NOTA DE TAPA
Según los estándares éticos internacionales, la participación de un ser humano como objeto de un experimento debe ser voluntaria. El participante debe tener una clara explicación acerca del tratamiento que va a recibir y los posibles riesgos asociados. Y el experimento sólo se debe realizar una vez que el participante haya dado su consentimiento. En la jerga legal, esta situación recibe el nombre de “consentimiento informado”.
› Por Raúl A. Alzogaray
Cuando lo eligieron como conejillo de indias, Albert Stevens tenía 58 años, vivía junto a su esposa en un pueblito de California y se ganaba la vida pintando paredes. Era un hombre alto y flacucho que llevó una vida tranquila hasta el día en que empezó a sentir un fuerte dolor en el estómago.
En poco tiempo, la molestia se transformó en una tortura permanente. Siguiendo el consejo de su médico, viajó a San Francisco para consultar a los especialistas de la Universidad de California. Allí lo internaron y le hicieron varios análisis. El diagnóstico fue que tenía un tumor maligno y le quedaban seis meses de vida.
Por aquel entonces, algunos científicos que trabajaban para el gobierno de Estados Unidos andaban en busca de enfermos terminales para usar en experimentos secretos (tan secretos que ni a los pacientes se los contaban). Estos científicos se enteraron del caso de Albert y decidieron usarlo en sus investigaciones. El 14 de mayo de 1945 le inyectaron en la sangre una sustancia radiactiva llamada plutonio.
A partir de ese momento, Albert se convirtió en CAL-1 (código que significaba “primer paciente inyectado en California”). Unos días después de la inyección, un estudio adicional demostró que el supuesto tumor en el estómago de Albert era en realidad una úlcera inflamada. Los médicos se habían equivocado.
Durante varios meses, siguiendo las instrucciones médicas, Albert entregó muestras diarias de su orina y su materia fecal. Le dijeron que era para seguir la evolución de su enfermedad, pero el verdadero motivo era medir a qué velocidad iba eliminando el plutonio. Hasta llegaron a pagarle un puñado de dólares mensuales para que se quedara a vivir en la zona, porque si se mudaba lejos iban a tener que interrumpir el experimento.
Albert vivió 21 años más. Todo ese tiempo llevó el plutonio en el cuerpo, pero nunca lo supo. Y siguió convencido de que tenía cáncer, porque nadie le aclaró que el primer diagnóstico había sido erróneo. Murió en enero de 1966 a causa de un problema cardíaco, pero ése no fue el fin del experimento. Nueve años más tarde, sus restos fueron exhumados y enviados a un laboratorio militar para medir cuánto plutonio tenían.
Albert Stevens no fue la primera ni la última persona que recibió una inyección de plutonio como parte de un experimento financiado por el gobierno estadounidense. Entre abril de 1945 y julio de 1947, otras 17 personas, en distintas partes del país, recibieron inyecciones similares. Sin saberlo, fueron víctimas del mismo proyecto que condujo al desarrollo de la bomba atómica.
El plutonio es una sustancia inestable, que se desintegra en forma espontánea y libera un tipo de energía llamada radiactividad. Es uno de los 10 elementos más escasos de nuestro planeta y recién fue descubierto en 1940, cuando unos científicos de la Universidad de California en Berkeley lo obtuvieron en forma artificial.
En 1942, el gobierno estadounidense creó el Proyecto Manhattan, un emprendimiento secreto dirigido por el físico J. Robert Oppenheimer. El objetivo del proyecto era fabricar la primera bomba atómica y el plutonio fue una de las materias primas elegidas para alcanzar ese propósito (la bomba que explotó sobre Nagasaki el 9 de agosto de 1945, por ejemplo, contenía 6,1 kg de plutonio; la bomba que cayó sobre Hiroshima era de uranio 235).
La fabricación de bombas atómicas inauguró un nuevo campo de la toxicología laboral: el estudio de los efectos de la radiactividad en los seres humanos. Cuando cierta cantidad de material radiactivo ingresaba al cuerpo de una persona, ¿era eliminada enseguida o permanecía en el cuerpo? ¿En qué órganos se acumulaba? ¿A partir de qué dosis constituía un riesgo para la salud? Nadie sabía las respuestas a estas preguntas.
Para mediados de 1944, los integrantes del Proyecto Manhattan ya habían sufrido varios accidentes con plutonio. El más alarmante ocurrió el 1º de agosto de ese año en un laboratorio de Los Alamos (Nuevo México), cuando el químico Don Mastick recibió en la cara una salpicadura de líquido radiactivo. Enseguida sintió un sabor ácido y comprendió que acababa de tragar plutonio.
Sin perder la calma, Mastick fue a ver a Louis Hempelmann, el médico encargado de la seguridad del personal que trabajaba en la fabricación de la bomba. Hempelmann le hizo hacer varios enjuagues bucales y le practicó un lavado de estómago. Así se logró extraer buena parte del plutonio que había ingresado al organismo del científico, pero no todo lo que Hempelmann hubiera deseado.
En los días siguientes, el aliento de Mastick hacía mover las agujas de un detector de radiactividad ubicado a dos metros de su rostro. El plutonio lo acompañó el resto de su vida. Treinta años después del accidente, su orina seguía radiactiva. A pesar de esto, el plutonio no produjo ningún efecto sobre su salud.
Hempelmann, en cambio, quedó profundamente afectado. Tenía 29 años y muy poca experiencia con el plutonio. Nunca se había enfrentado a una situación como ésta. Además, el accidente de Mastick puso de manifiesto una debilidad que preocupaba a los científicos desde el comienzo del proyecto: no había manera de saber cuánto material había ingresado en el cuerpo de una persona expuesta a una cantidad desconocida de plutonio.
Hempelmann se comunicó con Oppenheimer. Le dijo que había que desarrollar con urgencia un método para medir el plutonio presente en la orina de una persona. Ese dato serviría para estimar cuánto material radiactivo había en el organismo. En un memorando fechado el 16 de agosto, Oppenheimer escribió que en vista de los serios problemas que enfrentaba el laboratorio, se realizarían estudios que podrían “involucrar experimentación en animales e incluso en humanos”.
Siete meses más tarde, un obrero de la construcción llamado Ebb Cade sufrió un serio accidente de auto en el estado de Tennessee y fue internado en el Hospital Militar de Oak Ridge. El 10 de abril de 1945 se convirtió en la primera víctima que, sin haber sido informada, recibió una inyección experimental de plutonio como parte de una investigación incluida en el Proyecto Manhattan.
Las víctimas no eran elegidas al azar. Las instrucciones recomendaban elegirlas con hígados y riñones sanos, porque si estos órganos no funcionaban normalmente, los resultados de los experimentos se verían alterados.
También se aconsejaba trabajar con enfermos terminales, para que no sufrieran los posibles efectos a largo plazo de la radiactividad (principalmente, cáncer). Pero a veces los médicos se equivocaban. El ama de casa Eda Schultz vivió 37 años después de recibir la inyección, el empleado John Mousso vivió 38 y el mozo de ferrocarriles Elmer Allen sobrevivió 44.
La edad de los elegidos, en cambio, no parecía ser un factor importante. La víctima más joven fue Simeon Shaw, un niño australiano de cuatro años que viajó a California para recibir tratamiento médico por una rara forma de cáncer de los huesos. Simeon y su madre viajaron desde Sydney en un avión del ejército de Estados Unidos; cuando llegaron a San Francisco los recibió una ambulancia de la Cruz Roja.
El 26 de abril de 1946, mientras los medios cubrían con bombos y platillos la noticia del niño que había viajado desde el otro lado del mundo para ser atendido en la generosa nación estadounidense, Simeon recibió en secreto una inyección de plutonio. Al poco tiempo regresó a Australia sin ninguna esperanza. El cáncer que sufría estaba muy avanzado y terminó matándolo al año siguiente.
Los experimentos eran relativamente simples: se inyectaba en la sangre de las víctimas una cantidad conocida de plutonio, luego se medía en forma periódica cómo lo iba eliminando a través de la orina y la materia fecal. Algunas víctimas fueron sometidas a intervenciones quirúrgicas. Les extrajeron muestras de sus órganos para estudiar la distribución del plutonio en el cuerpo.
La cantidad de plutonio inyectada solía ser baja, unas pocas milésimas de gramo por persona. Los investigadores consideraban que era la dosis máxima que podía tolerar un ser humano. Pero hubo excepciones. Una de ellas fue Una Macke, de 56 años, con el cuerpo invadido por el cáncer. Una buscó ayuda médica en un hospital de Chicago. Al ver que la muerte de la mujer era inminente, los investigadores se animaron a darle una cantidad de plutonio mucho mayor que la habitual. Una recibió casi la centésima parte de un gramo, veinte veces más que las otras víctimas. Esta dosis equivalía a 1700 veces la radiación de origen natural y artificial que recibe normalmente una persona a lo largo de un año.
Los experimentos se extendieron hasta la década de 1970, cuando se analizaron por última vez las excreciones de las víctimas que aún vivían y los restos de algunas ya fallecidas fueron exhumados para analizar su contenido radiactivo. A los familiares nunca se les reveló el verdadero motivo de las exhumaciones.
En la primavera de 1987, mientras consultaba unos documentos oficiales en una base de la Fuerza Aérea en Albuquerque (Nuevo México), la periodista Eileen Welsome leyó por casualidad una nota al pie que describía un experimento con plutonio en un ser humano.
En los años siguientes dedicó casi todo su tiempo libre a investigar el asunto. Reconstruyó los experimentos y reunió mucha información sobre las víctimas, pero ignoraba sus nombres, porque en todos los documentos eran identificadas mediante códigos (CAL-1, HP-10, CHI-2). Welsome siguió una pista tras otra y una tarde del verano de 1992 llegó a Italy (Texas), un pueblito caluroso y polvoriento con poco más de 1000 habitantes. A la mañana siguiente visitó a Fredna y Elmerine, dos vecinas del lugar.
Las tres mujeres conversaron, intercambiaron datos y reconocieron con tristeza que el paciente CAL-3 era Elmer Allen, esposo de Fredna y padre de Elmerine. Elmer fue la decimoctava y última víctima, inyectada con plutonio el 18 de julio de 1947. A Welsome le hubiera gustado conocerlo personalmente, pero ya era tarde. El hombre había fallecido un año antes.
Welsome continuó investigando y logró averiguar los nombres y apellidos de otras 16 víctimas. Sólo quedó sin identificar un hombre joven que el 27 de diciembre de 1945 fue inyectado con una alta dosis de plutonio en un hospital de Chicago (su nombre codificado era CHI-3). Por la investigación de las inyecciones, publicada en una serie de notas en el diario The Albuquerque Tribune, Welsome recibió en 1994 el premio Pulitzer.
Ese mismo año, el presidente Clinton creó una comisión ad hoc cuyo objetivo era investigar lo ocurrido. El informe final de la comisión reveló que las inyecciones de plutonio eran apenas un botón de muestra. Entre las décadas de 1940 y 1970, el gobierno de Estados Unidos consintió y financió cientos de experimentos con radiaciones en seres humanos.
La larga lista incluye inyecciones de uranio, administración de yodo radiactivo a embarazadas y recién nacidos, exposición a grandes dosis de rayos X y agregado de sustancias radiactivas en la leche destinada a una escuela para niños con problemas mentales.
A veces se usaban voluntarios debidamente informados y por lo tanto conscientes del riesgo que corrían; otras veces, gente que ignoraba por completo lo que le estaban haciendo.
¿Sirvieron para algo las inyecciones de plutonio? Sobre esto no hay acuerdo. Quienes las defienden argumentan que gracias a ellas se pudo obtener valiosa información que hubiera sido imposible conseguir de otra manera. Quienes las critican sostienen que los resultados fueron insuficientes para alcanzar conclusiones confiables, porque el número de experimentos fue muy reducido y las víctimas tenían edades muy diferentes.
Pero el gran problema no fueron los experimentos, sino el contexto en el que fueron hechos. Cuando la comisión creada por Clinton comenzó la investigación, muchos de los científicos que participaron en los experimentos ya habían fallecido. Los demás no pudieron demostrar de ninguna manera la existencia de información ni de consentimiento.
Unos declararon que no estuvieron presentes en el momento en que fueron aplicadas las inyecciones, así que ignoraban si los pacientes habían sido informados. Otros dijeron que no recordaban bien las condiciones en que se hicieron los experimentos o directamente negaron haber participado en ellos.
El 3 de octubre de 1995, en un breve discurso emitido desde la Casa Blanca, Clinton reconoció que durante la Guerra Fría el gobierno de Estados Unidos financió experimentos totalmente faltos de ética. Admitió que las víctimas fueron en general personas enfermas y pobres. Ofreció a los damnificados, sus familias y sus comunidades una disculpa en nombre de los Estados Unidos de América.
Un par de horas después, la televisión emitió en vivo el veredicto del juicio al famoso deportista y actor O. J. Simpson. La cobertura que todos los medios le dieron a esta noticia eclipsó por completo el discurso presidencial. Como escribió Welsome en su libro The Plutonium Files (1999): “Ni siquiera los inteligentes doctores del Proyecto Manhattan habrían soñado semejante distracción”.
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