NOTA DE TAPA
› Por Pablo Capanna
Cuando Thomas More escribió su Utopía (1516), el infortunado canciller no sabía que estaba creando todo un género que iba a oscilar entre la literatura y la filosofía política, de lectura tediosa pero a veces inspiradora. En cierto modo, la obra de More también daba cuenta de la irrupción de América en el imaginario europeo. El inglés atribuía el relato a un compañero de Américo Vespucio que regresaba de estas latitudes; hasta se diría que en el “socialismo” de su isla había ecos del imperio incaico, del cual ya se hablaba en Europa.
Desde entonces, América fue el continente de la codicia y de la esperanza: el ámbito en el cual no sólo cabía la posibilidad de enriquecerse sino también la de realizar todos los sueños utópicos europeos.
En su origen, las colonias de América del Norte dieron asilo a todas las disidencias religiosas, y junto a ellas también a muchas utopías. Sudamérica, en cambio, atrajo a más codiciosos que reformadores. A tal punto que, en su momento, Hegel se sintió con derecho a expulsarla de la Historia y a negarle un futuro.
Toda vez que los escritores europeos mencionaban nuestras tierras era como una concesión a ese difuso exotismo que aureolaba a su frontera colonial más remota. Agatha Christie solía mandar “a Buenos Aires” a todos esos personajes que quería sacar de circulación.
Pero lo más lamentable es que ni siquiera los clásicos solían tener ideas muy claras en cuanto a la geografía física y humana de Sudamérica.
Mucho más sarcástico e ingenioso que realmente informado sobre estas remotas regiones y sus habitantes, el gran Voltaire envió al protagonista de su Cándido (1752) en un viaje al Río de la Plata.
El infortunado Cándido, siempre confiado en el optimismo del doctor Pangloss, partía de Cádiz rumbo a nuestras tierras y llegaba apenas en el corto tiempo que insumían los tres relatos de sus compañeros de viaje.
Llegados a Buenos Aires, conocen al gobernador, de nombre Ibarra, y se enteran de que los jesuitas están sublevando a los indios en la Colonia del Sacramento (Uruguay), donde nunca se supo que estuvieran. Cándido decide seguir viaje al Paraguay, para ir al corazón del imperio jesuítico.
El gran ingenuo cuenta con la ayuda de su criado Cacambo, nacido en Tucumán, que habla perfectamente “el peruano” y conoce el camino para ir al Paraguay, que queda “aquí cerca”. Montados en dos veloces caballos andaluces, salen al alba y llegan a Asunción cerca del mediodía, casi como en avión. Notemos que el anterior viaje a caballo, entre Lisboa y Cádiz, les había llevado toda una noche.
Los viajeros encuentran a los civilizados guaraníes entregados al canibalismo y al bestialismo, ansiosos por cocinar y comerse al primer jesuita que encuentren. Aquí la pasión política le permite a Voltaire ignorar la tenaz resistencia que ofrecieron los guaraníes a los realistas cuando España puso abrupto fin a la experiencia utópica, de la cual sólo nos dejarían ruinas.
Luego viene un largo y accidentado viaje a Cayena, esta vez bastante más ajustado a la geografía, donde Voltaire aprovecha para diseñar su propia utopía indigenista, Eldorado (así, todo junto). Según las leyendas, eso quedaba por Colombia. Al parecer, Voltaire no era muy adicto a los mapas.
Más tarde, un escritor “libertino”, Restif de la Bretonne (1734-1806) escribió El Dédalo francés o Los descubrimientos australes de un Hombre Volador (1781). Restif vivió en tiempos de la Revolución Francesa. En la película La noche de Varennes, Ettore Scola lo imaginó viajando en diligencia por la Francia revolucionaria en compañía de Thomas Paine y Giacomo Casanova. En aquella novela, Restif contaba las aventuras de un viajero que recorría la Patagonia a bordo de una ingeniosa máquina voladora de tracción a sangre, mucho antes de que Julio Verne pusiera El faro del fin del mundo en la remota Tierra del Fuego. Entonces la Patagonia era tan remota como el planeta Marte, y los pueblos que visitaba Restif eran totalmente imaginarios.
Como sabemos, los europeos que más se sintieron atraídos por la Patagonia fueron los ingleses, especialmente después de que el joven Darwin hubo explorado sus costas a bordo del Beagle.
Hace menos de un siglo, el poeta, crítico de arte y teórico anarquista Sir Herbert Read (1893-1968) imaginó otra curiosa utopía europea ambientada en América latina, esta vez en un marco deliberadamente fantástico, aunque mucho mejor situado en la realidad del continente. La niña verde (1935) de Read fue una novela bastante anómala que tenía por eje principal el simbólico descenso a un mundo subterráneo donde el protagonista encontraba la paz espiritual. Read (que fue el editor de las obras de Carl Gustav Jung) la cargó de sentidos esotéricos que aquí no vale la pena señalar. Pero lo que aún resulta atractivo es una historia casi autónoma, ambientada en América latina, que ocupa los primeros capítulos de La niña verde. Read estaba en los antípodas de Voltaire. Conocía bastante bien el escenario latinoamericano, a juzgar por los precisos e inobjetables detalles de su ambientación.
El protagonista es un aventurero inglés que por circunstancias fortuitas llega a fundar una utopía paternalista en una imprecisa república sudamericana (híbrido de Bolivia y Paraguay), garantizándoles justicia y bienestar a los criollos e indios que la pueblan. Su Estado ideal es una suerte de despotismo ilustrado y benévolo que parece haberse inspirado en el Paraguay del doctor Francia. Pero aun siendo más justa que la realidad conocida, su utopía es tan perfecta y estática que su propio creador se harta de él y regresa a Inglaterra, abandonándola a su suerte.
En 1930, cuando la Patagonia trágica era aún una suerte de Far West en el extremo austral del mundo civilizado, un notable escritor inglés, Olaf Stapledon (1886-1950), tuvo la ocurrencia de hacerla nada menos que el escenario de una curiosa utopía indigenista. Por lo menos, tal como podía concebirla la mente de un socialista fabiano.
Entre otras desmesuras de las que fue capaz, Stapledon se atrevió a escribir una historia universal que abarcaba desde su presente (la década del ’30) hasta la extinción del género humano, muchos millones de años más allá de nuestra era. Su desmesurada epopeya, titulada Ultimas y primeras humanidades (1930), ha sido recientemente reeditada en español y aún provoca cierta perplejidad. Borges encontraba la prosa de Stapledon más cercana a la frialdad del historiador o del naturalista que a la pasión del narrador, y no dejaba de acotar que en este caso quizás hasta la palabra “historiador” fuera un tanto benévola. Sin embargo, hay muchos, incluyendo a quien firma, que no comparten ese aburrimiento.
En 1930, Stapledon se lanzó pues a imaginar el futuro mediato e inmediato del género humano. En sus predicciones de corto plazo fue un tanto miope, porque no logró anticipar esa nueva guerra mundial que iba a desencadenarse en menos de una década. Pero en el largo alcance su visión se torna inquietante. Stapledon habla de la formación de una Unión Europea, de una etapa de “americanización” del mundo y de un inevitable conflicto global entre China y Estados Unidos. Es una predicción que setenta y cinco años más tarde muchos futurólogos acompañarían, aunque en ese tiempo nadie hubiera apostado por China.
Para Stapledon, la carrera de nuestra civilización iba a desembocar en un gobierno mundial y en una cultura global obsesionada por la velocidad, que acabaría suicidándose en un colosal colapso energético en cuanto se agotaran los combustibles fósiles. Uno de sus mayores errores fue desestimar la energía atómica, un tema del cual no dejó de ocuparse.
Con la caída del Estado Mundial, el mundo futuro de Stapledon se hunde en la barbarie y atraviesa una prolongada Edad Oscura. Pero al cabo de varios milenios la civilización vuelve a renacer. Esta vez lo hace en la Patagonia, donde irá a dar su canto de cisne la especie Homo sapiens.
Para entonces, el planeta ha sufrido cambios climáticos y profundas transformaciones geológicas, que han hecho emerger nuevas tierras de la plataforma continental argentina. Es así como se ha formado un puente natural que une América del Sur con la Antártida, donde las islas Malvinas y Georgias del Sur conforman ahora un nuevo altiplano.
En esta suerte de Atlántida austral, surge una civilización cuya Atenas estará al este de Bahía Blanca, en tierras que hoy yacen bajo el Atlántico. Las fronteras del nuevo mundo patagónico se extenderán por el sur hasta el continente antártico y por el norte hasta Perú y Brasil. Pero en su progresiva expansión, los patagónicos colonizan Africa y Oceanía (Europa se ha fragmentado) y con el tiempo acaban construyendo un nuevo imperio mundial.
Para sus patagónicos, Stapledon traza el perfil cultural de una nueva etnia de marcada idiosincrasia indoamericana. Entendía que los pueblos originarios de América, que habían sido capaces de sobrevivir a la conquista, al mestizaje cultural, a la modernidad y la globalización, también podían resultar los más firmes a la hora de resistir a la “americanización” global que veía avecinarse.
Los patagónicos de Stapledon son un pueblo de sobrias costumbres, con una expectativa de vida muy corta. Alcanzan la edad adulta a los quince años y tienen un impulso sexual relativamente débil, de modo que su cultura conserva ciertos rasgos infantiles. De todos modos, son muy propensos a la actividad intelectual y a la especulación.
Al ser tan breves sus vidas, su principal religión idealiza a la juventud. Su mesías es conocido como “el niño que se negó a crecer”, y sus creyentes tienden a ver en él a ese hijo perfecto que todos desean tener, antes que un padre o un gran hermano.
Nacido en un hogar de pastores de los valles cordilleranos, el niño comienza su carrera como líder de un vasto movimiento juvenil. Su exuberante y prolífica sexualidad, insólita entre sus congéneres, alienta la creencia de que es un ser sobrenatural, un dios hijo de hombres.
Cuando alcanza la madurez, a los veinticinco años, el niño divino se transforma en una suerte de Zaratustra. Después de retirarse un tiempo a meditar en las peñas del Aconcagua, el profeta baja al llano, para predicar un nuevo evangelio que anuncia el desapego y la libertad interior.
Rebelde e iconoclasta, el niño irrumpe en el templo y se burla de los dioses, de modo que los sacerdotes acaban condenándolo y ejecutándolo por impiedad. Pero su culto crece y conquista al mundo patagónico, y al cabo de unos siglos llega a ser la religión oficial. Para entonces, los aspectos transgresores del niño se han diluido en una teología conservadora. De tal manera, aquel que por un momento había tenido rasgos de un Che Guevara, es reabsorbido por el durable arquetipo cultural de Peter Pan.
Este culto de la juventud, con su filosofía del desprendimiento, su exaltación de la camaradería juvenil y su compromiso ético para conservar joven el espíritu, es el que inspira a los patagónicos a construir una civilización pacífica. La suya será una sociedad de costumbres frugales y solidarias, que valora por sobre todas las cosas el juego, el arte y los deportes. Haciendo un balance, resulta bastante más justa que la nuestra, aunque no se destaca por su tecnología, que todavía es “medieval”.
Como es inevitable, al cabo de algunos siglos, los patagónicos se reencuentran con el pasado. Explorando las ruinas de la antigua civilización global descubren los libros que van a cambiar su destino. Recuperan el saber tecnológico de la modernidad y ponen en marcha una nueva revolución científica. Pronto aparecen la industria moderna y la clase trabajadora, aunque esta vez el proceso se lleva a cabo con una cuota menor de conflictos sociales de los que registran la revolución industrial del siglo XIX y la exclusión social del XX.
Cuando llega el momento en que los patagónicos aprenden a liberar la energía atómica, el avance tecnológico ya les permite pensar en el ocio y la eliminación del trabajo manual. Pero entonces ocurre un accidente fatal que aniquila no sólo a su civilización sino a la especie entera. Comienza con un motín descontrolado en una planta nuclear. Un saboteador provoca el estallido del reactor, que a su vez pone en marcha “una reacción en cadena” que se propaga a los yacimientos de uranio del mundo. La ola de fuego arrasa a los continentes, destruye las ciudades y acaba por dejar inhabitables las tierras durante siglos. Mucho más tarde, los escasos sobrevivientes reanudarán el proceso evolutivo, pero ésa es otra historia, de la que se ocupará Stapledon en el resto de esta extraña “novela”.
¿Qué decir de esta inquietante fantasía escrita quince años antes de Hiroshima y setenta años antes de la globalización? Mezcla de aciertos y errores como toda predicción (mucho de lo que Stapledon imaginaba que tardaría milenios ya lo hemos conocido en el curso del siglo XX) sorprende por la audacia con que atribuye un futuro auspicioso al subcontinente latinoamericano. Cualquiera diría que una utopía como ésta bien podría haber sido soñada por un latinoamericano, aunque en este caso imagino que al autor le habrían llovido las críticas.
De todos modos, Stapledon tenía una inveterada tendencia a pensar en escala no ya histórica sino casi geológica. Imaginaba que el Estado Mundial globalizado duraría dos mil años y postergaba su utopía patagónica para un futuro muy lejano. Mientras escribo esto, leo en los diarios que las islas Sandwich del Sur están creciendo. Quizá la utopía no tarde tanto.
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