NOTA DE TAPA
Las utopías no sólo se movieron en el espacio de la política y de la economía: como género literario, su veta creativa fue tal que ahondó en las cuestiones feministas (con la fantasía de un mundo sin hombres o sin mujeres), las alarmas ecologistas (al imaginar un escenario postapocalíptico en el que todos los grandes centros urbanos estaban sumergidos bajo un inmenso lago) y demás tendencias new age. En definitiva, situaciones hipotéticas tan explosivas para la imaginación que continúan circulando al día de hoy como universos alternativos de asombrosa belleza poética.
› Por Pablo Capanna
El paso del tiempo comienza a provocar ansiedad en cuanto se hace difícil seguir el ritmo de los cambios. Sobre todo, si los cambios no son los que uno deseaba. En esos casos, hay quien se refugia en la nostalgia para atesorar trivialidades, como si la estupidez añeja fuera mejor que la de ahora. Pero también están los que a la hora de nombrar las mejores películas o los mejores libros de la historia sólo mencionan los estrenos de hace tres meses o la novela de alguno de sus amigos. Esta costumbre no es original, pero parece haberse consolidado con los gradientes de ignorancia que surgen de chocar la sobrecarga de información con la falta de criterios.
Al parecer muchos creen (o pretenden hacernos creer) que todo se inventó ayer, que lo nuevo es necesariamente original, que la última remake es la obra cumbre, y que deconstruir un clásico es mejor que producir algo aceptable. Se han visto revistas literarias con faltas de ortografía, y gente que es capaz de copiarse en un parcial de Etica. Lo mismo ocurre con las ideas. Cada tanto algunos se ilusionan de haber creado desde la nada, cuando una mínima cultura histórica les hubiera permitido eludir esas trampas en las que otros cayeron hace muchos años. La consulta de “materiales” no identificados, algún seminario interactivo, un chapuzón en Internet y unos cuantos links bastan para persuadir a algunos de que acaban de inventar la pólvora, el colectivo o el dulce de leche.
En ese sentido, nadie dudaría de que los planteos ecologistas, las fantasías de la New Age y las cuestiones de género se cuentan entre las problemáticas más posmodernas. Pero resulta que los utopistas supieron explorar ésos y otros temas más de un siglo antes. El género (literario) utópico no sólo se movió en el espacio de la política y de la economía. Fue tan rico en creatividad que no dejó de tocar las cuestiones de género, y hasta se metió con la ecología.
Las fantasías “de género” que juegan con la idea de un mundo sin hombres o sin mujeres parecerían un fenómeno reciente. A lo sumo datarían de unas décadas, desde que la problemática feminista cobró dimensión política y que el debate sobre diversidad sexual invadió el espacio mediático. Sin embargo, la fantasía de un mundo sin hombres no dejó de tentar a las primeras escritoras que a fines del siglo XIX trabajaban por la emancipación de la mujer. La batalla por el voto femenino hizo que las rotularan de “sufragistas” y hubo que esperar unos setenta años (más allá de la conquista del voto) hasta que una nueva generación retomara esos temas con mayor radicalidad.
En los recientes años ’70, el auge del feminismo convocó a una generación de escritoras, que imaginaron “soluciones” muy diversas a los conflictos de género, con todos los matices que van desde la sutileza de Ursula K. Le Guin hasta el fundamentalismo de Joanna Russ. El modesto revuelo que suscitaron esas fantasías hizo que algunos repararan en que todo eso no era nada novedoso.
Uno de los primeros que pensaron en una utopía femenina fue el inglés James Lawrence, en su tiempo admirado por Shelley y por Schiller. En El Imperio de las Nairs (1801), una novela inspirada en relatos etnográficos de la India, proponía el matriarcado como algo decididamente superior a las costumbres europeas.
En la época de Lawrence el exotismo podía ser atractivo, pero unas cuantas décadas más tarde, cuando el movimiento por el sufragio femenino se había convertido en una fuerza política, ya había otros capaces de ver aquella inocente fantasía como una verdadera catástrofe. Eso es lo que ocurría en La revuelta de los hombres (1882) de Walter Besant, una novela que resultaba sexista hasta para las pautas victorianas. En el futuro que imaginaba el autor, las mujeres, plenamente volcadas a la política y la vida profesional, habían relegado a los varones al cuidado del hogar. Pero su innata frivolidad las llevaba a descuidar las ciencias y las artes. Al punto que una iluminada profesora las persuadía de que la condición del progreso era “restaurar el orden natural” y todo volvía a ser como antes.
Sin duda, el tópico que resultaba ineludible a la hora de imaginar sociedades femeninas era la leyenda de las mujeres guerreras. La sufragista inglesa Elizabeth Burgoyne Corbett le rindió homenaje con la novela La Nueva Amazonia (1889). Su protagonista despertaba en Dublín en el año 2472. Una guerra de Irlanda y Francia contra Inglaterra había diezmado a los varones irlandeses, al punto de que las mujeres se habían visto obligadas a tomar el poder. Los hombres eran tolerados apenas como reproductores; pero quien tenía más de cinco hijos perdía sus derechos y los “hijos del vicio” eran eliminados. Una estricta política “eugenésica” también condenaba a muerte a los deformes, insanos, incurables y criminales. La cumbre de la tecnología era una terapia rejuvenecedora, que torturaba a perros, gatos y otros animales domésticos para extraerles los “fluidos vitales”.
Otra utopía “amazónica” fue Herland (1915), de la norteamericana Charlotte Perkins Gilman, en su momento traducida a siete idiomas y luego olvidada durante más de seis décadas. Charlotte Perkins era una brillante periodista y escritora que no se definía como feminista sino como “humanista”. Lamentablemente, estaba demasiado condicionada por el darwinismo social de Spencer y Haeckel, que por entonces parecía encarnar el progreso, de manera que se preocupó de que las mujeres de su utopía fueran de raza aria y cuidaran de su pureza racial.
En la novela, tres jóvenes galanes de Boston descubrían en un valle sudamericano surcado por un gran río (seguramente, el Amazonas) una civilización sin hombres. Una rebelión de esclavos y una guerra civil habían exterminado a los varones, dejando a las mujeres solas y rodeadas de “salvajes” agresivos. Con apenas un toque de retórica (la biología no era su fuerte) Charlotte explicaba que “el heroico ambiente de la lucha había fortalecido la raza”. Las amazonas se habían vuelto súbitamente partenogenéticas y ya no necesitaban a los varones. Un buen día una de ellas había dado a luz cinco niñas, cada una de las cuales había engendrado a su vez otras cinco, etcétera. Hasta habían tenido que practicar cierto autocontrol de la natalidad, porque los recursos del valle eran limitados.
Las amazonas de Perkins no eran lesbianas sino asexuadas. Eran solidarias, seguían una dieta vegetariana y rendían culto a la Diosa Madre. Con todo, su sociedad era más justa e igualitaria que la nuestra y los tres viajeros quedaban en ridículo. Pero así como las amazonas habían avanzado mucho en las ciencias de la vida, no se interesaban por las exactas. Se diría que, considerando que para entonces ya se hablaba de gente como Madame Curie y Lise Meitner, como feminista Charlotte se quedó bastante corta.
En una época en que los diversos fascismos proponían mandar a las mujeres de vuelta al hogar y en el horizonte asomaban los nubarrones de la Segunda Guerra Mundial, Katherine Burdekin (1896-1963) escribió una de las más terribles distopías de género: la novela La noche de la esvástica (1937). Su autora era una feminista y pacifista militante que escribía novelas románticas ocultándose tras el seudónimo masculino “Murray Constantine”. En la ficción, la autora viajaba al siglo XXVI. Para entonces el nazismo, convertido en el culto del dios Hitler, llevaba siglos en el poder. Los judíos y los cristianos estaban proscriptos (apenas se mencionaba alguna “solución final”), pero las principales víctimas del régimen eran las mujeres, que los nazis consideraban animales desprovistos de alma. Las mujeres vivían hacinadas en “jaulas”, una suerte de zoológicos donde cualquiera podía someterlas a voluntad. Pero no quedaba claro quién criaba los hijos.
De hecho, en el mundo real el “arte” nazi rindió culto a la belleza femenina, siempre que la mujer fuera aria, atlética y sumisa. Aquella pesadilla de mujeres bestializadas y harapientas hoy lleva a pensar más en los talibanes que en los nazis. Burdekin desestimó el racismo como ideología política porque se basó casi exclusivamente en el libro Sexo y Carácter (1903) de Otto Weininger, un filósofo homosexual y misógino, en quien supuso que los nazis irían a inspirarse. Pero, como sabemos, los nazis no odiaban a las mujeres en especial sino a los seres humanos en general.
Alguien que seguramente había leído a Weininger era otro misógino, el irlandés Edward Joseph Martyn (1859-1923), que ya había compuesto una utopía sin mujeres bastante más ingenua. Martyn era el fundador del Sinn Fein, el movimiento nacionalista irlandés, y frecuentaba la amistad del poeta Yeats. Católico tradicionalista, a pesar de haber sido expulsado de un colegio jesuita, seguramente por su orientación sexual, Martyn era un esteta al estilo de Oscar Wilde. Aborrecía a la Ilustración, la Reforma, la ciencia y el socialismo (¿lo habrán leído en Cuba?). Atribuía toda la impiedad de los modernos a la emancipación de las mujeres, a las cuales consideraba “materialistas” por naturaleza.
La utopía Agatópolis (1890), que esbozaba en una de sus novelas, estaba regida casi exclusivamente según patrones estéticos. En esa Irlanda imaginaria, donde reinaba una dictadura ilustrada, el pueblo había vuelto a usar la lengua gaélica tradicional, pero la élite platicaba en griego clásico. Todos debían ser católicos, ir a misa, bañarse diariamente y practicar la equitación. Como Martyn era un conocido dramaturgo, el espectáculo teatral ocupaba el centro de la vida civil, aunque por supuesto los roles femeninos corrían por cuenta de travestis. Los museos estaban llenos de estatuas de estilo grecorromano, que exaltaban la belleza de efebos y atletas.
Pero como la ciencia y la tecnología no estaban entre sus intereses, los agatopolitanos no habían llegado a inventar la clonación. De manera que el misterio, una vez más, era saber cómo se reproducían.
Uno de los primeros que se ocuparon de las cuestiones ambientales fue el naturalista inglés Richard Jefferies (1848-1887), que hizo gala de un fundamentalismo pocas veces superado. Yendo más lejos que William Morris y su “socialismo” arcaizante, escribió un extraño libro (Después de Londres, 1885) donde atacaba de raíz la contaminación al acabar de un plumazo con la civilización industrial.
En un futuro impreciso, Inglaterra había sobrevivido a una misteriosa catástrofe ocurrida años antes. Todos los grandes centros urbanos que habían constituido el corazón de la Revolución Industrial estaban ahora sumergidos bajo un inmenso lago. En el lugar donde había estado Londres se extendía un pantano fétido y silencioso, lleno de alimañas y rodeado por una exuberante vegetación.
Los escasos ingleses sobrevivientes habitaban en castillos medievales, vestían armaduras y guerreaban con arcos y flechas. Ni siquiera eran felices, como aquellos que Morris había imaginado para su utopía bucólica. La visión de Jefferies era tan sombría que sólo podía haber sido inspirada por la depresión.
Más idílica, en cambio, fue otra utopía muy popular en los años ’30, una época poco propicia para el optimismo. En 1933 James Hilton (1900-1954), un inglés emigrado a Hollywood, logró acceder el rango de best seller con la novela Horizontes perdidos. Cincuenta años antes del lanzamiento de la New Age, Hilton situó su utopía hinduista en un valle del Himalaya. Allí unos sabios monjes habían alcanzado la inmortalidad gracias a la meditación y la dieta vegetariana, lejos del estrés del mundo civilizado.
Paradójicamente, la utopía de Shangri-La fue tan exitosa que le dio nombre a un portaaviones norteamericano. Es lo último en que uno pensaría cuando le hablan de vida sana.
Una de las fantasías utópicas más pintorescas fue La Isla de los Pines (1668) de Henry Neville, una de esas “robinsonadas” que estuvieron en boga hace trescientos años y degeneraron luego en meros chistes de náufragos. Neville (1620-1694) fue funcionario del revolucionario Cromwell y era un escritor tan popular que muchos creyeron que su novela era una historia verídica. Un navegante holandés descubría una isla perdida en el Pacífico poblada por nativos que andaban desnudos pero hablaban perfectamente el inglés. Todos descendían de George Pine, que en 1569 había sobrevivido a un naufragio, acompañado por cuatro mujeres: la hija quinceañera del patrón del barco, sus dos mucamas y una esclava negra.
Los primeros capítulos parecían satisfacer todas las fantasías machistas de ésa y otras épocas. Sin andar preocupándose por la natalidad, el afortunado Pine se dedicaba a fecundar a sus compañeras y a la hora de morirse de viejo, dejaba una enorme descendencia. En dos o tres generaciones, se habían formado cuatro tribus que respondían a los apellidos de las cuatro abuelas fundadoras. Pero de a poco volvían a aparecer no sólo las restricciones sexuales sino las normas sociales, el poder, la injusticia y hasta la discriminación.
A la llegada del almirante Van Sloetten, el rey de la isla era William I, el nieto de Pine. Siendo todos los ciudadanos parientes suyos, William no necesitaba instituir la reelección perpetua ni recurrir al clientelismo o a la compra de votos. Pero no podía evitar que estallaran las internas: la ya abundante población estaba al borde de una guerra civil, en la cual los blancos de la tribu Trevor enfrentaban a los negros de la familia Phills.
Cualquiera diría que en la utopía, la racionalidad está puesta al servicio del deseo. En el mejor de los casos, de la esperanza de construir un mundo mejor para todos. Pero las buenas intenciones se agotan en meros deseos cuando se abandona ese mínimo realismo que hasta la utopía necesita para ser creíble. En ese caso puede engendrar cosas bastante más locas que la misma realidad.
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