Sáb 29.03.2008
futuro

NOTA DE TAPA

El fantasma...

› Por Esteban Magnani y Luis Magnani

Sangrías, trepanaciones, lobotomías, amputaciones, quimioterapia, cirugías a corazón abierto, clavos en los huesos..., algunas prácticas médicas pueden ser realmente intimidantes hasta el punto de ser cuestionadas por ello o utilizadas sólo en casos límite.

Pero de todas, probablemente ninguna haya gozado de tan mala fama (justificada o no) como los electroshocks, también conocida en la actualidad como Terapia Electroconvulsiva (TEC).

Algunas historias bastante truculentas sobre los usos médicos del método y otras que directamente lo relacionan con la tortura lisa y llana han servido para que la mayoría de la gente los descarte de su imaginario como terapia potencial de alguna utilidad.

Es de esa maraña de prejuicios, evidencias y polémicas que hay que desentrelazar la potencial capacidad de cura del más simple sadismo, e incluso de la experimentación a ciegas con seres humanos. Por otro lado, la cobertura mediática (como la fenomenal Atrapado sin salida con Jack Nicholson), no contribuyeron demasiado a su reputación, lo mismo que algunos “excesos” que tuvieron gran difusión en su momento.

Las estadisticas del uso de TEC en argentina parecen ser poco confiables.

Un poco de historia

Ya en el siglo XVI, los enfermos psiquiátricos eran tratados con distintos agentes que buscaban ponerlos al borde de la muerte por medio de convulsiones con compuestos a base de alcanfor. La práctica continuó y paulatinamente ganó un tono más “científico” a fines del siglo XIX, cuando el médico austríaco Julius Wagner-Jauregg estudió el efecto de las altas fiebres en sus pacientes psicóticos, quienes en algunos casos mejoraban su cuadro.

Para generar las altas fiebres artificialmente, Wagner-Jauregg utilizaba distintas bacterias e incluso la tuberculina descubierta en 1890 por Roberto Koch. A principios del siglo XX comenzó a inocularles a sus pacientes los parásitos de la malaria para provocarles altas fiebres que, aseguraba, le permitían obtener resultados positivos en pacientes con demencia paralítica. El reconocimiento por su labor le valió el Premio Nobel de Medicina de 1927.

En 1934 el húngaro Ladislas Meduna encontró que cerca de un 20% de los pacientes epilépticos que desarrollaba la esquizofrenia dejaban de sufrir ataques; además existían numerosas historias sobre esquizofrénicos que mejoraban sustancialmente luego de un ataque de epilepsia.

Establecida la relación, buscó la forma de inducir esos ataques convulsivos con drogas como el metrazol. Apenas tres años más tarde se llevó a cabo en Suiza el primer congreso internacional sobre terapias convulsivas y el metrazol pasó a ser usado en todo el mundo.

En pleno auge de este tipo de tratamientos, resulta un poco menos extraña la iluminación que sufrió el neurólogo Ugo Cerletti al visitar un matadero en Roma. Allí presenció cómo los carniceros paralizaban a los cerdos con tenazas que en sus puntas tenían discos metálicos conectados a la corriente eléctrica, antes de proceder a cortar sus gargantas.

Así fue como junto a su colega Lucio Bini pensaron en inducir convulsiones en sus pacientes con electroshocks en lugar de utilizar metrazol, más caro y ya entonces de muy mala reputación (lo que da para pensar sobre cómo actuaría el metrazol). Entre gritos, retorcimientos y algunos daños en huesos y músculos, a causa de la tensión, los pacientes, según documentaron Cerletti y Bini, “mejoraban”.

La terapia que a simple vista puede calificarse como más que traumática, se difundió rápidamente por el mundo. En 1940, el procedimiento fue introducido en Inglaterra y los Estados Unidos y en los ’50 terminó de consolidarse en casi todos los otros países.

Efectos colaterales

Más allá del hecho aterrador de la sesión de TEC en sí misma, otros efectos colaterales se hicieron conocidos y comenzaron a oscurecer el panorama: disturbios y pérdida de memoria, confusión, problemas cognitivos y la gran discusión: ¿hay daño cerebral? Para disminuir estos efectos se inventaron distintos métodos, como la colocación de un único electrodo.

Durante las décadas del ’40 y ’50, la TEC se usó “en seco”, es decir, sin un relajante, lo que llegaba a producir fracturas por la tensión de los músculos. En los ’40, los psiquiatras empezaron a experimentar con curare (el veneno paralizante usado por ciertos aborígenes sudamericanos), hasta que en 1951 se inventó un relajante sintético de manejo más simple.

Pero probablemente uno de los casos que más daño hizo a la ya débil reputación de la TEC fue la “investigación” que llevó adelante Ewen Cameron, quien era por entonces uno de los presidentes de la Asociación Psiquiátrica Mundial.

Cameron, que había formado parte del tribunal médico que actuó en el Juicio de Nüremberg a los nazis, logró atraer el interés de la CIA por su investigación que tenía el peregrino objetivo de hacer tabula rasa en la mente del paciente para reconstruirla a gusto, algo que a los ojos de la agencia estadounidense resultaba ideal para aplicar a opositores y a prisioneros con información vital.

El tratamiento, extensamente descripto en el libro La Doctrina del Shock (ver recuadro), incluía LSD, privación sensorial y grandes dosis de TEC que provocaban una regresión en el paciente, además de roturas de huesos (incluso de vértebras) por la tensión muscular que generaba la electricidad (entre muchas otras cosas). Pacientes que se habían acercado al especialista por una ligera depresión se transformaron en conejillos de Indias en la Universidad McGill de Canadá donde Cameron llevaba adelante sus experimentos financiados por la CIA.

En 1977, con la desclasificación de los documentos se supo que miles de personas fueron objeto de los experimentos y aquellas que pudieron recordar y contar su historia (o al menos parte de ella) y consiguieron un buen abogado fueron indemnizadas por el estado canadiense; 250 de ellas, anteriormente rechazadas, fueron indemnizadas recién en el año 2004.

Hazte la fama y echate a “dormir”

Casos como estos, por no citar los usos que se le dio a la corriente eléctrica en las dictaduras latinoamericanas, contribuyeron a que en las décadas de los ’50 a los ’70, la TEC cayera en desgracia. Algunos antidepresivos invadieron parte de su terreno y los medios de comunicación le dieron mala fama.

De hecho ni siquiera aún hoy existe una explicación convincente de cómo podría curar, por lo que se han arriesgado distintas teorías. Algunas de ellas aseguran que el shock trabaja como antidepresivo porque modifica la manera en que los receptores del cerebro reciben la serotonina y la dopamina, que están relacionadas con la estabilidad del carácter de la persona.

Otra hipótesis sostiene que los ataques inducidos le enseñan al cerebro a resistir los ataques indeseados. Y otra más que los shocks hacen que el hipotálamo libere un neuropéptido que causa cambios en el cuerpo y regula el carácter.

Por supuesto, hay quienes tienen una visión bastante distinta. El Dr. Peter Breggin, por ejemplo, fundador del Centro Internacional para el estudio de la Psiquiatría y la Psicología y conocido por haberse ganado muchos enemigos criticando al todopoderoso Prozac, sostiene que la TEC daña el cerebro en forma irreparable y hay una pérdida de memoria que genera un desconcierto que puede confundirse con una mejora.

De hecho un doctor en Psiquiatría de la Universidad de Columbia que anteriormente apoyaba el uso del TEC, Harold Sackeim, recientemente publicó un estudio extensivo en el que se demostraba que 6 meses después de finalizado el tratamiento una parte significativa de una muestra de 347 pacientes seguía sufriendo alguno o todos los siguientes síntomas: problemas de aprendizaje y de memoria, lentitud para hacer procesos mentales simples o tareas cotidianas, entre otros efectos.

Si esta evidencia es tan arrolladora, ¿por qué se siguen utilizando las TEC? Según el mismo Breggin, algo similar ocurrió con la lobotomía que, pese a sus evidentes “efectos secundarios”, se siguió utilizando hasta comienzos de los años ’70 simplemente porque ya estaba instalada como práctica habitual y existía una industria que se alimentaba de ese tipo de ablaciones.

Aún peor, sostiene Breggin, en este caso la industria está más organizada y tiene personas claves en muchos puestos de tomas de decisiones, por lo que será necesaria una movilización realmente masiva para poner fin a esta práctica.

Las instituciones dicen lo suyo

A quien conozca sólo las críticas, la evidencia en contra de las TEC puede parecer lapidaria, pero incluso a fines de los años ’70, cuando el interés y la crítica al tratamiento estaban en su clímax, tanto el Colegio Real de Psiquiatras de Inglaterra como la Asociación Norteamericana de Psiquiatría se declararon favorables al uso de las TEC. Asimismo, otras terapias de shock que no demostraban capacidad de mejorar a los pacientes, como el coma insulínico, fueron abandonadas sin más.

Mientras tanto, más recientemente, el tratamiento casi no ocupa el interés de los medios y sólo lo tratan revistas especializadas en las que se suele dar por sentada una efectividad razonable, en especial en algunos tipos de depresiones e incluso hay quienes lo llegan a recomendar para embarazadas depresivas que no pueden tomar otro tipo de drogas. Hoy en día ninguno de los manuales de psiquiatría más consultados pone en duda la eficacia de las TEC ante determinadas patologías.

Más recientemente, y frente a una ola de juicios por mala praxis, la Organización Mundial de la Salud determinó en 2005 que las TEC no deberían aplicarse sin un consentimiento escrito de parte del paciente. En los EE.UU., el médico tiene la obligación legal de informar al candidato las razones para aplicarla, los riesgos y beneficios que implica su uso, así como también los que encierra una terapia alternativa o la decisión de no aplicar ningún tratamiento.

El consentimiento jamás debe basarse en lo que proponga el fabricante del equipo y el paciente puede revocarlo cuando quiera. Además debe ser advertido de que luego debe continuar con drogas y que hay riesgos de pérdida severa de la memoria. En Inglaterra, para que el consentimiento sea válido debe incluir una descripción amplia del procedimiento y de los probables efectos.

Sin embargo, en una encuesta de 2005 se encontró que sólo la mitad de los pacientes dijeron haber sido bien informados y esto fue corroborado por un porcentaje similar entre los psiquiatras y enfermeros implicados.

A pesar de tantas reservas, el crecimiento de la aplicación de las TEC va in crescendo. Así, durante 2006 en Suecia se divulgó un informe donde consta que mientras que en el año 2000 las prácticas de electroshocks fueron 18.000, cinco años más tarde ascendieron a 40.000.

La justificación fue que ése era el único tratamiento efectivo para psicóticos y enfermos de depresión severa donde otras curas habían fracasado. En EE.UU. se reportaron 55.000 casos en 1996, cifra que ascendió a unos 100.000 en 1998. Los defensores de las TEC dicen que los números están ampliados para demostrar un uso exagerado de esa técnica. En la Argentina no parece haber estadísticas confiables y su uso es limitado al menos en las instituciones principales (ver recuadro “TEC en el...”).

Nadie está libre de padecer estos tratamientos. Quizá por estar más indefensos, los ancianos y los niños son los primeros candidatos.

El Dr. Tony Baker, un especialista en traumas de la niñez, escribió en el periódico médico Lancet que los riesgos de daño cerebral aumentaban cuando el cráneo es más joven porque tiene menos resistencia al paso de la corriente. En consecuencia, no debería aplicarse a menores de 16, algo que está, hasta cierto punto, aceptado en el mundo.

Si se atiende a los dichos de aquellos que han recibido las TEC se encuentra que opinan según cómo les haya ido en la experiencia, lo que resulta bastante lógico teniendo en cuenta que la aplicación varía bastante según con quién y dónde se haga.

Las TEC con anestesia son menos traumáticas, un electrodo no es lo mismo que dos, una corriente sinusoidal no es como un pulso constante y breve, por mencionar algunas diferencias. Sin embargo, no son pocos los casos extremos, como el del escritor Ernest Hemingway, que se suicidó poco después del tratamiento que sufrió en 1961 porque, como le dijo a su biógrafo, no entendía el sentido de arruinarle la cabeza y borrarle la memoria, su verdadero capital.

Por el contrario, Kitty Dukakis, la esposa del político estadounidense Michael Dukakis, escribió en su biografía que la pérdida de la memoria había sido un justo precio a pagar por el alivio de su depresión. El tiempo dirá si las TEC se transforman en otra de las horribles e inútiles prácticas del pasado o se consolidan como una terapia que resulta dolorosa pero justificada en determinadas circunstancias.

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