EXOBIOLOGIA: COMO ES EL “HIDROBOT”, LA MAQUINA QUE SE ZAMBULLIRA EN EL OCEANO DE LA LUNA DE JUPITER
› Por Mariano Ribas
Navegar las aguas de un enorme y profundo océano extraterrestre. La idea resulta tan impresionante como tentadora. Y la verdad es que no habría que ir demasiado lejos de la Tierra: desde hace casi treinta años, los astrónomos planetarios sospechan que Europa –una de las cuatro grandes lunas de Júpiter– escondería un mar global de agua líquida, escondido debajo de su gruesa corteza helada. Y junto con toda esa agua, habría sales, e incluso, abundante materia orgánica. ¿Chances para la vida? Es difícil saberlo, pero muchos exobiólogos apuestan algunas fichas biológicas al gélido –por fuera– satélite joviano. No es raro, entonces, que más allá de las exploraciones realizadas por las legendarias sondas Voyager I y II (en 1979), y mucho más en detalle por la Galileo (a fines de los ‘90), Europa siga siendo uno de los blancos de exploración científica más tentadores de todo el Sistema Solar. De hecho, ya se está hablando de una nave que, hacia 2010, se instalaría en órbita. Pero hay un desafío mucho mayor: penetrar la corteza de hielo de Europa, y llegar hasta su océano oculto. A pesar de que falta mucho, la idea va tomando color. Y ya existe un prototipo del submarino que podría realizar aquel alucinante viaje de revelación.
Europa es una luna fuera de serie. Por empezar, es bastante grande: mide 3200 kilómetros, lo que la ubica en un destacadísimo sexto lugar entre los 170 satélites conocidos que acompañan a los planetas del Sistema Solar. Tarda 3 días y medio en completar una vuelta a Júpiter, girando a una distancia de unos 700 mil kilómetros del planeta. Además, tiene una delgadísima atmósfera. Pero, sin dudas, su rasgo más notable a la vista es la blanca coraza de hielo. Una corteza de agua congelada atravesada por fisuras de cientos de kilómetros de largo, enormes cicatrices que forman una intrincada red. Y también, con terrenos superpuestos y de distintas alturas. Pero casi nada de cráteres: es que, a todas luces, la superficie de Europa parece ser joven y muy dinámica. Muestra signos de renovación permanente. Y es justamente ese proceso de renovación geológica el que ha ido “borrando” o rellenando a sus cráteres (provocados por antiquísimos impactos de cometas y asteroides). Y aquí está el quid de la cuestión: esa renovación se produce, fundamentalmente, por medio de los mismos materiales que forman la corteza de Europa, y que afloran de su interior. En otras palabras: es una superficie de hielo de agua que se renueva una y otra vez con más hielo de agua. Agua que brota hacia fuera, líquida, y que luego se congela. Por todo esto, los científicos están casi convencidos de que debajo de esa corteza (de decenas de kilómetros de espesor) existe un enorme manto de hielo semifundido. Y más abajo, un gigantesco océano de agua líquida.
Por fuera, y tal como lo midieron las Voyager y la Galileo, Europa es muy fría: allí, cinco veces más lejos del Sol que la Tierra, la temperatura es de 180 grados bajo cero. Pero por dentro, las cosas son muy distintas: Europa tiene un corazón caliente. En cada vuelta, Júpiter la somete a un impresionante tironeo gravitacional que la estira y la contrae, de un lado y del otro, una y otra vez. Un “tire y afloje” al que se le suman las interacciones con sus grandes hermanos: Io, Calisto y Ganímedes, los otros tres grandes satélites jovianos. Como resultado, el núcleo de Europa es un pequeño infierno. Y ese calor puede derretir sin problemas las capas de hielo más profundas, dando lugar al vasto océano de agua líquida, que según algunas estimaciones, tendría cientos de kilómetros de profundidad. Y que en sus partes más cercanas al núcleo, sería tibio. Pero hay más.
Las naves Voyager y Galileo descubrieron –mediante cámaras y espectrómetros– que las grietas que recorren toda la corteza de Europa están “sucias” con un material rojizo-amarronado. Material que parece brotar, desde el interior, mezclado con el agua. Una suciedad que no es otra cosa que compuestos de hierro y de azufre, sales (como sulfato de magnesio), e inclusive, rastros de materia orgánica (compuestos de carbono). Agua líquida y materiales “biogénicos”: Europa tendría los materiales crudos para la vida. Sí, es cierto, el océano tibio y salado de Europa está siempre cubierto por su pesada corteza de hielo. Y la luz del Sol no podría llegar hasta esas ocultas aguas extraterrestres. Entonces: ¿podría la vida abrirse camino en un escenario semejante? Puede ser, al menos, a la luz de lo que ocurre en la Tierra. Aquí existen microorganismos capaces de soportar condiciones extremas (llamados, justamente, “extremófilos”). Diminutas criaturas que viven debajo de los glaciares, en finas capas de agua que separan la roca del hielo. O en las masas de nieve cercanas al Polo Sur, soportando temperaturas de hasta 80 grados bajo cero. Sea como fuere, la única manera de saberlo es viajar hasta Europa, y darse una zambullida en sus aguas.
Pero no es tan fácil. El primer paso es confirmar absolutamente la existencia del océano de Europa (cosa de la que muy pocos dudan), analizar su perfil geológico más en detalle, y detectar zonas de la superficie que hayan pasado por episodios recientes de afloramiento de agua. Y también, medir el espesor de la corteza de hielo. De todo eso se ocupará una nave que la NASA planea lanzar en los próximos años: el Europa Orbiter. Luego, hacia 2020, vendría una misión más compleja, que intentaría descender en Europa, estudiar la superficie, e incluso perforar y analizar parte de sus hielos. Y luego, sí, lo más difícil e importante: el submarino. Un proyecto que en los pasillos del Jet Propulsion Laboratory de la NASA se conoce informalmente como “Hidrobot”. Y que sería la primera embarcación de la historia humana que navegaría en aguas extraterrestres. Sin embargo, hasta hace muy poco, el submarino a Europa sólo era un alucinante sueño de exploración. Pero ahora, un científico británico le ha dado un empujoncito más que interesante hacia el terreno de la realidad.
Hace poco, el ingeniero mecánico Carl T. F. Ross (Universidad de Portsmouth, Inglaterra) publicó un paper en la revista británica Journal of Aerospace Engeneering. Y su título es por demás sugerente: “Conceptual Design of a Submarine to Explore Europa’s Oceans”. Ross, toda una autoridad mundial en materia de submarinos, hace 40 años que se ocupa de diseñar y mejorar modelos de estos navíos sumergibles. Y en este caso, apuntó, literalmente, a un modelo de otro mundo. O para otro mundo. Se trata de un robusto cilindro de tres metros de largo por uno de diámetro, con una estructura superresistente (basada en una matriz metálica o de cerámica). Y se entiende: antes que nada, un submarino que pretenda navegar en aguas de Europa tiene que estar preparado para soportar presiones extraordinarias: los científicos estiman que el océano de la fabulosa luna de Júpiter puede tener 100 kilómetros de profundidad. Diez veces más que cualquier océano de la Tierra.
En el mismo paper, Ross también se ocupa del resto de los detalles de su cilíndrica criatura: eventuales mecanismos de propulsión y fuentes de energía (un pequeño reactor nuclear), sistemas de comunicación y hasta del instrumental científico. Y también, deja lugar para eventuales mejoras tecnológicas que pudieran aparecer en el futuro. Sin embargo, él mismo reconoce que no será nada fácil hacer que el submarino llegue hasta las aguas de Europa. Para eso, habría que perforar de algún modo los 10 o 20 kilómetros de hielo de la corteza externa del satélite. Y al igual que muchos otros científicos, Ross sabe muy bien que el submarino no será posible antes de 2030. De todos modos, su modelo es un gran paso adelante.
Es más, su paper ha sido muy bien recibido por expertos de todas partes, incluyendo al famosísimo astrónomo británico Sir Patrick Moore. Alguna vez, dentro de 20 o 30 años, Europa nos entregará los secretos de su tesoro mejor escondido. Y sea cual fuere el submarino que finalmente navegue sus aguas tibias, saladas y orgánicas, alguien recordará estos tímidos y soñadores primeros pasos.
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