NOTA DE TAPA
Hay géneros literarios que están estrictamente codificados, como el chiste de suegras y de náufragos, el teleteatro tropical, los documentos pedagógicos o los discursos de campaña. Al punto que uno sabe perfectamente a qué atenerse cuando se topa con palabras como “estrategia” o “abordaje”, según esté leyendo un libro de ciencias sociales o una novela de piratas.
Sin duda, uno de los géneros más acotados es el de espionaje, que al igual que el policial ofrece toda una constelación de situaciones previsibles. Basta oír hablar de espías para que se despierten en nuestra mente todos los mitos del género: el diván de Mata Hari, el café de Casablanca, algún oscuro callejón parisino, las garitas del Checkpoint Charlie en Berlín.
Pero aunque uno pudiera jactarse de haber visto todas las películas de James Bond, difícilmente pensaría en espionaje “moderno” si le hablaran de un laboratorio de la CIA donde los agentes secretos, envueltos en aroma de sahumerios, entonan mantras tibetanos o hacen yoga, mientras tratan de concentrarse en las coordenadas que les dictan espías más convencionales. Quizás estén tratando de visualizar una base rusa de misiles, un depósito de armas químicas en Medio Oriente o un agente caído en manos de la KGB.
La escena comienza a hacerse más verosímil si tratamos de situarnos en el clima de aguda paranoia que caracterizó a la Guerra Fría. En ese marco cualquier recurso que permitiera aventajar al enemigo parecía justificado, porque las circunstancias nunca dejaban de ser “excepcionales”.
Fue con esta lógica como llegaron a ponerse en marcha proyectos sumamente ambiguos, que iban a ser apoyados y financiados durante décadas por el gobierno de Estados Unidos. El más notorio se llamó Star Gate, como esa película de 1994 que luego daría origen a una serie de TV, juegos, libros y un próspero merchandising.
Su objetivo era entrenar y emplear telépatas para espiar qué hacían los rusos, Muamar al Gadafi, Ruhollah Jomeini, Saddam Hussein o cualquier otra fuera la potencia maléfica de turno.
Puesto que para entonces palabras como “telepatía” y “clarividencia” estaban muy desprestigiadas, se prefería hablar de “psicotrónica” y de “visión remota” para hacer más respetables los proyectos. Pero era de aquello precisamente que se trataba.
Algunas de estas “tecnologías no convencionales” fueron utilizadas por los servicios de inteligencia estadounidenses desde los años de la Guerra Fría. Algo de ellas trascendió en 1984 gracias a una investigación periodística de Jack Anderson.
En 1995, cuando se dio por terminado el proyecto Star Gate, la información fue desclasificada y mereció un informe de la cadena ABC. La copiosa documentación que se dio a conocer abarca unas 89 mil páginas, muchas de las cuales siguen censuradas, e incluye cosas tan increíbles como informes sobre planetas extrasolares y sus habitantes.
En todos esos años, la CIA, la DIA y las tres fuerzas armadas de EE.UU. invirtieron considerables sumas en proyectos de nombres pintorescos, generalmente tomados del cine. El Proyecto Jedi del ejército (1984) recurrió a la programación neurolingüística, el tai chi, la relajación y los ejercicios respiratorios para enseñar ruso y mejorar la puntería de sus tropas, aunque no dio resultado.
Las mismas fuentes nos han permitido enterarnos también de que la NSA (National Security Agency), cuyo objetivo es “salvar vidas, defender la democracia y promover los valores norteamericanos”, llevó a cabo el Proyecto Sigint (“Inteligencia de señales”). Con él no sólo pretendía salvaguardar la democracia en este planeta sino en todo el cosmos, porque aseguraba haber logrado numerosos contactos con extraterrestres y ofrecía material gráfico sobre su aspecto y costumbres.
En 1959, una revista francesa de ciencia popular anunció que los norteamericanos habían logrado establecer comunicación telepática con el submarino nuclear Nautilus, que estaba navegando bajo los hielos del Artico.
Ese mismo año, Cordwainer Smith, un escritor de ciencia ficción aún poco conocido, publicaba un cuento titulado “¡No, no, Rogov no!”. El autor imaginaba un experimento secreto realizado por orden de Stalin para amplificar y dirigir mensajes telepáticos, que era abandonado cuando la mente de un científico se extraviaba en el más remoto futuro.
En esos años, el cuento sonaba un tanto macartista y bastante increíble. Su autor, Paul Linebarger, no sólo era uno de los más brillantes escritores que dio el “género”; era un oficial de inteligencia retirado, que sin duda tendría acceso a informes reservados.
De hecho, tuvieron que pasar diez años antes que el libro ¿Descubrimientos psíquicos tras la Cortina de Hierro?, de las parapsicólogas Ostrander y Schroeder, alertara acerca de las multimillonarias inversiones que los rusos estaban haciendo en investigación “psicotrónica”: una tecnología basada en la percepción extrasensorial.
Se decía que, en su laboratorio de Leningrado, el fisiólogo Vasiliev había logrado que un yogui encerrado en una jaula de Faraday recibiera y enviara mensajes telepáticos.
Para 1972, la DIA produjo un informe aun más alarmante. Los rusos, aseguraba, podían leer documentos secretos a distancia, espiar los movimientos de tropas e influir sobre la mente de políticos y militares norteamericanos. Mediante la “psicokinesis”, entendida como la habilidad de mover objetos a distancia, podían matarlos a distancia y hasta sabotear las naves de la NASA, tirándoles malas ondas.
Fue entonces cuando la CIA reclutó a Harold Puthoff, un físico cuántico de nutrido currículum, y a Russell Targ, un experto en láser y plasma. Los dos se entusiasmaron después de ver una película en la cual un “dotado” soviético movía objetos con el poder mental: una escena que a algunos les recordará el final del film Stalker (1979) de Tarkovski.
Puthoff y Targ, a quienes el escéptico James Randi llama “los Laurel y Hardy de la parapsicología”, pusieron en marcha en 1973 el primer proyecto norteamericano de “visión remota”. Se llamó Scanate (Scan for Coordinate) y tuvo por base el Stanford Research Institute de Menlo Park, California.
Targ trabajó más adelante para la Lockheed Martin y escribió un par de libros de parapsicología. Puthoff era un personaje más complejo. Había comenzado estudiando la actividad eléctrica de los vegetales, luego dirigió un instituto de investigación en Texas y en cuanto dejó la parapsicología se puso a trabajar en un proyecto de antigravedad.
También pertenecía a la Iglesia de la Cienciología, la discutida “religión de la ciencia ficción”, que hace estragos entre los actores de Hollywood. Muchos de los “dotados” (antes llamados médium) que reclutó para su proyecto pertenecían a la Cienciología. Ingo Swann, uno de sus preferidos, tenía una de las más altas calificaciones en la jerarquía de Hubbard.
A través de los años, el programa tomó nombres como Gondola Wish (1977), Grill Flame (1978) e Inscom. Cuando pasó a manos de la DIA se llamaba Sun Streak, pero en 1991 se convirtió en Star Gate, antes que la película.
Star Gate manejó un presupuesto de 20 millones de dólares y aspiraba a gastar 11 millones más cuando volvió a manos de la CIA. Pero luego del escándalo Irán-Contras cayó en desgracia, en cuanto la administración Reagan comenzó a cerrar los proyectos más dudosos. La CIA lo puso bajo la dirección del físico Edwin May y le dio fin en 1995.
En sus mejores tiempos, Star Gate contaba con 23 telépatas, de los cuales siete tenían dedicación full time, y una planta total de 40 personas, entre soldados y civiles. Con ellos se realizaron miles de sesiones, para obtener “visiones remotas” de ciertos sitios cuyas coordenadas eran conocidas.
Como los espiritistas y los surrealistas, los operadores practicaban la “escritura automática”, en estado de trance. Se los entrenaba en jaulas de Faraday (poniéndolos a cubierto de cualquier radiación), y se les pedía que predijeran el comportamiento de una fuente radioactiva llamada “generador aleatorio de eventos”. También se recurría a la relajación, la meditación y una técnica de hiperventilación conocida como “Respiración Holotrópica de Grof”.
En la jerga interna, los aciertos más notables se llamaban “8 Martinis”, según la cantidad de copas que había que tomar para festejarlos. Pero se diría que el alcoholismo nunca llegó a ser un problema, porque el rendimiento admitido fue apenas del 20 por ciento.
Además, los aciertos eran bastante discutibles: en 1989, puestos a espiar supuestas armas químicas en Libia, los videntes percibieron un barco llamado “Potua”, cuyo nombre resultó ser “Batato”.
Las estrellas del programa fueron el pintor Ingo Swann y el ex comisario Pat Price. Eran tan eficientes que en un momento hubo que amonestarlos porque andaban fisgoneando el cuartel secreto de la NSA en Virginia.
Pero aun mejor que ellos fue el oficial Joe McMoneagle, condecorado por Carter por haber ayudado a predecir dónde caería el Skylab y localizar un bombardero ruso TU 95 estrellado en el Zaire. Había desarrollado sus facultades después de una de esas experiencias que aquí hicieron famoso a Víctor Sueiro, y se retiró del ejército en 1984 tras haber protagonizado nada menos que 1500 operaciones.
El equipo espió una base atómica rusa (sólo alcanzó a visualizar un puente-grúa), atisbó la construcción de un submarino nuclear y en vano buscó plutonio en Corea del Norte.
En 1981 trató sin éxito de localizar a un diplomático secuestrado por las Brigadas Rojas en Italia, pero quienes lo encontraron fueron los carabinieri. Buscaron a Gadafi antes de bombardear Libia en 1986 y a Saddam antes de lanzar la primera Guerra del Golfo; anduvieron detrás de un cónsul secuestrado en el Líbano y de un agente de la KGB en Sudáfrica.
Los telépatas de la DIA también prestaron sus servicios al FBI, cuando siguieron el rastro de Frank Jordan, un funcionario corrupto que se había escapado con una fortuna. La agente Angela Dellafiora (¿qué mejor nombre para una médium?) creyó avistar al fugitivo en distintos estados. Por fin lo ubicó en Wyoming, donde más tarde los agentes lo encontraron.
Con la era de las privatizaciones, el Estado comenzó a tener competencia. En 1989 nació la empresa Psi Tech, fundada por ex agentes y especializada en “Técnicas de Visión Remota”. Psi Tech edita una revista llamada Matrix (!), donde se jacta de haber asesorado a Bush (padre) sobre el armamento que tenía Irak.
¿Habrán sido informes de este tipo los que convencieron a George W. de buscar esas armas de destrucción masiva que al final no existían? ¿Alguna vez se les habrá ocurrido encontrar a Bin Laden?
Cuando se cerró el proyecto, hubo dos balances divergentes. A favor, el de Jessica Utts, experta en estadística, que apenas logró demostrar que los resultados se apartaban de los que cabía atribuir al azar. El psicólogo Ray Hyman, un escéptico miembro del Csicop, fue mucho más duro, como era de esperar.
Pero el más duro de todos fue sin duda el informe que firmó un ex agente doctorado en Física, el teniente coronel Michael A. Aquino, quien desde la revista The Intelligencer acusó a los servicios de haber gastado más de 20 millones de dólares en “espejitos de colores y aceite de víbora”.
Aquino se tomó el trabajo de explicar que la actividad eléctrica del cerebro es muy débil y que la visión humana no puede captar imágenes a distancia; destruyó una a una las pretensiones de un proyecto que había monitoreado durante años. “Barnum y Houdini se deben estar revolviendo en sus tumbas”, concluyó drásticamente.
Alguien tenía que decir esas cosas; y Aquino lo hizo.
Pese a su apellido, no es un santo, como cabe sospechar tratándose de un agente secreto. Es muy probable que se ofendiera si lo tratáramos de santo, porque Aquino es el “papa” de la Iglesia de Set, un cisma de la Iglesia de Satán con sede en San Francisco.
Aquino ofrece un satanismo de bajas calorías, apto para el country y el week end. No habla mucho de antisemitismo para no espantar a sus feligreses judíos, pero reivindica a Himmler y a las SS, y suele celebrar el cumpleaños de Hitler.
Además, también parece tener sus propias visiones remotas, porque proclama que uno de sus libros, que escribió de manera automática, le fue inspirado por el mismísimo Satanás. Siempre había pensado que en el infierno tenía que haber una hot line.
El mundo está tan complicado que hay que desconfiar hasta de los más escépticos. Sobre todo tratándose de espías, que nunca fueron tipos demasiado confiables.
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