al oscuro mundo medieval. Distintas fuentes históricas revelan que fue observada en Europa, Egipto, Irak, China y Japón. Y teniendo en cuenta su posición en el cielo, podemos estar bien seguros de que también iluminó los cielos de todo nuestro hemisferio: apareció en la muy austral constelación de Lupus, el Lobo. Aparentemente, los primeros que la vieron fueron chinos y japoneses, poco antes del amanecer del 30 de abril, y a baja altura sobre el horizonte del Sur. Era una estrella amarillenta, y fue ganando brillo hora tras hora, a un ritmo imparable. A los pocos días, ya brillaba como la Luna en Cuarto Creciente. Algunas crónicas cuentan que se veía fácilmente durante el día. Y que durante las noches, su luz era tan intensa que producía sombras muy definidas. En medio del pánico generalizado, los astrónomos de la corte imperial china hablaban de un ardiente “disco de oro”. En Europa, las descripciones apuntaban en la misma dirección. Y una de las citas más notables se conserva en los anales del monasterio benedictino de Saint Gallen, Suiza: “Apareció una nueva estrella, de inusual tamaño, tan resplandeciente que ofuscaba la vista, causando alarma”. Para el aterrado (y confundido) francés Alpertus de Mertz, era “un cometa de aspecto horrible, que emitía llamas en todas direcciones”. En sintonía con el asombro y el espanto, asiáticos y europeos por igual creyeron ver en la supernova un terrible presagio celestial, que anticipaba guerras, hambrunas, catástrofes y otros augurios nada felices.
No es raro, entonces, que en China, el emperador Zhenzong haya instituido, oficial y regularmente, sacrificios humanos para aplacar a la “nueva” estrella. Con el correr de las semanas y los meses, la fenomenal criatura fue apaciguando su furia. Y casi tres años después de su repentina aparición, finalmente, dejó de observarse a simple vista.
Las históricas
Medio siglo más tarde, en 1054, otra estrella se encendió abruptamente en el cielo. Y le siguieron tres más en 1181, 1572 y 1604. Las dos últimas fueron observadas por dos próceres de la astronomía: Tycho Brahe y Johannes Kepler, nada menos. Hoy sabemos que las cinco ocurrieron dentro de nuestra galaxia, la Vía Láctea. Y por eso fueron tan impactantes. Pero luego vino un enorme intervalo, hasta que recién en febrero de 1987 pudo verse otra a ojo desnudo, pero era una supernova “extranjera”: ocurrió en la Nube Mayor de Magallanes, una galaxia vecina. Y bien, ahí se termina la lista de las supernovas “históricas” del último milenio (con telescopios, por supuesto, se han observado muchísimas otras). Lo cierto es que ninguna de ellas, ni ninguna otra anterior de la que se tenga memoria o registro, alcanzó semejante luminosidad: a partir de distintas fuentes (especialmente aquellas que comparan su brillo con el de la Luna creciente), los astrónomos de la actualidad estiman que la supernova de 1006 alcanzó una magnitud visual cercana -9. Lo que en buen criollo significa que fue unas cuarenta veces más brillante que Venus. Lisa y llanamente, una barbaridad.
Ahora bien: ¿de dónde sale una supernova? ¿Por qué estas estrellas brillan tanto y luego desaparecen? Por supuesto, nadie lo sabía allá por 1006. Ni tampoco en los tiempos de Tycho o Kepler. Hubo que esperar hasta bien entrado el siglo XX, para que la astrofísica encontrara la ansiada y espectacular respuesta: las supernovas son estrellas que explotan. Y que, en cuestión de segundos, liberan una cantidad monstruosa de luz y energía. De hecho, en ese instante fatal y glorioso al mismo tiempo, pueden brillar como mil millones de estrellas juntas. Sin embargo, no cualquier estrella puede convertirse en supernova. Y en las últimas décadas, los astrónomos han descubierto que no hay uno sino dos caminos para llegar a semejante cataclismo estelar.
Colapso y estallido
Así es: el estudio sistemático de cientos de casos observados en otras galaxias (especialmente sus curvas de brillo y ciertas características espectrales en la luz que emiten), ha permitido identificar claramente dos grandes familias de supernovas. Y a pesar de sus catastróficos finales comunes, sus vidas son bien diferentes. Las más habituales –aunque no por mucho– son las supernovas Tipo II. Y son el resultado de la muerte de estrellas muy masivas, aquellas que, al menos, nacen con ocho masas solares. Esta es su historia: al igual que las demás, estas estrellas excepcionales (menos del 5% del total) funcionan como máquinas gravitatorias que, gracias a sus bestiales temperaturas y presiones centrales, fusionan hidrógeno, convirtiéndolo en helio. Y en esa transformación, liberan luz y calor. Pero hay una diferencia: para sostenerse, estos supersoles consumen sus reservas de hidrógeno de sus núcleos a un ritmo arrollador. Y en “apenas” 10 o 20 millones de años, lo agotan. Entonces, empiezan a agonizar: en una serie de etapas sucesivas, cada vez más calientes, energéticas y breves, irán fusionando nuevos elementos en sus entrañas. Primero helio, luego carbono, oxígeno, neón, magnesio y otros elementos. Finalmente, al acercarse a unos increíbles 3000 millones de grados en sus núcleos, llegan a fusionar silicio para convertirlo en hierro.
Mientras todo esto ocurre en el núcleo, la estrella se ha ido “inflando” sin pausa, convirtiéndose en una versión grotesca de sí misma: ahora es una “Súper Gigante Roja”, un globo de gas que puede medir más 1000millones de kilómetros de diámetro. Inmenso, sí, pero con los días contados: una vez que todo su corazón se ha convertido en una bola de hierro infernalmente caliente, las reacciones cesan. La maquinaria estelar se detiene por completo: debido a la estructura nuclear del hierro, el ciclo de fusiones que contrarrestaban la gravedad ya no pueden continuar. No hay presión ni temperatura que le alcance para semejante cosa. Entonces, en una fracción de segundo, la estrella se derrumba sobre sí misma. El bestial colapso levanta aún más la temperatura del núcleo de hierro (llegando a los 100 mil millones de grados) y lo obliga a compactarse al máximo. Pero a pesar de todo, ese castigado núcleo, ultra colapsado, aguanta el embate gravitatorio (gracias a la fuerza repulsiva de los núcleos de hierro). Y “rebota”, creando una onda de choque explosiva que, de la mano de masivas y veloces igniciones nucleares por todas partes, hará estallar a la estrella en mil pedazos.
Es una supernova. Un amasijo de gases infernalmente calientes en velocísima expansión. Una bomba de luz casi tan brillante como una galaxia entera. Y en su interior, sólo quedará una “estrella de neutrones”, un cadáver estelar de apenas 15 o 20 kilómetros y una densidad alucinante (una cucharita de ese material pesaría 1000 millones de toneladas), dado que sus protones y electrones se han visto obligados a fusionarse, formando una masa de neutrones (de ahí el nombre).
Gigantes y enanas
Si existen supernovas Tipo II, obviamente, es porque las hay de Tipo I. Pero a diferencia de las anteriores, no son el resultado de la muerte de estrellas muy masivas, sino de estrellas comunes, como el Sol, o incluso menores, que son la inmensa mayoría (más del 95%). Pero no en cualquier situación, sino formando sistemas estelares dobles (o múltiples). La cosa es así: por empezar, las estrellas ordinarias consumen su hidrógeno central a una velocidad mucho menor que las más grandes. Y así pueden vivir tranquilamente fusionando su hidrógeno central en helio durante miles de millones de años. De todos modos, alguna vez ese hidrógeno se les acaba. Después de pasar un breve cimbronazo, retoman las fusiones, esta vez, convirtiendo helio en carbono y oxígeno. Pero cuando este ciclo se agota, ya no pueden seguir. Se convierten en “Gigantes Rojas”, sus capas exteriores se van perdiendo en el espacio (formando una cáscara de gases en expansión, llamada “nebulosa planetaria”), y en sus centros, sólo queda una “enana blanca”, una pelota muy caliente de carbono y oxígeno del tamaño de la Tierra (unos 10 a 15 mil kilómetros).
Estos objetos son muy densos y compactos, aunque no tanto como las estrellas de neutrones. Y si estos residuos de soles ordinarios no llegan a convertirse en semejante cosa, es simplemente por una cuestión de falta de masa. Pero si por alguna razón superasen cierto límite crítico (de 1,44 masas solares, y conocido como “Límite de Chandrasekhar”, en honor al físico indio que lo formuló en 1930), las cosas serían muy distintas. Y eso, justamente, puede ocurrir en un sistema estelar doble, donde una de ellas haya muerto primero, quedando convertida en una enana blanca. Su intenso tirón gravitatorio podría “robarle” gases a su compañera, materiales que irían cayendo hacia la enana blanca, aumentando su masa más y más. Hasta que, en cierto momento, rebasaría el dichoso límite astrofísico. Y entonces, una desenfrenada y masiva ignición termonuclear la haría estallar completamente. Es la otra variante para llegar a una supernova.
El fantasma de SN 1006
Es hora de volver a aquella fabulosa supernova que bañó de luz el cielo de la Tierra hace un milenio. Los astrónomos modernos la conocen formalmente como SN 1006. Pero más allá de eso: ¿hay manera de saber a qué categoríapertenecía? No a ciencia cierta, aunque por algunos indicios (como su curva de luminosidad o su color), algunos astrónomos apuestan sus fichas a una supernova Tipo I. O sea, una “enana blanca” que se pasó de la raya con la ayudita de una compañera. Y así le fue, claro. Pero hay más revelaciones: gracias a los distintos registros históricos que se conservan, fue posible determinar que apareció muy cerca de la estrella Beta de la constelación de Lupus, bien cerca del límite con Centauro. Y algo aún más jugoso: explorando esa región del firmamento en los años sesenta, los radioastrónomos descubrieron los restos de SN 1006, una maraña de gases, a una temperatura de millones de grados, desparramándose desprolijamente en el espacio interestelar. Y a 7 mil años luz del Sistema Solar. Hace unas semanas, y casi como un adelanto al “festejo” de mañana, el famoso Observatorio Chandra de Rayos X (el nombre, obviamente, hace alusión a Chandrasekhar) obtuvo una vista –en rayos X, claro– del espectacular fantasma cósmico. La mejor jamás tomada.
Mañana se cumplen exactamente mil años de aquella formidable explosión estelar. O más bien, mil años desde que se la observó por primera vez. Porque, a decir verdad –y teniendo en cuenta las distancias– la SN 1006 estalló hacia el año 6000 antes de Cristo. Y de ahí en más, su luz viajó durante siete mil años antes de llegar hasta aquí, y convertirse en un hito extraordinario, que quedará grabado para siempre en la historia de los siempre sorprendentes cielos de la Tierra.
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