Sáb 27.05.2006
futuro

HISTORIA DE LA CIENCIA > PLINIO “EL VIEJO” Y SU ENCUENTRO CON LA FURIA DEL VESUBIO

El volcán mata al curioso

› Por Esteban Magnani

El romano Cayo Plinio Segundo (23-79), más conocido como Plinio “el viejo” (para diferenciarlo de su sobrino Plinio “el joven”), fue uno de los grandes enciclopedistas de la historia de la ciencia. Pese (o gracias) a su carrera militar, dedicó buena parte de su tiempo a la lectura de todo lo que cayera en sus manos, e intentó sistematizarla en su enciclopedia de 37 extensos tomos, encabezadas por un prólogo un poquito arrogante: “La verdad es que la naturaleza de todas las cosas de este mundo, es decir, cuestiones que conciernen nuestra vida cotidiana y ordinaria, están descifradas y aclaradas aquí”. Y así era o intentaba ser: se podía encontrar información sobre geografía, etnografía, antropología, zoología, botánica, mineralogía, etc.

Aparte de poca modestia, Plinio tenía escaso criterio de selección: en su obra aparecen descripciones de dragones y basiliscos junto a serpientes y caballos, todos en un pie de igualdad. El romano aclara en su prefacio que sus fuentes fueron más de 2000 libros y en su obra cita al menos a 672 autores, costumbre inusual para su época y que resultó de gran utilidad a los estudiosos modernos para saber sobre obras que de otra manera hubieran quedado irremediablemente perdidas. La enciclopedia fue un referente fundamental durante los siguientes quince siglos y una de las primeras obras en publicarse luego de la invención de la imprenta de tipos móviles por Gutenberg a mediados del siglo XV.

Humo en el horizonte

Haciendo un poco de anacronismo, podría decirse que Plinio fue también una suerte de protoambientalista que se quejaba del abuso sobre los recursos naturales. Es más: creía que los terremotos eran “signos de de la ira de nuestra bendita madre Tierra”. Pero probablemente lo más llamativo de Plinio es que se transformó en uno de los primeros mártires de la ciencia y lo hizo en el marco de uno de los eventos geológicos que más han perdurado en el imaginario colectivo: la explosión del Vesubio en el año 79 de nuestra era.

Cuenta su sobrino Plinio “el joven” (62-115) en una extensa carta que le envió a su otro tío, el historiador Tácito, que ambos se encontraban en Miseno, a unos 30 km de Pompeya, con la flota que comandaba Plinio (“el viejo”) cuando el 24 de agosto del 79, cerca de la 1 de la tarde, pudo observarse la formación de una nube “con forma de pino” en el horizonte. En ese momento llegó una carta de una noble llamada Rectina que tenía su villa al pie del Vesubio quien, atemorizada, no veía otra vía de escape que el mar y solicitaba que fueran a rescatarla. Plinio puso en marcha la flota que comandaba y se acercó a la costa a ver si obtenía algo más de información directa sobre los terremotos, uno de los cuales había dañado seriamente a Pompeya en el año 62, aunque el Vesubio nada había tenido que ver con ello. Los vecinos esperaban junto al mar en una relativa tranquilidad; es que no existían registros de explosiones del Vesubio y de hecho no había ocurrido ninguna en los anteriores 1500 años. Es más: era tan poco el conocimiento de los romanos sobre los volcanes que ni siquiera tenían una palabra en latín para designarlos.

Pero el Vesubio comenzó a ponerse cada vez más violento creando una nube de cenizas, gases y rocas que oscureció el cielo. Trozos de piedras volcánicas tipo pómez (sí, las mismas que se usan habitualmente para sacar callos) caían desde el cielo sobre los barcos y la costa. Para peor, el mar empezó a retroceder amenazando con dejar a los barcos varados en la costa y sin posibilidades de huir. La situación era muy complicada y muchos querían retroceder, pero Plinio, siempre según lo que cuenta su sobrino, aseguró que “la fortuna acompaña a los valientes” y bajó a tierra, sin dejar ni por un momento de dictar notas a sus asistentes. Tanta era su calma que decidió tomar un baño, cenar e irse a dormir. Las llamas ardían sobre el Vesubio y la noche “contribuyó a hacerlas más brillantes y claras”. Las explosiones no dejaban dormir a nadie, hasta el punto de que el mismo Plinio, que había logrado reposar sin problema, terminó por levantarse y abandonar su residencia ya a punto de desmoronarse. Después de una corta deliberación, tanto los asistentes de Plinio como los supuestos rescatados decidieron marchar a campo abierto con almohadones atados en la cabeza para protegerse de las piedras. De vuelta en la costa descubrieron que era imposible subir a los barcos porque el mar también estaba muy agitado. El aire se tornaba cada vez más irrespirable, saturado de sulfuro, y Plinio comenzó a pedir agua a sus ayudantes, protegido por un trozo de vela de barco que sostenían cuatro de ellos. Cuando terminó de beber, una nueva explosión lo tiró al piso y dispersó al grupo. “Se levantó”, continúa Plinio “el joven” en su carta, “con la ayuda de sus siervos y al instante cayó muerto; mi conjetura es que murió sofocado, por algún desagradable y tóxico vapor; él, que siempre había tenido una garganta débil”.

Sueño profundo

Su cuerpo fue recuperado sólo tres días después, cuando el Vesubio detuvo sus explosiones, las cenizas se depositaron y volvió la luz. Para entonces Herculano y Pompeya estaban sepultadas por los restos de una explosión varias veces más potente que la bomba atómica de Hiroshima; sólo serían redescubiertas en 1738 y 1748 respectivamente. La carta de Plinio “el joven” cerraba diciendo: “Su cuerpo se encontró sin marcas de violencia, con el mismo vestido con que había caído y con la apariencia de un hombre que duerme y no que está muerto”.

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