A 75 AÑOS DE LA PUBLICACION DE “UN MUNDO FELIZ”, DE ALDOUS HUXLEY
› Por Federico Kukso
Los traductores, aquellos autores invisibles la mayoría de las veces ignorados, a veces encuentran la manera de vengarse y de hacer notar su presencia. Se advierte con claridad en el rubro películas con títulos imposibles y bien distantes del original. En literatura, desde ya, pasa lo mismo y aunque el lector se atreva a esbozar una crítica, su sinsabor suele esfumarse en la oralidad. Porque si no, ¿cómo se entiende, por ejemplo, que a Terms of endearment del magnífico Larry McMurtry le hayan puesto La fuerza del cariño o que El guardián entre el centeno y El cazador oculto en realidad no sean dos sino un mismo libro, The catcher in the rye de J. D. Salinger, con traducciones –la españolísima (pasable) y la castellana (más neutra y recomendable)– dispares que determinan en sí mismas la lectura? Otros, en cambio, resignados ante este travestismo titular optan por ir más lejos y se preguntan qué hubiera ocurrido si estos cambios no se hubieran realizado.
Porque la pregunta no se esconde: ¿algo hubiera cambiado si al traductor de turno frente al título –galante– de Brave New World de Aldous Huxley se le hubiera ocurrido llamarlo de manera distinta a Un mundo feliz? Por supuesto, nadie lo sabe y la historia (del pensamiento, de la literatura, la historia a secas) no es un buen campo de experimentación. Tampoco es para echarles la culpa a los traductores: los idiomas, comarcas dinámicas de palabras, no son 100 por ciento equiparables (además está el hecho de que las palabras “Un mundo feliz” proceden a su vez de una traducción de un pasaje del Acto V de La tempestad de Shakespeare).
Pero en el caso de Un mundo feliz este desfasaje es más palpable. Al fin y al cabo, la obra tecnofóbica (una distopía) del nieto del biólogo Thomas Huxley (uno de los más acérrimos defensores del darwinismo), es junto a 1984 de George Orwell, uno de los faros que guían los miedos provocados por la tecnología y sus promesas. En sus 75 años de recorrido –que se cumplen por estas fechas– de biblioteca en biblioteca, además de elevarse a la categoría de clásico –aquella a la que todo autor quiere algún día llegar–, vino a ocupar en el siglo XX el lugar que bien llenó en el XIX Frankenstein de Mary Shelly. Si el moderno Prometeo de alguna manera condensa los miedos de una sociedad provocados por la electricidad y por el salto cualitativo que da el ser humano de creado a creador –con toda la carga de soberbia que esta metamorfosis acarrea–, el “valiente nuevo mundo” es el oasis de la ingeniería genética, la tecnología reproductiva y sus monstruos.
Y sorprendentemente todo esto tuvo su epicentro en 1932. Huxley, en realidad, comenzó una línea que se extiende a Orwell y llega a Bradbury con libros como Fahrenheit 451. En conjunto forman los tres picos más altos y reconocibles de la tecnofobia. En este aspecto Un mundo feliz es la contestación que Huxley encuentra a Men Like Gods de H. G. Wells (en su etapa más positivista y confiado en el progreso de la humanidad de la mano de la ciencia y la tecnología).
Es curioso que la segunda mitad del siglo XX haya estado signada por dos libros visionarios que se escribieron en sus primeros cincuenta años (1984 de Orwell es de 1949). Muestra que los miedos ante un entramado de tecnologías se cocinan en la misma olla en la que reposan sus sueños y promesas.
En Un mundo feliz, el totalitarismo se ejerce no a través de la violencia sino por medio de drogas de gratificación instantánea (el famoso alucinógeno “soma”, central en una sociedad ultrahedonista) y la procreación de cuño fordista cuyos resultados no terminan con bebés a la carta (o sea, genéticamente modificados a partir de un ideal de belleza: rubios, de ojos celestes, de proporciones armónicas, etc.), sino en la destrucción de la igualdad de la sociedad y la extinción de la familia, el arte, la literatura, la cultura y la religión.
En una reciente nota publicada en el diario inglés The Guardian, la escritora canadiense Margaret Atwood mirando el actual panorama técnico da por terminada la contienda y dictamina como ganadoras las predicciones de Un mundo feliz (o lo que llama “un futuro soft”) sobre las de 1984 (“un futuro hard”): “A lo largo de la Guerra Fría parecía que 1984 iba tomando ventaja. Pero cuando cayó el Muro de Berlín en 1989 se proclamó el fin de la historia y varias drogas similares a soma rondaban por la sociedad. Es cierto que la promiscuidad se vio aplacada con el sida, pero la imagen dominante era la anticipada por Huxley: Brave new world estaba ganando la carrera”.
Aunque la novela está situada en la ciudad de Londres de 2540, al leerla es imposible no mirar al presente. Los discursos de las tecnologías de reproducción con los años se hacen más persistentes. Niños de probeta, fertilización in vitro, fecundación asistida no son más neologismos ni giros lingüísticos inventados por escritores trasnochados. Son ahora realidades, palabras que discurren en conversaciones de pasillo, en ascensores y en reuniones de cumpleaños. Los futurólogos profetizan la separación en próximas décadas entre los “genéticamente ricos” y los “genéticamente pobres” (los alphas y epsilons de Huxley). Y las historias de abuelas-madres se multiplican.
No se puede rastrear completamente hasta dónde ha influido la obra de Huxley. El director George Lucas la homenajea (y se basa en ella, como en Metrópolis y en 1984) en su primera película, THX 1138 de 1971.
Fiel a una de las principales máximas de la ciencia ficción, Huxley sabía que cuanto más lejos ubicaba a sus personajes, a sus historias y a sus dilemas (“en el año Ford de 632”), más se acercaba a su sociedad actual para criticarla. El 18 de mayo de 1931 Huxley anticipaba justamente su novela de anticipación a la Señora Kethevan Roberts en una carta. Allí le confesaba: “Estoy escribiendo una novela sobre el futuro; sobre el espanto de la utopía wellesiana y una rebelión contra ella. Es muy difícil. Apenas si poseo la imaginación necesaria para tratar semejante tema”. Se había topado con sus propios prejuicios, frenos y limitaciones impuestos por la técnica.
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