NOTA DE TAPA
› Por Odo Marquard
Las siguientes advertencias: “¡Cuidado! ¡Camino privado! ¡El riesgo corre por su cuenta!” se relacionan de manera particular con una cuestión que caracterizamos con una afirmación y con una pregunta: la ciencia obliga, pero, ¿a qué? En la actualidad, el malestar en la ciencia es creciente. Es evidente que los resultados del desarrollo de la ciencia moderna impactan negativamente en el mundo de la vida del hombre, o, como se dice actualmente, en el medio ambiente. También existe la sospecha de que en la época moderna, en la que la conquista del conocimiento científico se logra por medio de un hacer, los científicos no dominan suficientemente sus pulsiones cognitivas, no han aprendido a sublimar suficientemente su apetito de saber.
Se considera que la norma fundamental de la moral científica no es ya el antiguo principio del obligarse a la verdad. Parecería que en la ciencia moderna, a la cláusula que prescribe la obligación de la verdad se hubiesen acoplado otras obligaciones –por ejemplo, cláusulas sociales– que amplían aquélla y, a la vez, la limitan. La formulación de estos deberes u obligaciones es un asunto de la ética o, por lo menos, también es su asunto. En la medida en que estos otros deberes no han sido aún expresamente formulados, se considera que la ética de las ciencias modernas está en falta.
El énfasis puesto en tales cambios implica el peligro de que lo nuevo que se quiere lograr y que, se supone, es mejor que lo viejo, no se alcance, y que se arruine lo viejo junto con lo bueno que había en él, es decir, “que se tire al niño junto con el agua sucia de la bañera”. Por eso, mi contribución se propone recordar –bajo las palabras clave “curiosidad” y “alivio del deber de infalibilidad”– el carácter de logro de la licencia de curiosidad propia de la ciencia moderna –el deseo de buscar el saber por el saber mismo–, y dirigir la atención de posibles cargas, como consecuencia de innovaciones de la ética científica, también en el sentido de un señalamiento, aunque humilde, del problema general de una ética de la reforma de la ética.
Comienzo recordando una tesis de Hans Blumenberg, que desarrolla sobre todo en su libro La legitimidad de la Modernidad. Para él, el impulso central de las ciencias modernas fue la positivización de la curiosidad, esto es, la rehabilitación de la pasión humana por conocer, condenada por el cristianismo.
La significación de este proceso –primero de proscripción y luego de rehabilitación de la curiosidad– puede hacerse inteligible en la primera línea de la Metafísica de Aristóteles: “todos los hombres buscan por naturaleza el saber”; son, pues, curiosos y por eso también cultivan las ciencias. Desear saber por saber no es algo comprensible de suyo. Sólo más tarde, en la filosofía cristiana del Medioevo, la ciencia puramente teórica fue motivo de sospecha. Según Burckhardt, fueron los griegos, a causa de su pesimismo, los inventores de la teoría junto con la tragedia. La ciencia teórica fue creada para olvidar los sufrimientos de esta vida mediante la visión fascinada del esplendor del cielo lejano y del cosmos, y la tragedia no para olvidar los infortunios de este mundo, sino para sublimarlos, pues el teatro les permitió a los hombres tomar distancia de ellos. La teoría es la felicidad de olvidar los males de este mundo mediante la contemplación del cosmos lejano.
El cristianismo se opuso a esta concepción: el hombre no puede liberarse del sufrimiento mediante técnicas de olvido o de toma de distancia. Hay un solo camino de liberación y éste es la salvación que trajo aquel Dios que, asumiendo él mismo los sufrimientos de este mundo corrompido por el pecado, canceló el mundo con su muerte. La acción de Dios es la aniquilación escatológica del mundo. La teoría no basta para esta liberación. Es preciso creer en la promesa de salvación de Dios, si es necesario –así lo sostiene, por ejemplo, el gnosticismo de Marción– a costa del apego al mundo existente y a sus demiurgos. La teoría, entonces, o bien es relevante para la salvación –y entonces exige del hombre los deberes de infalibilidad, y se pone al servicio de la fe–, o está prohibida para el cristiano. Para designar esta teoría proscrita comienza su carrera filosófica la palabra “curiosidad” –en latín “curiositas”, vocablo que no tiene en griego un equivalente exacto–, primero con Agustín, que la utiliza –con un sentido de discriminación– para describir una actitud no piadosa que, si lo fuese, debería referirse a lo más entrañable que existe, o sea, a Dios, pero que en cambio está volcada a las cosas exteriores.
La actitud teórica no es propiamente religiosa. El placer mundano de mirar que se aparta del servicio salvífico no es un apetito natural del hombre sino una consecuencia de la corrupción causada por el pecado. La ciencia teórica no va tras aquello que a los hombres propiamente interesa; porque los distrae de la salvación, es curiositas, curiosidad, pues el apetito de saber es sólo una concupiscentia: teológicamente es un pecado, y éticamente un vicio.
Por su parte, la ciencia moderna se opuso a considerar la curiosidad teórica como una mera perversión del apetito. La curiosidad es retirada del catálogo de los vicios, con lo que pasa a ser una virtud, nada menos que la fuerza impulsora del conocimiento científico. No es que la idea del progreso viniese ahora a ponerse en el centro del interés de los científicos: la positivización de la curiosidad ocurrió más bien en el seno de la teología y por razones teológicas. En la filosofía medieval se entrecruzan dos tendencias opuestas: por un lado, la tendencia antignóstica, conservadora del mundo, que ya en el Medioevo es una expresión de la Modernidad; y, por otro lado, la prohibición de la curiosidad, que prolonga la negación gnóstica del mundo mediante la negación del conocimiento del mundo. Con el nominalismo, en la Edad Media tardía, la gnosis se venga: se lo honra a Dios reconociéndole una libertad absoluta, a punto tal que la voluntad divina no queda comprometida por ningún universal, esto es, por modelos conforme a los cuales la inteligencia divina habría pensado el mundo antes de crearlo.
El Dios que es “potentia absoluta” es un Dios escondido (Deus absconditus), al que le corresponde, pues, un mundo escondido. Si hasta entonces no era lícito ser curioso, es decir, desear saber lo que el mundo es, ahora “no se puede” ser curioso. Para un hombre que no puede olvidar, ni reprimir su voluntad de saber heredada de los griegos, un mundo semejante es inhabitable. La curiosidad emigra desde el reino en que impera el Dios absoluto a un terreno que se fue estableciendo con la emigración misma: la Modernidad. Si al hombre religioso no le estaba permitida la pasión por el saber, él se entregará ahora a la curiosidad: fuera de la religión. Esta es la génesis de la ciencia moderna. En la Modernidad, que supera la segunda gnosis –la del nominalismo–, en la medida en que se libera de su discriminación por la religión, la curiosidad deja de ser una perversión para convertirse en una virtud. Su radio de acción se amplía, hasta que Kant –en este sentido, un antiAgustín– hace de la interioridad del hombre objeto de la curiosidad, realizando el proyecto de la filosofía trascendental. La curiosidad –institucionalizada como ciencia moderna– se disculpa de su irrelevancia en cuanto a la salvación religiosa mediante otra relevancia: mediada por la técnica, su utilidad para la autoconservación y la autoafirmación del hombre en el mundo.
Es paradigmático de la época moderna que la curiosidad muestre plenamente su rostro allí donde deja tras de sí las exigencias de justificación, demandadas por la sospecha de ser un pecado y un vicio. La curiosidad, que ahora no necesita justificación, no teme que se la considere insignificante, pues la Modernidad es la época de la liberación de las imposiciones religiosas de legitimación. La curiosidad científica moderna es sólo verdaderamente moderna allí donde es legítima sin previa observancia de los deberes de legitimación.
Debido a sobreexigencias teológicas, el europeo se vio obligado a emigrar a la Modernidad, a huir hacia adelante, hacia la curiosidad positivizada de la ciencia moderna. La cuestión de la salvación –que no admitía ser sostenida por argumentos que mostrasen la menor sombra de duda– se hizo insoportable y, por esa razón, fue excluida. A este proceso lo llamo “neutralización”, y tomo positivamente una expresión que en un tristemente célebre escrito tenía un contenido negativo: la Modernidad es “la época de las neutralizaciones”. La ciencia deviene neutral cuando, expresamente, neutraliza los puntos de vista de la teología. En tanto se investiga científicamente, nada se decide teológicamente (y viceversa). Por eso vale aquí la recomendación de Albericus Gentilis: “Silete theologi in munere alieno” (Haced silencio, teólogo, en cuestiones ajenas). Como “munus alienum” tenía este autor en mente sólo aquel derecho que facultó al Estado moderno –en vista de las guerras civiles confesionales– a instaurar la paz, poniendo entre paréntesis precisamente las parcialidades religiosas. Sin embargo, la advertencia toca también a las ciencias, que pueden florecer ahora bajo su protección. Despreocupadas de las cuestiones religiosas, pueden dedicarse exclusivamente a la investigación.
La curiosidad positiva, en tanto neutral con respecto a la temática religiosa, se concreta en dos campos del conocimiento: en el de las ciencias literarias (para las que el primer laboratorio es la biblioteca) y en el de las ciencias experimentales (para las que la primera biblioteca es el laboratorio).
Las ciencias experimentales o exactas adquirieron su forma moderna cuando la razón renunció a conocer la cosa absoluta –la cosa de Dios o “cosa en sí”– para aplicarse a la cosa experimentable, la única que es objeto para el hombre. En medio de las guerras de religión, Descartes buscó aquel fundamentum inconcussum, teológicamente neutral, porque ni siquiera el Dios de la potentia absoluta puede sacudirlo. Encontró ese fundamento inconmovible poniendo entre paréntesis todo lo que pudiera ser controvertido, o sea, lo susceptible de duda. Lo indubitable es el “cogito”: el sujeto de conocimiento de la ciencia exacta. Pero sólo con Kant se mostró que las ciencias exactas llegan a ser lo que realmente son allí donde la mente no se ve obligada a recurrir a Dios. Kant alcanzó esta visión fundamental bajo la presión de las antinomias, esas controversias que fueron una tardía y, por cierto, sólo teórica reprise de las guerras de religión.
Kant instauró una paz perpetua por medio de la “Crítica”, distinguiendo tajantemente las “cosas en sí” y los “fenómenos”, esto es, el mundo como Dios lo ve y el mundo como los hombres científicamente lo experimentan. El toque esencial de la distinción kantiana consiste en lo siguiente: porque el entendimiento humano no sólo es como el entendimiento divino pero con menos poder, sino que –en virtud de su propia finitud y de sus propias capacidades como sujeto– es absolutamente diferente de la mente divina, la experiencia científica ya no puede representar la visión divina de las cosas y, por lo tanto, esta visión no compromete al investigador experimental. El saber científico –porque se ocupa sólo de “fenómenos”– ya no está “medido” ni reglado por la inteligencia divina. La ciencia exacta de la naturaleza –éste es el decisivo resultado de la filosofía teórica de Kant– es “incapaz de herejía” y, precisamente por eso, está definitivamente liberada del peso de las consideraciones teológicas. Lo único que la ciencia necesita es perseverar en la curiosidad de saber, saber por amor del saber mismo. La ciencia exacta deviene ciencia curiosa por haberse desembarazado de lo Absoluto.
Como consecuencia de la liberación de las compulsiones religiosas a la responsabilidad y a la legitimación –que, inevitablemente, debían operar como frenos a la avidez de saber y como rémoras del pensamiento, en definitiva: como censura de la investigación–, en nombre de la buena causa y sin reservas la ciencia moderna pudo ser curiosa, es decir, obligarse a la verdad y sólo a la verdad. La cláusula de obligación a la verdad articula, por un lado, el motivo de la teoría, procedente de la antigua Grecia.
Por primera vez en Occidente, los pensadores griegos experimentaron la felicidad que inunda al hombre cuando advierte que colapsan las limitaciones del “ver”, del contemplar lo que es. El alma siente alivio cuando puede ahorrarse todo ese despliegue de autolimitación, dispensándose del esfuerzo de seguir siendo tonta. Por otro lado, por el hecho de no estar comprometida con ninguna determinada teoría de la verdad (teoría de la correspondencia, del consenso, de la consecuencia, de la redundancia, del descobijamiento, etc.), sólo defiende esa cláusula contra las exigencias de legitimación, a las que debía someterse la curiosidad en nombre de la buena causa, por ejemplo de la salvación. La atadura de las ciencias modernas a la verdad y sólo a la verdad es, ante todo, un principio de “no intromisión”. El motivo de la curiosidad ha de ser protegido de injerencias extrañas, pues este principio –el propósito de mis reflexiones hasta ahora es que no echemos esto en saco roto– no es comprensible de suyo, sino que es una conquista histórica y, como tal, puede ser arruinado por intromisiones.
La cláusula de la atadura incondicional a la verdad y la repulsa a toda intromisión de los que no entienden qué significa esto pueden ser descritas como rechazo del deber de infalibilidad. Quien ansía la salvación no puede cometer errores, que lo excluirían del círculo de los salvados, razón por la cual está obligado por el deber de infalibilidad. Niklas Luhmann ha señalado en repetidas oportunidades el hecho elemental de que en ciencia no es posible la verdad sin mezcla de error. Quien en ciencia prohíbe el error para que no resulte afectada la salvación, también impide la verdad. Sería verdaderamente apasionante investigar cuánto error debe procesarse en la historia de la ciencia para cuánta verdad. Quien quiere la verdad en la ciencia también ha de querer el error. Por lo tanto, aquí no caben los deberes de infalibilidad; por el contrario, lo que hay que hacer es minimizar las sanciones contra el error. La ciencia es –lo que instituciones de autoafirmación jamás pueden ser– la institución para errar sin que importen las consecuencias, y los científicos –en el moderno sentido de esta palabra– son personas cuya pasión es errar sin que importe lo que viene después. La atadura a la verdad es, ante todo, permiso para errar. La licencia para errar está amparada por la cláusula de atadura a la verdad.
Esto implica, por una parte: que la oposición científica “verdadero falso” es independiente de la oposición moral “bueno-malo” y, por otra parte, que del error no se esperan consecuencias, lo que supone que tampoco de la verdad se esperan consecuencias.
No es trágico que en ciencia nos desviemos de un resultado ya alcanzado porque, como ya hemos dicho, la ciencia es incapaz de herejía. El último proceso verdaderamente dramático de las ciencias curiosas modernas fue su desdramatización. Y repito una vez más: la desdramatización es una conquista histórica, algo, pues, no comprensible de suyo históricamente y como tal susceptible de ser arruinado. La neutralidad de la ciencia la vuelve insensible a la necesidad que tiene el hombre de irritarse, la que, básicamente, es una necesidad de indignación moral, o de condenación de la herejía. La ciencia neutral produce un déficit de irritación.
Es en cierto modo inevitable que en el mundo moderno, junto con la ciencia neutral –y para compensarla–, la necesidad de irritación se procure una vía de escape: un órgano para la indignación moral, que es ante todo un órgano para indignarse de que la ciencia neutral, como consecuencia de su neutralidad, no sea ya un órgano para indignarse moralmente. Aquí ocurre algo semejante a la creciente disposición para la angustia como compensación de la disminución de las oportunidades de auténtico temor presentes en la sociedad contemporánea. A los fines de una compensación, la neutralización de la ciencia con respecto a las herejías religiosas genera una disposición para herejizaciones totales, es decir, para la acusación permanente y la condena permanente de todo y de todos. Se trata de la hipermoralización compensatoria de la realidad preparada por aquella acusación de los hombres dirigida a Dios –de la que se ocupó la teodicea de Leibniz, de 1710–, luego secularizada y radicalizada por la acusación de los hombres dirigida a sus semejantes –que movilizó la filosofía revolucionaria de la historia, desde 1750–, y que fue realizada ejemplarmente por la manía justiciera de la Revolución Francesa y de las revoluciones posteriores. Surge una filosofía que –porque trabaja en contra de lo que distinguió a la Modernidad (a saber, la desactivación de las compulsiones de legitimación) puede llamarse antiModernidad– cae presa otra vez de esas compulsiones, “tribunalizando” la realidad de la vida humana, o sea, colgando en cada rincón del mundo el cartelito: ¡Prohibido investigar! Pienso ahora en el enorme éxito que han tenido las filosofías de Fichte y de Marx: ellas conducen a la realidad toda al Tribunal, en la medida en que toda diferencia –desde las diferencias de estatus económico hasta la oposición verdadero-falso– es oportuna para la declaración de herejía: se decide entre el Bien y el Mal, la Salvación y la Condenación. Cuando se toma en serio la manía justiciera hay una sola forma de zafar del Tribunal: siendo uno mismo el Tribunal. Hay una huida del “tener conciencia” al “ser la conciencia”: uno mismo es el futuro, y todo lo demás, el pasado. Esta es la ley del progreso de la vanguardia revolucionaria.
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