NOTA DE TAPA
› Por Federico Kukso
Si, como dijo Roland Barthes, la fotografía es esencialmente un certificado de presencia, la fotografía científica expone como ninguna otra la huella de una realidad oculta, una dimensión vedada para los sentidos humanos pero, aun así, presente en otro estrato de lo real. Quizás ahí se esconda la razón fundamental de la ola de fascinación que arrecia cada vez que uno deja caer su mirada sobre primeros planos de hormigas, arañas o bacterias anónimas o sobre retratos astronómicos –fastuosos e imponentes– de galaxias coloridas pero materialmente vacías, planetas áridos o gaseosos, agujeros negros perdidos. Nada de eso tiene importancia. Son meras cualidades circunstanciales que se aplacan ante un show icónico mucho más revelador. Las moléculas del papel o los pixeles de las imágenes que saltan en la pantalla del monitor se las arreglan para hacer presente otro mundo en este mundo: lo inasiblemente grande o lo indetectablemente pequeño.
Como si fuera un caballo de Troya, la fotografía científica transporta una carga extra –de importancia mayor que la mera transmisión del mensaje informativo– que detona ante el espectador al provocarle una sacudida doble: aleja acercando y acerca alejando. Es un efecto disruptivo que, por obra y gracia de técnicas químicas y ópticas, vuelve inmenso lo minúsculo (frente a una lente, los ojos de una hormiga bien pueden confundirse con un monstruo marino aún no clasificado) y minúsculo lo inmenso (las nebulosas pasan por flores y los planetas, por pelotas coloridas de fútbol).
¿Pero qué hace “científica” a la fotografía? ¿Un tema, una circunstancia, una técnica, una forma de composición, una mirada, una especialización producto de la división internacional del trabajo? Todo eso y más. A lo sumo, puede decirse que el criterio último no ha sido unánimemente establecido. Lo que sí es seguro es que cualquier persona está más familiarizada con este tipo de fotografías de lo que en realidad cree. Están en todas partes, se mire donde se mire. Y como sucede con la fotografía mainstream, este subgénero medio tapado de las artes visuales cuenta también con sus postales poco felices (o poco originales) que conforman un muestrario del lugar común: los retratos de Einstein para ilustrar una noticia de física (o Freud para la psicología), los tubos de ensayo o los científicos con guardapolvos como etiqueta de “química” o “ciencia” a secas; la carrera de espermatozoides hacia un óvulo-meta para hablar de fertilidad; un rotor ultradiminuto para la nanotecnología; la oveja Dolly para la clonación; el astronauta trajeado en la Luna; la huella de Neil Armstrong; la explosión del transbordador Challenger; una placa radiográfica, y miles más. Cada una de estas fotos es un momento episódico de la historia, la condensación de una acumulación de sucesos (ideas, investigación, esfuerzos) y dramas personales que, pese a ser siempre valiosas en sí mismas, no esquivan la condena implícita que arrastra el cliché, lo exageradamente repetido.
Si uno se pone exquisito o pretencioso, con facilidad puede desgranar la fotografía científica en subunidades aún más específicas: fotografía aérea (donde el satélite es el rey), la fotografía submarina (cuyo ojo se instala en aquel ámbito ajeno que constituyen los océanos); la fotografía astronómica (con los telescopios como disparadores).
En cada caso, la adaptación al medio con un equipo adecuado es condición de éxito y captura del objeto a retratar. No bastan la luz, los claroscuros, los matices desplegados, los juegos de colores. Si no se cuenta con los instrumentos precisos y la paciencia requerida, se está condenado al fracaso. El caso más palpable es el del microscopio electrónico de barrido reciclado por fotógrafos científicos, como el alemán Volker Steger, para convertir con un click y un flash a los insectos más desparticularizados en protagonistas rimbombantes, figuras de una belleza horrorosa –extraña e inusual a la vez–, tal cual como si hubieran salido de las computadoras de los estudios de efectos especiales más top de Hollywood.
Biólogo de formación y fotógrafo por elección, Steger es reconocido mundialmente por su buen ojo a la hora de retratar moscas, cucarachas, piojos, ácaros y garrapatas, y extraerlos a la fuerza de su profunda intimidad, de esa cómoda situación de desconocimiento de un mundo humano.
Como pocos lo han conseguido hasta el momento, el alemán exhibe sus joyitas fotográficas en el libro Buzz: The Intimate Bond between Humans and Insects (algo así como Zumbido: El vínculo íntimo entre humanos e insectos). Y aunque no se guarda la aclaración, al pasar las páginas uno se olvida de un dato no menos trivial: los insectos fotografiados –en poses fabulescas: comiéndose in fraganti a otros insectos, abandonando el estado larvario, apareándose en secreto– están en realidad todos muertos. En verdad, poco importa, el remanido “momento Kodak” se consigue. Un aparente rigor mortis sirve para confundir ese hecho accesorio e irrelevante para el efecto final buscado: el asco mezclado con el asombro que regodea a un ojo voyeurista colmado por la incomodidad de situaciones nuevas y atípicas para la mirada humana.
La muerte de los insectos, sin embargo, no es consecuencia de un antojo fotográfico. Es más bien la condición sine qua non de este tipo de fotografía. Se los congela en nitrógeno líquido o se los seca con alcohol. Pero el proceso no se acaba con el “click”. Las fotos, todas, salen en blanco y negro, para después ser coloreadas una a una con la barita mágica del Photoshop, aquel software abusado in extremis por las siempre díscolas e inhumanas megaestrellas del universo televisivo argentino.
Como a Steger, al equipo formado por el fotógrafo Oliver Meckes y la bióloga Nicole Ottawa de la iniciativa “Eye of Science” (www.eyeofscience.de) los impulsa el mismo deseo de entusiasmar a su audiencia, abrir un mundo cotidiano pero desconocido, y poner en pausa aquella prohibición que veda la incumbencia de los sentidos humanos en tales ámbitos.
Si hay algo que no le falta a esta pujante rama de la fotografía, son incentivos. Los tiene de sobra. Hay para todos los gustos en casi todos los rincones universitarios del planeta. Sólo hay que saber buscar. Sin ir muy lejos, la Agencia Nacional para la Promoción Científica y Tecnológica de la SeCyT ya va por la segunda edición de “Ciencia en foco, Tecnología en foco”, el concurso nacional de fotografía sobre temas científicos y tecnológicos (si bien cerró el 31 de enero, se pueden ver las fotos ganadoras en www.concursofotociencia.gov.ar).
Un poco menos modestos son los concursos “Art of Science Exhibition” (www.princeton.edu/artofscience/) –sponsoreado por la Universidad de Princeton que también va por su segundo año y su lema es “La ciencia es aburrida. El arte es estúpido. Pruebe que estamos equivocados”, y otorga un cheque de 250 mil dólares para el primer puesto– y “Visions of Science” (www.visions-of-science.co.uk) organizado por Novartis y el Daily Telegraph para incentivar la discusión sobre ciencia.
“El inventario se inició en 1839, y desde entonces casi todo ha sido fotografiado; o eso parece”, aseguró con algún atisbo de duda Susan Sontag hace casi 25 años. La fotografía científica no hace más que contradecirla una y otra vez. El universo de lo fotografiable es casi tan desmesurado como el universo mismo. Sólo el ojo y la imaginación amagan con ponerle un límite.
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