LOS HERMANOS ROSACRUCES Y EL PADRE DE LA MODERNIDAD
Corría el año
1620 así solían empezar las novelas históricas
y media Europa estaba por precipitarse en una guerra de religión que
se prolongaría durante tres décadas. Dos años antes, los
rebeldes de Bohemia habían defenestrado (literalmente: los habían
tirado por la ventana) a los emisarios imperiales, para derrocar al rey católico
Fernando y poner en su lugar al protestante Federico.
Pero, apenas unos meses después, Fernando había sido coronado
emperador en Frankfurt. Uno de sus primeros actos de gobierno fue desatar una
durísima represalia contra los bohemios, con lo cual comenzó así
una interminable masacre. Como suele ocurrir, al poco tiempo todos habían
olvidado los motivos teológicos por los que decían
luchar y sacaban a luz las ambiciones de siempre, y la guerra se hacía
interminable.
Derrotados en la batalla de la Montaña Blanca, Federico e Isabel, los
reyes bohemios que habían logrado mantenerse un solo invierno en el trono,
abandonaron Praga, que días después fue ocupada por una tropa
multinacional de alemanes, españoles e italianos. Antes que ellos, y
de un modo más discreto, habían huido de Praga unos personajes
muy poco notorios, que más tarde serían conocidos (y hasta temidos)
con el nombre de Hermanos de la Rosa Cruz.
Entre las tropas imperiales que entraban a sangre y fuego por las puertas de
la ciudad, quizás cargando un mosquete o corriendo tras una bombarda,
venía un soldado francés de veintitrés años que
en ese momento servía bajo las banderas del duque de Baviera. Se llamaba
René Descartes.
Algún día la Guerra de los Treinta Años sería considerada
la primera guerra moderna, por la magnitud y la crueldad de sus operaciones.
Por lo que respecta a Descartes, pasaría a la historia como el primer
filósofo moderno.
La presencia de Descartes en Praga es un hecho casual, aunque no deja de estar
cargado de simbolismo. Descartes admiraba a los Rosacruces, y había sido
iniciado en sus doctrinas por su amigo, el matemático Faulhaber. Ahora
entraba en Praga marchando con las fuerzas que frustrarían el proyecto
político rosacruciano, que había crecido precisamente al amparo
de los reyes de invierno. Paradójicamente, serían
Descartes, Leibniz, Boyle y Newton quienes heredarían el proyecto de
esa revolución científica que habían soñado los
rosacruces, pero sólo después de haberlo vaciado de alquimia para
llenarlo de matemática.
Los Hermanos Rosacruces
Los Rosacruces habían nacido en Praga bajo el reinado de Rodolfo II,
el emperador alquimista. Su iniciador fue John Dee, un mago inglés que
decía comunicarse con los ángeles y al mismo tiempo traducía
los Elementos de Euclides. Dee cumplía en Praga una misión política
de la Corona británica. Llevaba el proyecto de forjar una alianza contra
el Papado, que debía inspirarse en la filosofía mágica
de Hermes Trismegisto, muy respetada en la Inglaterra isabelina, como alternativo
al conflicto de católicos y protestantes. La alianza estuvo a punto de
concretarse treinta años más tarde, cuando Federico se casó
con la princesa inglesa Isabel.
En el grupo que surgió en torno a Dee estaba el teólogo luterano
Johann Valentín Andreae (1586-1654), quien sería el padre de los
Rosacruces y también el mentor político del rey Federico. Los
tres manifiestos del movimiento fueron escritos por él, aunque años
más tarde confesaría que nunca habían pretendido ser otra
cosa que una broma de estudiantes. Kepler lo conocía, pero desconfiaba
de él y de su entorno. Un gran educador, Comenio, fue su más fiel
seguidor. Leibniz perteneció a los Rosacruces y presidió una sociedad
de
El filosofo enmascarado
Como ocurre con la mayoría de los fundadores de la Modernidad, el nombre
de Descartes (1596-1650) evoca cosas muy distintas. Quienes frecuentan las matemáticas,
lo asocian inmediatamente con los ejes cartesianos. En la historia de la medicina,
es el padre de la iatromecánica, la fisiología mecanicista.
En la física, su nombre se asocia con el principio de inercia. En la
filosofía, es el padre del dualismo, del racionalismo y hasta de la cultura
francesa, a la cual le dio un sello perdurable. Para la mayoría, su nombre
se asocia con la duda y la fórmula pienso, luego existo.
(Y hasta el entonces coronel Perón llegó a usar Descartes
como seudónimo periodístico.)
Algunos lo han llamado el filósofo enmascarado, por la prudencia
con que supo ocultar sus ideas más radicales en tiempos de aguda intolerancia.
En su juventud había adoptado el lema larvatus prodeo: Como un
actor que se esconde tras una máscara, según explicaba.
A juzgar por el retrato que años después le hizo Franz Hals en
Holanda, cualquiera diría que no parece un tipo demasiado transparente.
Al parecer, se identificaba con los Rosacruces, pero apenas admitió que
los había buscado por distintos países, sin encontrarlos jamás.
A pesar de eso, ejercía gratis la medicina como los Hermanos, les dedicó
alguna de sus obras y al morir decidió legar todos sus papeles a un rosacruz.
Cuando se enteró de la condena de Galileo, Descartes optó por
no publicar su ambicioso Tratado del Mundo, sometió sus tesis a la censura
de los doctores de la Sorbona y en sus escritos hasta llegó
a defender el geocentrismo. Conmovidos con tanta obediencia, los miopes inquisidores
nunca se dieron cuenta de que estaban avalando algo mucho más duro de
digerir que el movimiento de la Tierra: cosas como el mecanicismo radical, el
hombre-máquina y ese dualismo metafísico que dividía al
mundo en dos sustancias inconmensurables entre sí.
El sueño cartesiano
El joven Descartes se había hecho soldado por curiosidad, cuando atravesaba
una profunda crisis vocacional. Quizás asqueado por la hecatombe que
presenció en Praga, abandonó al poco tiempo la vida militar, que
más tarde calificó de ociosa, estúpida, inmoral y
cruel. No intervino en ningún combate y, después de asistir
a la coronación de Fernando II en Frankfurt, pasó un tiempo en
el cuartel de Neuburg (Ulm), esperando que pasaran los rigores del invierno
mientras se preparaba el ataque a la Montaña Blanca. Por entonces, sólo
había escrito un manual de música. Pero un año antes se
había producido su decisivo encuentro con el físico Isaac Beeckman,
y en esos meses de ocio conoció al matemático Johann Faulhaber,
que enseñaba precisamente en Ulm. Faulhaber, que era miembro de la orden
rosacruz, fue quien le habló de los Hermanos.
La noche del 10 de noviembre de 1619, el joven Descartes, que por entonces ya
andaría preguntándose qué estaba haciendo en ese lugar,
tuvo un sueño que cambió su vida, y que con seguridad determinó
también la nuestra, porque de él nacieron muchas ideas modernas.
En esa noche llena de entusiasmo, que siempre recordaría
como el acontecimiento clave de su vida, René creyó descubrir
los fundamentos de una ciencia admirable.
Es difícil saber exactamente en qué consistía esa ciencia.
Baillet, su primer biógrafo, dijo que Monsieur Descartes se refería
a la geometría analítica, aunque sabemos que eso es algo que sólo
habría de elaborar años más tarde. Otros hablaron del sueño
de un álgebra universal, como esa combinatoria que imaginó Leibniz,
de un descubrimiento en el campo de la óptica o de los principios de
su programa epistemológico. De todos modos, a juzgar por la importancia
que le dio Descartes, de lo que no puede dudarse es que ese sueño tuvo
mucho que ver con la resolución de su crisis vocacional.
Es probable que esta experiencia casi mística que está en el origen
de la ciencia moderna se relacionara con el método galileano y con la
intuición de que la matemática era el mejor camino para entender
las leyes de la Naturaleza. Ocurre que en los meses que siguieron a ese sueño,
entre noviembre de 1619 y marzo de 1620, Descartes echó las bases de
toda su filosofía: un árbol que tenía por raíz la
metafísica, por tronco la física y por ramas las ciencias humanas.
Según A. Koyré, aspiraba a ser un nuevo Aristóteles, pero
ése sería un trofeo que habría de arrebatarle Isaac Newton.
Una noche agitada
Descartes se tomó el trabajo de consignar minuciosamente las condiciones
del sueño del 10 de noviembre. Escribió un informe que su biógrafo
llegó a leer y a glosar para nosotros. Allí, por ejemplo, precisaba
que ese día había comido muy poco y que hacía tres meses
que no probaba alcohol, como para aventar a los malpensados.
Su entusiasmo de ese día (un recalentamiento del cerebro,
como lo llamaría irónicamente Huyghens) consistió al parecer
en un estado de excitación provocado por un intenso trabajo intelectual;
algo que, como suele ocurrir, le impedía relajarse y dormir. En esa duermevela,
agitado, le sobrevinieron no una sino varias visiones de corta duración.
En cuanto pudo conciliar el sueño, René se vio caminando hacia
la iglesia del Colegio de la Flèche (su propio colegio),
luchando contra un viento impetuoso que lo aplastaba contra la pared del templo.
Desde el patio, una persona conocida le convidaba con un melón maduro.
Incómodo, René se despertó para darse vuelta y buscar una
postura más adecuada. Pero en cuanto volvió a dormirse le pareció
escuchar algo así como el crepitar de un rayo y vio que su cuarto era
invadido por una lluvia de fuego, lo cual volvió a despertarlo.
Por fin, se sumergió en un nivel de sueño más profundo.
Delante de él había una mesa con un diccionario y un libro de
poemas. Sólo alcanzó a leer un verso de Ausonio: ¿Cuál
será el camino que seguiré en mi vida?. En ese momento entraba
un desconocido, que le alcanzaba un libro abierto en el cual sólo se
destacaban dos palabras: Sí y No.
Eureka
Como buen racionalista, Descartes interpretó su sueño sin siquiera
tener que despertarse, tal como lo consigna Baillet. Las dos primeras visiones
se referían al pasado, y la tercera al futuro. El diccionario era la
suma de las ciencias y el libro de poemas simbolizaba la unión
de la filosofía y la sabiduría. En cuanto al Sí
y al No, representaban la posibilidad de discernir lo verdadero
y lo falso, mediante un método adecuado. Hasta el viento era explicado
como un espíritu maligno que pretendía empujarlo contra
su voluntad hacia el lugar (la Iglesia) del cual, de todos modos, no deseaba
apartarse por el momento. El símbolo más onírico
de todos, el melón, simbolizaba para él el amor de la soledad;
quizá se trataba de una metáfora usada por los poetas de entonces.
Alguna vez Sigmund Freud, cuando era la autoridad indiscutida en materia de
interpretación de los sueños, fue consultado por Maxime Le Roy
acerca del sueño cartesiano. Al parecer, Freud se limitó a hacer
algunas discutibles observaciones sobre el melón, para concluir que era
imposible formular ninguna interpretación válida sin conocer personalmente
al soñador. Más aún cuando se trataba de un sueño
residual (Traüm von Oben), de esos que aparecen como una continuación
del razonamiento diurno y de la experiencia reciente.
Prudentemente, Freud evitó forzar las cosas para buscar quizás
algún significado sexual en las chispas de fuego, sacándolas de
su contexto cultural. A Descartes, que pertenecía a una cultura católica,
le resultaba obvio que se trataba del Espíritu Santo.
Hoy que Freud y su simbolismo están bajo fuego, hay muy pocos que se
preocuparían por descifrar un sueño como el de Descartes, quizás
alegando que no tienen acceso al cerebro del soñador para colocar sus
electrodos.
Desde esta perspectiva, sería fácil descalificarlo todo como la
actividad de un cerebro que funciona en el vacío, sin input de datos
sensoriales y, consecuentemente, sin sentido.
Pero el hecho es que Descartes, sin necesidad de Freud ni Lacan, había
interpretado perfectamente el sueño, por lo menos en el sentido que más
le convenía a sus fines personales. El sueño de Descartes era
uno de esos momentos en que culmina un penoso proceso de razonamiento lógico
y diurno, cuando de pronto todo parece cerrar. Pertenecía
a la familia del ¡Eureka! de Arquímedes, de esa serpiente
enroscada del sueño que a Kekulé le sugirió el esquema
de la molécula del benceno, o de aquella pesadilla en la cual Elias Howe
descubrió cómo resolver el problema de la aguja en la máquina
de coser.
La intuición de la unidad de las ciencias era una idea que hacía
tiempo rondaba por la mente de Descartes. Eso que él llamaba ciencia
admirable era lo que nosotros llamamos ciencia a secas. El
sueño dramatizaba tanto la circunstancia en la cual tenía que
asumir su vocación como el hecho de tener que romper con la tradición
especulativa en que había sido educado, para emprender un nuevo camino.
La misteriosa figura que le señalaba el camino del método quizás
sería alguno de los esquivos Hermanos Rosacruces, con su propuesta de
un método infalible. De este modo, en el umbral de la ciencia y el racionalismo
modernos descubrimos un sueño.
Enemigo circunstancial y a la vez aliado intelectual de los Rosacruces, Descartes
acababa de bajar el telón del sueño mágico del Renacimiento,
para poner en marcha todos los sueños de ese progreso científico-tecnológico
cuyo programa trazaría luego en el Discurso del Método. Para su
caso, como para el de Newton, los Rosacruces habían cumplido el papel
de eficaces catalizadores de un proceso que iba a superarlos. Muchos siglos
antes de convertirse en una secta californiana, habían sido los parteros
de la ciencia moderna.
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