NOTA DE TAPA
Forjador de un universo clásico, racionalista e infinito ceñido a un puñado de principios físicos, descubridor de la atracción general de las masas, inventor del teorema del binomio y fundador del cálculo diferencial junto a Leibniz, el gran físico, matemático y astrónomo inglés Isaac Newton tuvo una vida tan venerada como desconocida: fue una persona egocéntrica, incapaz de despertar afecto o estrechar lazos de amistad, de hábitos mezquinos y hasta tramposos, fue sumamente religioso (intentó durante 55 años decodificar la Biblia para encontrar las leyes divinas del Universo), calculó el fin del mundo para el año 2060, coqueteó con la alquimia y hasta pasó 30 años al frente de la Casa de la Moneda inglesa donde, además de perseguir a los falsificadores, fue implacable y cruel a la hora de juzgar.
› Por Pablo Capanna
El 2 de mayo de 1696, en la misma Torre de Londres donde habían decapitado a Thomas More y Ana Bolena y había estado preso Francis Bacon, prestaba solemne juramento un hombre que acababa de ser designado inspector de la Casa de la Moneda. Juraba “no revelar ni descubrir a ninguna persona nada de la nueva invención de redondear las monedas y hacer sus bordes con letras o grabados o ambas cosas, directa o indirectamente”. De no cumplir, se exponía a las más severas penas.
El funcionario se llamaba Isaac Newton, pero en los siglos venideros sería más conocido como el padre de la física clásica.
Newton tenía cincuenta y cuatro años y todavía le quedaba mucho por delante. Ya había pasado mucho tiempo de aquel “admirable” año 1665, en que había echado las bases del análisis matemático, de la óptica y de la gravitación. También había estado entre los fundadores de la Royal Society, no sin antes haberles dedicado una temporada a la alquimia y los estudios bíblicos. Se decía que los alquimistas eran capaces de fabricar oro. ¿Habría pesado ese antecedente a la hora de elegir a Newton para la Casa de la Moneda?
Por tres siglos, la figura de Newton fue tan venerada como desconocida. En su clásico Los sonámbulos, Arthur Koestler todavía le dedicaba apenas unas páginas a su vida, de la cual se sabía muy poco. Pero después de que Lord Keynes reveló que había un Newton desconocido, alquimista y numerólogo, se despertó la investigación y se compilaron minuciosas biografías. La de Gale E. Christiansen (1984), por ejemplo, ya no deja mucho para la imaginación.
El Newton que ahora conocemos aparece bastante más plantado en la tierra que ese genio alejado de las cuestiones mundanas que construyeron Voltaire y Brewster, el ser sobrehumano que según Pope llamaba la atención en otros mundos.
Si bien lo único que queda incólume es la magnitud de su genio científico, la personalidad de Newton no parece quedar a la misma altura. El nuevo retrato destaca su egocentrismo, su incapacidad para despertar afecto o estrechar lazos de amistad, sus hábitos mezquinos y hasta tramposos, que se pusieron de manifiesto en su disputa con Leibniz por la paternidad del Cálculo.
La historia de los treinta años que Newton pasó al frente de la Casa de la Moneda contribuye a resaltar esos aspectos. Como funcionario, nadie diría que no fue honesto, pero sí implacable y hasta cruel a la hora de juzgar.
Inglaterra, que entonces se disponía a ser una de las primeras potencias capitalistas de los tiempos modernos, se manejaba con un sistema monetario bastante caótico. Para el tiempo en que fue designado Newton, aún estaban en circulación las monedas emitidas por Isabel I, Jacobo I, Carlos I y Cromwell. Había monedas de plata y de oro, aunque las más usadas eran las primeras. Junto a ellas abundaban las falsificaciones hechas de bronce, cobre, plomo y estaño, esas que solían morderse para probar su autenticidad.
Las más castigadas eran las monedas de plata, que a medida que iban circulando perdían peso y se encogían de manera alarmante, lo cual reducía su valor. Los precios aumentaban, porque para comprar lo mismo había que desembolsar más monedas. A veces el valor de la mercadería se fijaba por cantidad de piezas, más allá del valor nominal que tuvieran.
La causa de todas estas anomalías estaba en el arcaico procedimiento con el cual se acuñaba el dinero. Para hacer una moneda, se aplanaba un trozo de metal a martillazos, se lo metía entre el molde y el cuño y se lo grababa con unos cuantos golpes. La forma resultante era bastante irregular. No todas las monedas eran redondas y ni siquiera tenían el mismo peso.
El “recortado” de monedas era el delito más común. Provisto de una lima y algún agente químico que permitiera devolverle la pátina al metal, el forajido recortaba el borde de las monedas, fundía las limaduras y vendía la plata.
Dentro de todo, era un procedimiento más elegante que fabricar arandelas con monedas o robarse estatuas y placas funerarias de bronce, como se ha hecho costumbre en estos posmodernos tiempos.
Los recortadores de monedas le habían hecho perder mucho dinero al Estado cuando el francés Pierre Blondeau, un protegido del cardenal Richelieu, inventó una máquina que permitía acuñar las monedas de manera uniforme. El lingote era aplanado entre dos rodillos y las monedas se cortaban mediante un sacabocados. Luego se sellaban sus bordes con ese dibujo (el “cordoncillo”) que todavía conservan, a pesar de que ahora se hacen con metales menos nobles. Casi todo lo hacía una pesada máquina con cuños y contrapesos de plomo, que era movida por siete hombres. El taller trabajaba en dos turnos de cinco horas, porque la tarea era agotadora y había que hacer rotar a los obreros.
En Inglaterra, fue el rey Carlos II quien contrató a Blondeau y ordenó emprender la producción mecánica de monedas a partir de 1662.
Newton, que no por ser inspector dejaba de ser Newton, impuso estrictos estándares de precisión y calidad, y se ocupó de controlar el peso de los recortes para reciclarlos. Hasta calculó el ritmo óptimo de producción, y lo fijó en 30 monedas por minuto.
Sin embargo, el caos monetario seguía. Aún circulaban las monedas recortadas y las falsas. Las recién acuñadas eran fundidas y llevadas a Holanda. Fue entonces cuando se enunció lo que luego se conocería como Ley de Gresham (“La mala moneda desplaza a la buena”), que los argentinos hemos aprendido a verificar.
En esa situación, el secretario del Tesoro, William Lowndes, dispuso una amplia reforma monetaria, a la cual se opuso John Locke, uno de los padres de la teoría política moderna, porque le parecía muy cara. El Tesoro ofreció rescatar las monedas, pagándolas por lo que pesaban, para volver a acuñarlas mecánicamente y aprovechar para retirar las falsas. La reforma se financió mediante un impuesto a las ventanas, que venía a reemplazar al de las chimeneas, de dudosa recaudación. Se dice que fue entonces cuando las ventanas de la casa donde se había criado Newton aparecieron tapiadas, para eludir el gravamen. De todos modos, la moratoria atrajo multitudes y cuando llegó Newton las máquinas no paraban de trabajar hasta la medianoche.
Una de las pocas debilidades de Sir Isaac, de quien no se conoce ninguna relación sentimental (ni estable ni eventual), era su sobrina Catherine Barton. Dotada de gran inteligencia y no pocos atractivos, la chica había llamado la atención de Jonathan Swift, el autor de Los viajes de Gulliver, y el propio Newton se había encargado de su educación. A los 17 años, Cathy sedujo a Charles Montague (luego Barón de Halifax) con quien sostuvo una relación más o menos clandestina. Si bien los biógrafos victorianos de Newton como el matemático Augustus de Morgan se apresuraron a “casarlos”, entonces la gente escribía casi todo, de manera que la historia llegó hasta nosotros.
En 1696, Montague le ofreció al tío Isaac, que entonces presidía la Royal Society, un puesto de inspector de la Casa de Moneda. Por sus escasas obligaciones, el cargo era casi una prebenda. El físico no sólo podía continuar con sus tareas académicas; obtenía un sueldo razonable y hasta una comisión por las monedas reacuñadas. Voltaire, que se había enterado de toda la historia por una novelita chismosa, se apresuró a escribir con su habitual mordacidad que “las fluxiones y la gravitación le hubieran resultado inútiles a Newton de no haber tenido una sobrina encantadora”.
Fue así como Newton dejó el Trinity College, se fue a Londres y se quedó tanto como treinta años en la Casa de la Moneda, primero como inspector y desde 1699 como director, aun cuando dirigía la Royal Society y ocupaba una banca en el Parlamento.
Uno de los primeros nombramientos que firmó fue el de su amigo Edmund Halley, a quien todos conocen por su puntual cometa; no dejó de darle algunos dolores de cabeza. En todos los años de su carrera administrativa, Newton tuvo que enfrentar numerosos conflictos, combatir las corruptelas y hasta prohibir el consumo de alcohol en horas de trabajo.
En 1697, le pidieron que alojara por un tiempo a la comitiva del zar Pedro el Grande, que se disponía a modernizar a Rusia y había ido a Inglaterra para visitar Greenwich, los astilleros y la universidad. Newton tuvo que hacerse cargo de los desastres que hicieron los rusos en la Casa, en sus turbulentos festejos y sus rudos ejercicios.
Con su minuciosidad habitual, produjo innumerables documentos, reglamentaciones, inventarios e informes. Conduitt, el esposo de su sobrina, aseguró que él mismo le había ayudado a quemar cajas enteras de papeles (incluso algunos científicos) que con el tiempo se habían acumulado en la Casa.
Cuando Newton asumió sus funciones, Londres recién se estaba levantando de las cenizas del Gran Incendio que la había asolado en 1666. Las viviendas precarias llegaban muy cerca del centro; en la ciudad prosperaba la delincuencia y los castigos eran cada vez más duros. La ley autorizaba a mandar a la horca a niños menores de diez años, y reconocía como lícito el abuso sexual con una niña de doce, siempre que fuera pobre. El gran entretenimiento de masas eran las ejecuciones públicas. Había ahorcamientos todos los días y la gente disfrutaba viendo como el verdugo azotaba a los infractores. Los ahorcados eran decapitados y descuartizados en público para escarmiento del pueblo. Claro que en el caso de los falsificadores de moneda la pena era más benigna: apenas se los colgaba.
Al parecer, la ciudad también era bastante sucia, porque el inspector Newton tuvo que mandar a limpiar el patio trasero de la Casa, donde durante años se había acumulado de modo promiscuo el estiércol de caballos, mulas y empleados públicos. La hercúlea tarea le costó a la Corona unas 700 libras, y debe haberse tratado de una importante masa de excrementos, porque según las anotaciones de Newton un traje nuevo costaba apenas cinco.
La reacuñación había acabado con los recortadores de monedas, pero los falsarios estaban en auge.
Como gendarme monetario, Newton llegó a ser bastante mal visto, y se quejó de que su cargo lo hacía sentirse “expuesto a las calumnias de tantos falsos acuñadores y candidatos a la cárcel, a quienes es preciso que examine e interrogue”. En sus pesquisas era común que se encontrara con denuncias cruzadas o con gente que, para evadir de los jueces, era capaz de provocar escándalos que llegaban a comprometerlo.
Quizá con más celo que el que le exigía su rol, Newton se tomó a pecho su misión de brazo ejecutor de la Ley. Los personas acusadas de falsificación eran llevadas a su presencia, engrilladas y encapuchadas, y él mismo solía interrogar a soplones y espías. A menudo, los acusados no eran profesionales del delito; eran gente pobre que se hacían unos peniques escondiendo las monedas falsas y haciéndolas correr. En una oportunidad, los esbirros de Newton observaron que dos mujeres permanecían sentadas durante el allanamiento del sucucho donde vivían. Descubrieron que escondían monedas falsas bajo las faldas, y las mandaron a azotar.
A la hora de sentenciar, Newton solía ser durísimo: nunca ahorró los azotes y envió a mucha gente al patíbulo. Muchos le hacían llegar pedidos de clemencia, pero no consta que les prestara oídos.
También conocemos sus tareas de inteligencia. En sus registros anotaba haberle dado dinero al agente Humphrey Hall para comprarse un disfraz que le permitiera infiltrarse en una conocida pandilla de falsificadores. Hasta nos ha quedado constancia de una entrevista secreta, realizada a altas horas de la noche en la Taberna del Perro de Newgate. Cuesta imaginarse al portador de esa mente, que según Pope había atraído la atención del Universo, tomando cerveza a la luz de un candil con un traidor de la banda de Chaloner, tratando de comprarle información.
Así como Sherlock Holmes tuvo que enfrentar a Moriarty y Batman al Guasón, en esa Ciudad Gótica que era el Londres del siglo XVII, el inspector Newton encontró su archienemigo en la figura de William Chaloner.
La vida de Chaloner nos es conocida por una novelita de la época, donde se lo comparaba con uno de los grandes sinvergüenzas de la picaresca española, Guzmán de Alfarache.
Chaloner era un personaje escurridizo, imprevisible e increíblemente creativo para la estafa y la impostura. Ni sus propios cómplices confiaban en él. Pero no sólo se destacaba en la estafa; era un verdadero artista de la falsificación. Había comenzado su carrera vendiendo relojes de latón, que hacía pasar por plata. Había aprendido de un alquimista la técnica japonesa del laqueado y lo utilizaba para dorar monedas falsas. Después de todo, la alquimia había empezado en Alejandría precisamente con fines tan poco nobles como esos.
Más tarde lo sorprendieron falsificando billetes de lotería, que entonces circulaban como una cuasi moneda. Tuvo la audacia de proponer a las autoridades un método perfeccionado para acuñar dinero y aprovechó para deshacerse de varios cómplices, a quienes denunció y mandó presos.
Isaac Newton lo tenía en la mira. Envió emisarios a espiar sus movimientos, hasta encontrar pruebas de sus delitos y redactó cuatro extensos informes sobre sus actividades. Cuando cayó al fin preso, Chaloner declaró que “ese perro viejo, el inspector Newton” era su enemigo personal. Intentó comprometer a varios cómplices mediante acusaciones falsas, y hasta quiso hacer recaer las sospechas sobre Newton. Al no obtener resultado, se hizo pasar por loco, pero no logró convencer al juez. Lo condenaron a la horca, entre otras cosas “por haber puesto de manifiesto el mal funcionamiento de la Casa de la Moneda”.
Su última esperanza estaba en el director. Le pidió que intercediera para que le conmutaran la pena, pero Newton no se dio por aludido, y Chaloner fue ejecutado en 1698. La novela que narra sus andanzas se cierra con una frase lapidaria que parecía escrita por Sir Isaac: “Podía haber sido un elemento útil a la comunidad, pero sólo supo seguir los dictados del vicio”. Para Newton, las leyes penales eran tan ineludibles como la gravitación y la inercia.
Un cuadro como éste torna bastante dudosa cualquier beatificación laica, aun para el caso de un genio. Para citar una frase que suelen atribuirle, Newton parecería un gigante de la ciencia que estuviera montado en hombros de un enano moral.
Con todo, no sólo era más inteligente sino mucho más creíble que Gostanian.
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