NOTA DE TAPA
› Por Pablo Capanna
Para llevar tranquilidad a todos aquellos que se preocupan por el futuro laboral de sus hijos y nietos, el New York Times nos informa que aún falta por lo menos un cuarto de siglo para que las computadoras sean, no más inteligentes quizá, pero sí más potentes que el cerebro humano.
Pero todavía hay trabajo. Ocurre que por el momento los todopoderosos “buscadores” electrónicos tienen cierta torpeza, como suelen comprobar los clientes de algunas librerías virtuales, y acaban por recomendar libros irrelevantes. A Jeff Bezos, el líder de Amazon.com, no se le ha ocurrido nada mejor que recurrir a sus propios clientes para que, por unos centavos, colaboren con el buscador automático en la clasificación de títulos y temas. Las habilidades de un viejo librero, esas de que carecen los simpáticos vendedores que sólo son capaces de recomendar los libros más vendidos, todavía resultan útiles, al menos por ahora.
Bezos no encontró nada mejor que llamar a su servicio online “The Mechanical Turk” (el turco mecánico), haciendo eso que acostumbran llamar “un guiño”. ¿Quién es el turco de marras? Obviamente, no es aquel que primero se les ocurre a los lectores argentinos, porque éste por lo menos crea empleosbasura, y el otro era eficacísimo a la hora de destruir fuentes de trabajo.
El Turco en cuestión es un robot trucho que entre fines del siglo XVIII y comienzos del XIX dio mucho que hablar. Quedó en el misterio, ya que nunca se pudo establecer dónde estaba el fraude.
En 1997, Gary Kasparov perdió una histórica partida de ajedrez con la computadora Deep Blue. Vencido por IBM, Kasparov pasó luego a ser uno de los líderes de la oposición a ese otro robot programado por la KGB, que es conocido como Vladimir Putin. Dos siglos antes, en Viena, un supuesto autómata que había construido Wolfgang Kempelen (un funcionario aficionado a la mecánica) para entretener a la archiduquesa María Teresa había derrotado a varios maestros de su tiempo. Se lo conocía simplemente como “el Turco” y había iniciado su carrera ganándole al gran duque Pablo de Rusia. Más tarde, en Potsdam le ganó al emperador Federico el Grande y en Berlín derrotó a Napoleón. No sólo eso: viajó a Estados Unidos, donde aprendió a jugar al whist, ganó muchas partidas y hasta protagonizó un cuento de Edgar Allan Poe.
El autómata era una gran caja coronada por el torso de un muñeco ataviado al estilo turco, que movía los brazos y las manos. Levantaba las piezas, las movía en el tablero y sacudía la cabeza dos o tres veces según pusiera en jaque a la reina o al rey. Cuando su contrincante cometía más de tres errores, barría el tablero con la mano y daba por terminada la partida. Von Kempelen le mostraba a cualquiera el interior de la caja, donde apenas se podían ver complejos mecanismos de relojería. El emperador Federico el Grande, que había perdido tres veces ante el Turco, convenció al inventor para que, a cambio de una importante suma, le revelara el secreto del autómata. Nunca se lo contó a nadie, pero se dice que quedó bastante decepcionado.
El muñeco pasó de mano en mano hasta perderse en alguna chatarrería. Tourney, uno de los grandes ajedrecistas de ese tiempo, llegó a la conclusión de que el muñeco podía haber ocultado a un conocido maestro de nombre Mouret. O bien algo más ingenioso: el mismo von Kempelen habría movido las piezas mediante un dispositivo magnético.
De todos modos, el Turco no era más que un brillante fraude. Casi como el otro.
Los antropólogos han observado que la misma actividad que en una época se considera “trabajo”, en la siguiente pasa a ser “ocio”. Los pueblos cazadores cazan por necesidad, “trabajan” para procurarse comida. Pero en cuanto se convierten en agricultores, el trabajo se concentra en la tierra y la caza se vuelve una actividad recreativa. En la etapa industrial, el trabajo se efectúa en las fábricas, pero tanto los burgueses como los obreros aspiran a cultivar su jardín.
Inversamente, podría decirse que el ocio de una era se convierte en “trabajo” o tecnología para la otra. El entretenimiento, privilegio de nobles y burgueses, se convierte en industria en la sociedad de masas. La electricidad, que aparece en el siglo XVII como espectáculo en los salones elegantes, un siglo más tarde pone en marcha la segunda revolución industrial. Los autómatas, creaciones artesanales para entretener el ocio de los poderosos, se transforman en robots industriales en apenas dos siglos.
De hecho, los primeros dispositivos mecánicos, que en ciertos casos recurrían a la fuerza motriz del vapor y se regulaban sin intervención de la mano del hombre, nacieron en el mundo alejandrino a comienzos de la era cristiana, de la mano de figuras como Herón o Ctesibio. Herón ha sido llamado el Edison de la Antigüedad, pero con una importante diferencia: Edison fue el eje de una revolución industrial, mientras que en el mundo helenístico-romano, donde los esclavos eran más baratos que cualquier máquina, nadie se preocupó por ponerlos a trabajar.
Herón, que se hacía llamar “mecánico”, diseñó algunos ingeniosos dispositivos como la eolípila, una turbina que giraba impulsada por el vapor, y un complejo mecanismo, también a vapor, que abría las puertas del templo para asombro del pueblo. Encontró interesantes aplicaciones al principio de los vasos comunicantes, como esa “fuente inagotable” que aún sobrevive en ese flotante que regula el tanque de nuestros inodoros, o ese dispensador de agua para las purificaciones rituales del templo que hacía “fluir el agua sólo cuando se deposita una moneda”, como explícitamente escribía al presentarlo.
Una explicación superficial atribuye estos inventos a la casta sacerdotal, que los usaba para engañar al pueblo ignorante, pero se queda corta. De hecho, a los egipcios de entonces les encantaban los efectos especiales como los que hacían “hablar” a sus estatuas, aunque supieran que eran ingeniosos mecanismos. De hecho, fue en la cultura alejandrina donde nacieron la mayoría de los efectos especiales del teatro. Uno de sus maestros fue precisamente Herón, que añadía realismo a las tragedias y comedias produciendo llamas, truenos y olas muy verosímiles. Hasta ese deus ex machina (el dios desde la máquina) que hacía bajar del cielo a Venus o Mercurio cuando el dramaturgo no sabía cómo resolver el conflicto y les pasaba la pelota a los dioses.
El siglo XVIII presenció el mayor auge de los autómatas. Fue entonces cuando se llevaron al límite las posibilidades de la mecánica, que sólo serían superadas cuando la electrónica irrumpiera en el campo de juego. No en vano eran los tiempos del triunfo de Newton, de la filosofía mecanicista de Descartes y del Hombre Máquina del médico La Mettrie.
Tenemos noticias de una considerable cantidad de autómatas mecánicos que aún hoy logran asombrarnos. No todos han podido conservarse, pero la mayor colección de ellos está en el Museo Nacional de Mónaco.
Uno de los más famosos diseñadores de autómatas fue el relojero suizo Pierre Jacquet Droz (1721-1790), a quien se le atribuyen las primeras cajitas de música y un reloj que daba las horas tocando una flauta. Sus mejores creaciones, y las de sus discípulos, están en el Museo de Neuchâtel.
Droz hizo uno de los primeros robots que empuñaba una pluma y escribía algunas frases, seguramente con mejor letra que cualquiera de nosotros, que dependemos de un teclado.
Más avanzada era “la Maravillosa Máquina Autoescribiente”, de la cual hizo tres modelos distintos Friedrich Knaus, un mecánico que, como Von Kempelen, revistaba en el personal de la Corte de María Teresa. La Máquina manejaba con soltura la pluma y era capaz de escribir tres líneas en letra gótica y tres en cursiva.
Quien se encargó de perfeccionarla fue el hijo de Droz, Henri Louis (17521791). Su autómata no sólo escribía, también era capaz de dibujar algunas figuras simples. Su mayor triunfo, sin embargo, fue una pianista robot que ejecutaba una pieza siguiendo la partitura con la mirada y era capaz de levantarse y saludar al público, agradeciendo los aplausos. Pero él también fue superado por un discípulo del viejo Droz, que llegó a hacer otra concertista capaz de ejecutar nada menos que dieciocho cuplés siguiendo el programa escrito en rollos similares a los de una pianola. Posiblemente, estas pianolas fueron las precursoras de los telares de Jacquard que revolucionaron la industria. El recordado Kurt Vonnegut tituló precisamente La pianola a su aterradora profecía de la automatización.
Sin duda, quien alcanzó las más altas cumbres en la creación de autómatas, probablemente insuperables si consideramos los materiales y las herramientas de la época, fue Jacques de Vaucanson (1709-1782). Era un fraile Mínimo, perteneciente a la misma orden que el matemático Marin Mersenne.
Algunas de sus máquinas-herramientas figuran en la Enciclopedia. Sir David Brewster, el hombre que le puso nombre a la profesión del científico, describió al pato autómata de Vaucanson como “la pieza mecánica más maravillosa que jamás se haya hecho”. Voltaire tampoco se quedó corto, y no dudó en comparar a su autor con Prometeo.
Como suele ocurrir, el talento de Vaucanson asomó desde la infancia; siendo niño, había construido un reloj de madera, a falta de otros materiales, y también un altar con unos ángeles que movían las alas. Sus mayores creaciones, que se guardan en el Museo de Grenoble, fueron el Flautista, el Tamborilero y el Pato. Los dos primeros fueron destruidos durante la Revolución Francesa, y sólo se conservan copias del último.
El Flautista, que Vaucanson presentó a la Academia de Ciencias, tocaba varias melodías y movía los labios al hacerlo. El Soldado tocaba el tambor. El Pato, del tamaño de un pato justamente, constaba de más de 400 piezas; además de mover las alas, graznaba, tragaba los granos que le daban, los disolvía con ácido y hasta eliminaba los excrementos por el lugar que corresponde.
Para una tragedia de Marmontel, Vaucanson hizo una serpiente mecánica que se abalanzaba sobre Cleopatra lanzando espantosos chillidos. Un crítico dijo que ésa había sido la mejor opinión sobre la obra, que no era demasiado brillante.
Sin embargo, Vaucanson se cansó de sus autómatas y los vendió a un coleccionista alemán, quien se los mostró a Goethe. Su sueño era construir un autómata humanoide que tuviera todas las funciones fisiológicas, para ser usado en la enseñanza.
Pronto su ingenio llamó la atención de aquellos que andaban en busca de aplicaciones prácticas. El cardenal Fleury, primer ministro de Luis XV, lo nombró inspector de las Manufacturas de Seda y le encargó desarrollar algún mecanismo que permitiera automatizar los telares, para reducir costos. Cuando los obreros supieron cuál era su misión, intuyeron la revolución industrial que se les venía encima y lo corrieron a pedradas. Vaucanson quiso vengarse de ellos y fabricó un burro autómata (hoy en el Louvre) que era capaz de mover un telar prescindiendo de ellos. Pero eso era precisamente lo que temían los obreros. Los patrones, por su parte, amenazaron de muerte a Vaucanson por haber diseñado un asiento que aliviaba la tarea del tejedor.
De hecho, Vaucanson había creado en 1745 el primer telar automático, el antecedente más directo de aquel que Jacquard realizaría en 1801, programable mediante tarjetas perforadas.
Los nombres que seguirían en la serie (Hargreaves, Crompton, Cartwright) ya no resonarían en los salones sino en las fábricas. Ya no diseñarían sofisticadas cajitas de música ni juguetes ingeniosos sino máquinas de hilar o de tejer. Del ocio aristocrático, casi sin transición habíamos pasado al negocio burgués.
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