Sáb 03.03.2007
futuro

NOTA DE TAPA

El gurú...

› Por Pablo Capanna

Era el 2 de marzo de 1982 en Los Angeles, cuando los monitores del hospital de Santa Ana que controlaban los signos vitales del paciente Philip Kindred Dick lo dieron por muerto. Lo habían llevado de urgencia dos semanas antes, luego de que sus vecinos (los Pérez, una pareja de estudiantes mexicanos) lo encontraran caído en el piso de su casa de 408 East Civic Center Drive. Ultimamente vivía solo y apenas un par de horas antes otro vecino había alcanzado a verlo asomarse a la puerta para recoger el diario.

Si el mismo se viese: Philip K. Dick soño con androides ... Y termino siendo uno, igualito al original.

Dick apenas tenía 54 años, una edad que ya entonces se consideraba prematura para morir. Pero como se había pasado la vida abusando de su salud, parecía un desenlace bastante probable. Sus últimos días los pasó en ese estado de coma que él llamaba “semivida”. Quizás anduviese vagando por el idios kosmos, su extraño mundo interior. Puede que siguiera escuchando esas voces que lo tenían en vela todas las noches, cuando soltaba ante un grabador el torrente de sus lecturas, especulaciones y delirios.

Desde entonces pasó un cuarto de siglo, pero la sombra de Dick sigue rondando por este mundo, antes y después de que Blade Runner o Minority Report llegaran a la pantalla, o que el espíritu de sus ficciones encontrara una de sus mejores expresiones en The Truman Show. Sus lucubraciones filosóficas, esas miles de páginas que había titulado “Exégesis”, parecen convocar aun más atención que sus inquietantes novelas y cuentos. Mientras siguen surgiendo nuevas generaciones que se sienten atraídas por sus ficciones, hay quienes se empeñan en verlo como una suerte de profeta new age o filósofo posmoderno.

Pero si hay algo que hace de Philip K. Dick (1928-1982) un personaje inclasificable es precisamente la sinceridad con la cual era capaz de desautorizarse a sí mismo, y de paso a sus seguidores. En cuanto acababa de proclamar alguna Sublime Verdad, a veces de manera inconexa y contradictoria, era capaz de confesar que “todo eso se parece terriblemente a una novela de Dick”. Llegó a dedicar numerosas páginas a destruir uno tras otro sus propios argumentos y explicar sus visiones místicas, usando las herramientas de la psicopatología, quizás el único campo de la ciencia que dominaba.

Receta para un escritor maldito

Philip K. Dick y su hermana gemela Jane habían nacido en 1928 de una de esas familias que hoy se llamarían “disfuncionales”. Jane llegó a vivir apenas poco más de un mes, y Phil se pasó el resto de su vida convencido de que le faltaba algo así como la mitad de su ser.

A los veinte años quiso estudiar Filosofía, pero abandonó casi inmediatamente la universidad. Se hizo autodidacta y leyó vorazmente sobre temas filosóficos, históricos, religiosos y esotéricos.

En sus comienzos intentó escribir novelas al estilo de Flaubert, Proust o Joyce, pero ante el unánime rechazo editorial se vio obligado a recluirse en el gueto de la ciencia ficción, donde al menos podía ganarse la vida. Nunca logró (ni quiso) evadirse de él, a pesar de que su obra fue la primera de su género que fue admitida en el canon universitario. Desde entonces justificó una considerable cantidad de estudios, en Estados Unidos, Europa y la Argentina, incluyendo un libro de quien firma esta nota. Por su parte, Dick había asegurado alguna vez que si la ciencia ficción llegaba a caer en manos de los académicos, estaría perdida.

Su salud, tanto física como mental, siempre fue precaria. Era hipertenso y dependiente de las anfetaminas, que le otorgaban una monstruosa capacidad de trabajo. Un psiquiatra se las había recetado por primera vez en los años ‘50, cuando se creía que eran eficaces para las depresiones. Viviendo en el epicentro de la cultura hippie, fue inevitable que no dejara droga sin probar, aunque renegaba de sus experiencias, generalmente negativas. A lo largo de su vida sufrió ataques de pánico, estados depresivos y alucinaciones. Hizo dos rebuscados intentos de suicidio, de los cuales se arrepintió justo a tiempo para sobrevivir.

Sus alucinaciones más famosas fueron la visión de 1963, cuando vio a un dios celoso que lo espiaba desde el cielo, y la revelación de 1974, en la cual creyó haber sido elegido por una inteligencia artificial extraterrestre llamada “Valis” para recibir enseñanzas metafísicas. En los últimos meses de su vida buscó nuevos mesías: “Tagore”, un supuesto salvador nacido en la India, y “Maitreya”, cuya llegada anunciaba un dibujante inglés desde un lugar tan sospechoso como Hollywood.

Dick se identificaba con la izquierda y admiraba a Fidel, a Mao y al Che, pero también a Mussolini. Tenía a Nixon por algo así como su enemigo personal, y creyó ver una intervención divina en el caso Watergate. Estudió a C.G. Jung, el hermetismo y la gnosis: también fue uno de los introductores del I Ching en la cultura californiana y leyó cuanto pudo sobre psicología.

En 1971, su casa sufrió un misterioso atentado. Sus conocidas posturas políticas hicieron que todos buscaran la mano de los agentes de inteligencia, aunque el mismo Dick alentó las más variadas dudas sobre el hecho. En un momento llegó a admitir que él mismo había podido haberlo hecho todo.

En general escribía movido por la más imperiosa necesidad económica, alimentando colecciones de libros baratos y crudamente estandarizados como los populares ACE, que traían dos novelas cortas con dos tapas contrapuestas. Pero sólo un personaje como él sería capaz de introducir citas de Heráclito o Platón en las páginas de esa literatura de quiosco.

Sus novelas de ciencia ficción solían ser confusas y sus tramas se tornaban tan complejas que llegaban a ser insostenibles. Solía escribirlas forzando la marcha a fuerza de anfetaminas, café, Mozart o heavy metal. Sin embargo, aun en el momento en que amenazan con tornarse caóticos, sus textos siempre destellan con alguna idea original o una vuelta inédita.

Siguiendo este ritmo casi industrial de producción, agotó prematuramente sus fuerzas, pero produjo una obra descomunal: 36 novelas de ciencia ficción y 14 realistas; 6 antologías con más de 150 cuentos y tres libros de ensayo. A esto también hay que sumar el enorme manuscrito inédito de la “Exégesis”, mezcla de diario y ensayo, que escribió durante la última década de su vida.

Fama

Buena parte de la fama literaria de Dick se debe a que fue el primer escritor posmoderno en un género popular como la ciencia ficción, donde a nadie se le hubiese ocurrido buscar los temas del relativismo filosófico y las categorías del post-estructuralismo: la disolución del sujeto, la mezcla de géneros, la ausencia de los grandes relatos, la creciente confusión entre lo subjetivo y lo objetivo, entre el original y el simulacro. Los elogios de gente como Baudrillard le dieron carta de ciudadanía en el mundo de la Teoría francesa, y fue así como muchos se dignaron a leerlo.

No poco contribuyó a su fama el hecho de que se lo presentara como un escritor maldito, adicto a las drogas, contestatario y un poco loco: desde los tiempos del romanticismo estas cosas suelen garantizar la beatificación literaria. Pero fueron el auge de la virtualidad y la Internet los que vinieron a proyectarlo como un profeta. Los videojuegos, Matrix y las comunidades virtuales le deben mucho, aunque Dick nunca los hubiera recomendado.

En un importante libro sobre la ideología de las tecnologías digitales, la virtualidad y la Internet (Techgnosis, 1998), Erik Davis le asigna mucho más espacio que a Deleuze, Foucault y Débord juntos. Pocos parecen haberse dado cuenta aquí, porque la división del trabajo intelectual no lo permite.

Uno de los descubridores de Dick fue el polaco Stanislaw Lem, quien lo llamó “visionario” e involuntariamente contribuyó a su fama esotérica. Luego vinieron aquellos que lo compararon con Kafka. Ursula K. Le Guin, valiéndose de su prestigio, quiso asociarlo abusivamente con Borges, y no faltó el crítico que se acordó de Cortázar. Más acertado parece haber estado Ricardo Piglia, para quien la contundencia y aun la chapucería de Dick recuerdan a Roberto Arlt.

La realidad del mundo

Es difícil saber si fue su patología o una poderosa creatividad lo que lo llevó a Dick a transmitirnos esa sensación de irrealidad que impregna sus novelas, haciéndose eco de sentimientos a los cuales alguna vez todos sucumbimos. Quizás hayan sido ambas cosas, aunque está claro que no hay tantos autores que sean capaces, como en El grito de Munch, de transmutar un estado depresivo o una tendencia paranoica en símbolos que despiertan ecos en el lector.

Sus personajes solían sufrir accesos de “desrealización”. Veían disiparse los cuerpos y las formas, comenzaban a dudar de lo que veían o descubrían que estaban viviendo en una ilusión. Cuando la ilusión resultaba ser políticamente inducida, como ocurre en muchas situaciones dickianas, puede hacerse aun más inquietante y no ha dejado de serlo. La penúltima verdad (1964) todavía es capaz de inquietarnos, con su denuncia del poder que tienen los medios para deformar la historia.

Dick llegaba a dudar de que muchas personas que ejercen el poder o aun algunas de las que nos cruzamos por la calle fueran seres de carne y hueso en lugar de androides artificiales, y nos dejaba dudando. Veía al psicópata (una figura que abunda en el poder) como un “androide” incapaz de juicios morales y desprovisto de contemplaciones por los otros. Hasta llegó a sostenerlo con toda seriedad en una conferencia, cierta vez que estuvo a punto de matarse.

Mas ficcion que ciencia

A diferencia de esos escritores de ciencia ficción “dura” que exhiben sus doctorados en Física y no dejan de mencionar los proyectos de la NASA en que han participado, Dick era lo menos “científico” que pueda pedirse. De todos modos, hay que reconocer que era un verdadero maestro a la hora de crear palabras tan sugestivas como nebulosas. Cosas como el “efecto Rushmore”, las “glándulas Hynes”, las “radiaciones Hinkel”, la “fase Hobart” o la “terapia evolutiva” no tenían ningún sentido científico, pero resultaban tan irresistibles para un público avezado a la jerga de los divulgadores como aquel famoso “infundibulum cronosinclástico” de Kurt Vonnegut.

Y sin embargo, Dick debe haber sido el único que anticipó, en más de una novela, el calentamiento global del planeta, de profetizar la revolución sexual, los barrios cerrados, la exclusión social y los movimientos juveniles. En 1950, cuando escribió Lotería solar, imaginaba un mundo manejado por las corporaciones económicas y dominado por las supersticiones, donde el asesinato político era un recurso legítimo. Cuando escribía eso, todavía no existían las multinacionales y Kennedy ni siquiera era candidato.

Sus conocimientos eran precarios en materia de ciencias físicas, aunque por una necesidad casi pragmática se había formado una buena cultura psiquiátrica y farmacológica. En su momento tuvo un obsesivo interés por las teorías del “cerebro escindido” y la predominancia de un hemisferio cerebral sobre el otro.

Una de sus hazañas fue convertir la noción de entropía (un concepto de la termodinámica que venía fascinando a los escritores desde los tiempos de H.G. Wells) en una suerte de metafísica, que se adaptaba perfectamente a su visión del mundo material como caos y decadencia. Es la visión que lo hacía sentirse atraído por las doctrinas del gnosticismo pesimista.

Sin embargo, aun cuando las locuras de Dick han hecho correr tanta tinta, personalmente preferiría quedarme con el otro Dick, ese que solía aflorar aun en medio de sus desmesuradas divagaciones, con una envidiable sensatez.

Una de sus novelas más siniestras, Los tres estigmas de Palmer Eldritch, comienza a pesar de todo con una frase que es un verdadero manifiesto humanista: “Considerando que estamos hechos tan sólo de polvo, hay que admitir que no es demasiado para empezar: no hay que olvidarse de esto. Pero, aun teniendo en cuenta estas cosas, entiendo que con un origen tan pobre, no lo estamos haciendo demasiado mal...”.

Más cuerdo de lo que podría llegar a creerse, Dick escribió alguna vez que su personaje favorito era el señor Spock, aquel de Viaje a las estrellas. Admiraba su manera de tranquilizar al Capitán Kirk, cada vez que éste, visiblemente angustiado, exclamaba que el Enterprise estaba a punto de ser aniquilado. Entonces, el racionalista vulcano lo calmaba diciendo: “Calma, Capitán, es apenas un fusible quemado”.

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