LA LOCURA EN FORMA DE IPHONE Y EL CULTO A LA NOVEDAD
› Por Federico Kukso
Se dice con una carga solemne de seguridad que el mundo dejó de ser bipolar en 1989 con la caída del Muro de Berlín y la desintegración de la Unión Soviética. Puede que en la arena política eso sea cierto, que el mundo ahora es uno y globalizado (con zonas conflictivas, calientes y opositoras como China y Medio Oriente) pero todo internauta más o menos despierto y con varios millones de clicks encima sabe que el planeta en realidad sigue partido al medio y disputado por dos superpotencias: Microsoft y Apple, cada imperio con sus respectivos caudillos, Bill Gates y Steve Jobs. Antes compañeros y amigos, ahora enemigos tácitos, ambos gurúes tecnológicos no sólo venden millones de productos al año; con las décadas –voluntaria o involuntariamente– vieron crecer alrededor de ellos y su marca tribus de consumidores y fanáticos enardecidos que compran sin mucha resistencia sus promesas y aplauden cada salida en público con la misma ceguera automática que empuja a una secta o a un culto.
Bill Gates podrá haberse recibido como uno de los hombres más ricos del mundo, pero fue Steve Jobs quien se licenció como el pastor evangelista tecnológico Nº1. Decir “palabra de Steve Jobs” es como decir eclesiásticamente y al unísono “palabra de Dios”. A sus conferencias y presentaciones en convenciones asisten cientos de miles de seguidores cuyo poder de crítica se derrite ante su mera presencia. Es entendible: en esta etapa de la historia, la tecnología y sus chiches –que terminan conformando un mini-altar hogareño– ya no son requeridos por su veta útil. Ni hablar de sus fabricantes, que terminan siendo vistos no tanto como los artífices sino que son recibidos como falsos dioses. Ahora, los artefactos son venerados como ilusiones que se muestran como la llave de entrada a un mundo de mayor felicidad, confort, control y comunicación, o lo que pretenden representar estos atributos: mayor libertad.
Sin embargo, a veces lo más interesante no está en los productos mismos –como quieren hacer creer los suplementos informáticos y de high tech– sino en los movimientos, esperanzas, fenómenos que generan. Se dieron en el pasado y se dan en este preciso momento, como ocurre con el recientemente estrenado iPhone de Apple. Locura, fanatismo, exageración, negocio, esta flamante combinación de teléfono-reproductor de mp3-agenda para navegar en la red despertó una ola extática, un frenesí tecnofílico, raras veces advertido y únicamente comparable con el descontrol y ansiedad producidos cada vez que sale (en Japón, sobre todo) alguna nueva consola de videojuegos como la Playstation o la Xbox. “El teléfono celular más esperado en la historia de la humanidad”, se leyó en blogs y diarios desde su anuncio de salida, el 9 de enero pasado, incrementando la ansiedad ante su bienvenida.
“Es un sueño de un año hecho realidad. Es el mejor día de mi vida. Es Navidad, cumpleaños y Año Nuevo en un mismo día”, expresó el noruego Kristian Gundersen, la primera persona en adquirir por casi 500 dólares un iPhone en Nueva York, el 29 de junio. Su exultante felicidad se repitió casi en las cientos de miles de personas que hicieron que en tres días este aparatito haya superado las 500 mil unidades vendidas (un 10% de los consumidores lo devolvió por no estar satisfechos con el producto).
Sin negar que es un producto atractivo (y elitista, por cierto), en realidad no tiene nada de revolucionario (sus competidores lo tildan de “vieja tecnología en nuevo envoltorio”). De hecho, es el summum de la convergencia tecnológica. Lo que más llama la atención es el énfasis en la interfaz táctil (multitouch-screen, sin teclas ni botoncitos), que sólo por eso vale la pena comprarlo.
Como todo producto de Apple, el iPhone es la expresión máxima del triunfo de la forma sobre la función (el estilo sobre la sustancia), que apela al buen gusto del usuario (tal vez por eso se entienda tanta devoción por estos productos entre los diseñadores gráficos) elevando una respuesta emocional.
Las expectativas son enormes y muchos temen que tal vez se estrellen contra una realidad no tan mágica. Es más: ante una ola bautizada como “fatiga iPhone”, se presume que terminará como un malaware (aquellos aparatos o software que debutaron mesiánicamente como los salvadores o forjadores de un nuevo mundo). El humor es la mejor vía para leer estos fenómenos. Y las sátiras se hicieron un festín con todo esto: programas clásicos en la TV estadounidense como Saturday Night Live y MadTV brillaron con sus burlas inteligentes orientadas a la figura de Jobs y a la multifuncionalidad del “iTeléfono” (se puede disfrutar de ellas en YouTube.com).
En un momento en el que se baja música más para tenerla que para escucharla, en que la sociabilidad depende de haber descargado y visto antes que nadie tal capítulo de series magistrales como Lost, Medium y Roma, el iPhone y las significaciones imaginarias que lo orbitan resucitan las ideas que en 1999 la canadiense Naomi Klein plasmó en la siempre actual biblia del no consumo, No logo. Allí la periodista resalta el “terreno volátil, mutable y sujeto al subibaja de la opinión pública” en el que hacen pie las marcas. No sea que el iPhone no haga pie y termine tocando fondo.
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