› Por Mariano Ribas
Es un enigmático mundo helado girando en torno al planeta más grande del Sistema Solar. Allí, a cientos de millones de kilómetros de la Tierra, el Sol brilla débilmente sobre un paisaje bastante suave, pero abrumadoramente desolado. Un terreno de hielo sólo interrumpido por largas e intrincadas fisuras, y algunos jóvenes y escasos cráteres. Pero Europa parece ocultar más de lo que muestra. Todo indica que debajo de esa cáscara blanca y gélida, la luna de Júpiter escondería una de las sorpresas más impresionantes de nuestro barrio planetario: un enorme y profundo océano de agua. Y, junto con toda esa agua, habría sales, e incluso materia orgánica. ¿Chances para la vida? El cuadro, sin dudas, resulta tentador. Tan tentador, que muchos astrónomos y exobiólogos sueñan con la vida en Europa. Y no sólo ellos: en su novela 3001 (una nueva secuela de 2001: Odisea del espacio), Arthur Clarke juega con toda una fauna de exóticas especies nadando en las ocultas aguas de la luna joviana. Son sueños razonables. Y se apoyan, fundamentalmente, en las sólidas evidencias obtenidas por las sondas espaciales Voyager y Galileo, y también en algunas pistas biológicas bien terrestres. Mientras tanto, la NASA está preparando nuevas misiones para explorar Europa bien a fondo: ya se está hablando de un orbitador, de vehículos de descenso y hasta de un submarino que, dentro de veinte o treinta años, navegaría por aquellas aguas misteriosas en búsqueda de vida extraterrestre.
Descubriendo una luna helada
Vista con un telescopio, Europa es apenas un puntito de luz casi pegado al brillante
disco de Júpiter. Y lo mismo ocurre con las otras tres grandes lunas
jovianas descubiertas por Galileo Galilei hace casi cuatrocientos años.
Por eso, unas décadas atrás, no era mucho lo que se sabía
sobre este satélite: su diámetro (unos 3200 km, algo más
chico que nuestra Luna), su período orbital en torno a Júpiter
(3 días y medio), su distancia al planeta (casi 700 mil km) y unas pocas
cosas más. Una de ellas, bastante curiosa: el análisis espectroscópico
de su luz sugería que Europa estaba cubierta por hielo de agua. Pero
a fines de los ‘70, las legendarias sondas espaciales Voyager I y Voyager
II llegaron a Júpiter y se cansaron de estudiarlo y fotografiarlo. Y
obtuvieron espectaculares primeros planos de sus principales lunas, entre ellas,
claro, Europa. Aquellas históricas e inolvidables imágenes de
las Voyager dejaron boquiabiertos a los científicos de la NASA: la luna
joviana estaba, efectivamente, envuelta en una coraza de hielo. Una coraza atravesada,
de tanto en tanto, por fisuras y rajaduras de cientos de kilómetros de
largo, enormes cicatrices que parecían formar una red alocada. Y, también,
terrenos superpuestos y de distintas alturas. Pero muy pocos cráteres,
al menos en comparación con otras lunas del Sistema Solar. Geológicamente
hablando, la superficie de Europa parecía ser muy joven, y también
muy dinámica, porque mostraba claros signos de renovación permanente.
Y tratándose de hielo de agua, ése no era un detalle menor.
En 1995, la Galileo, otra nave norteamericana, retomó la posta de las
Voyager. Pero no siguió de largo sino que se instaló en el sistema
de Júpiter. Y desde entonces ha sobrevolado una y otra vez al enorme
planeta gaseoso y a sus cuatro escoltas de lujo: Io, Calisto, Ganímedes
y Europa. Durante estos años, la Galileo tuvo varios encuentros cercanos
con Europa, llegando incluso a pasar apenas a unos cientos de kilómetros
por encima de su manto de hielo. La nitidez de sus fotografías fue contundente
y aportó nuevas y sugestivas pistas que aún hoy siguen dando que
hablar.
El océano oculto
Evidentemente, Europa muestra un rostro lastimado, pero joven y cambiante. Incluso
se han llegado a detectar capas de hielo de distintas edades y evidencias de
criovulcanismo (es decir, de chimeneas heladas que alguna vez escupieron chorros
de hielo hacia la superficie). Y quizás ahora, también. Por eso,
ante semejante panorama, los astrónomos y geólogos planetarios
no se sorprendieron ante la relativa pobreza de cráteres de Europa: las
marcas de aquellos tremendos impactos de asteroides y cometas, típicos
de la infancia del Sistema Solar, han sido borrados por la continua actividad
geológica del satélite joviano. Y los que quedan son los más
recientes. En definitiva: una superficie de hielo de agua que se renueva una
y otra vez con más hielo de agua. Y que incluso resbala, tal como se
ha comprobado recientemente. Por todo esto, los científicos están
casi convencidos de que debajo de esa corteza (de varios kilómetros de
espesor) existe un enorme reservorio de hielo semifundido. Y más abajo,
un gigantesco océano de agua líquida. Es algo único en
todo el Sistema Solar (a excepción de la Tierra, claro).
Rostro helado, corazón caliente
Por fuera, y tal como lo han comprobado las Voyager y la Galileo, Europa es
extremadamente fría. Allí, cinco veces más lejos del Sol
que la Tierra, la temperatura es de 180 grados bajo cero. Pero por dentro las
cosas son muy distintas. Y esto se debe a las tremendas mareas que sufre a causa
de su interacción gravitacional con el colosal Júpiter, un “tire
y afloje” que la estira y la contrae, una y otra vez, a medida que gira
alrededor del planeta. Y a eso hay que sumarle el tironeo de sus principales
compañeras, Io, Calisto y Ganímedes. Como resultado, el núcleo
de Europa es un pequeño infierno. Y ese calor puede derretir sin problemas
las capas de hielo más profundas, dando lugar al vasto océano
de agua líquida que, según algunas estimaciones, tendría
cientos de kilómetros de profundidad. Y que, en sus partes más
cercanas al núcleo, sería tibio.
Si esta historia terminara aquí, nadie podría negar que Europa
es uno de los lugares más interesantes del Sistema Solar. Sin embargo,
hay otros indicios, recientes y no tanto, que alimentan una especulación
aún más sorprendente que la existencia de un gran océano
de agua líquida. Indicios que, sumados a la abundante presencia de agua
líquida, hacen razonable la hipótesis de la vida en Europa.
Materiales para la vida
Ya en la época de la Voyager, los científicos de la NASA notaron
algo bastante extraño: las fisuras de la helada corteza de Europa solían
mostrar un color rojizo-amarronado. Aparentemente se trataba de un material
que brotaba, junto con el hielo fundido, del interior del satélite. Esas
mismas tonalidades fueron fotografiadas por las cámaras ultraprecisas
de la Galileo. Y analizadas por su espectrómetro infrarrojo. Al parecer,
esos materiales son de lo más surtido: hay compuestos de hierro, compuestos
de azufre, y sales (especialmente sulfato de magnesio). Pero también
algo sumamente especial: rastros de materia orgánica (por ejemplo, trazas
de carbono). Y, sobre este punto, acaba de conocerse una investigación
que aporta algunos detalles sumamente significativos.
Desde que sospechan la existencia del océano de Europa, los astrónomos
vienen barajando un posible origen para todo ese hielo y toda esa agua: los
cometas, objetos que –como se sabe– son desprolijas amalgamas de
roca, polvo y distintos tipos de hielo, incluyendo agua congelada. Pero que
también contienen material biogénico, como el carbono, el nitrógeno
y el fósforo. Y hasta se habla de aminoácidos. La cuestión
es que, hace poco, los astrónomos estadounidenses Elisabetta Pierazzo
(Universidad de Arizona) y Christopher Chyba (Instituto SETI, en Mountain View,
California) calcularon qué cantidad de material biogénico podría
haber recibido Europa por el impacto de cometas a lo largo de su historia. Según
estos expertos en exobiología, la cifra sería más que importante:
varios miles de millones de toneladas de carbono, y cientos de millones de toneladas
de nitrógeno, fósforo, azufre y otros elementos clave. “Es
muy probable que en Europa existan muy buenas cantidades de materiales biogénicos
como para permitir y mantener la existencia de una biosfera”, dice Chyba.
En otras palabras: Europa tendría los materiales crudos para la vida.
Pistas biológicas terrestres
En el océano de Europa, esos ladrillos biológicos básicos
tendrían un marco adecuado. Pero con eso sólo no alcanza porque,
como explica Pierazzo, haría falta “algún mecanismo que,
mediante esos elementos químicos, permita la formación de moléculas
orgánicas cada vez más complejas (...) y, así, aquellos
elementos podrían dar lugar a células vivas”. Pierazzo y
Chyba son sólo algunos de los expertos que confían en la posibilidad
de vida de Europa. Y hay quienes apuestan todas sus fichas a aquel mundo atado
a la gravedad de Júpiter: “Si hay algún otro lugar en el
Sistema Solar con chances para la vida, ese lugar es Europa”, dijo, hace
poco, John Delaney, un prestigioso oceanógrafo de la Universidad de Washington.
Ahora bien: ¿podría haber organismos capaces de vivir en el océano
de Europa, siempre cubierto por una gruesa capa de hielo bloqueando la luz solar?
Tomando el ejemplo de lo que ocurre en nuestro planeta, bien podría ser:
hay microorganismos capaces de soportar condiciones extremas, y por eso se los
llama “extremófilos”. Son diminutas criaturas que viven debajo
de los glaciares, en finas capas de agua que separan la roca del hielo. O en
las masas de nieve cercanas al Polo Sur, soportando temperaturas de hasta 80
grados bajo cero. Y, en el extremo, otros que pululan a temperaturas cercanas
a los 100 grados, a grandes profundidades bajo tierra, o cerca de las chimeneas
volcánicas del lecho oceánico. Pero volviendo al caso del frío
y la falta de luz solar, que es el que aquí más nos interesa,
bien vale la pena tener en cuenta los sorprendentes resultados obtenidos por
científicos rusos, norteamericanos y franceses en el Lago Vostok, en
plena Antártida (ver recuadro). La vida, al menos aquí, conoce
muy bien de adaptaciones extremas. Y quizás lo mismo ocurra en la lejana
Europa.
Exploración futura
La única manera de revelar el misterio es viajar a Europa y tratar de
llegar a su océano oculto. Y eso, obviamente, no es nada fácil.
Por empezar, la NASA tiene agendada una misión que se lanzaría
en el 2008. La nave, llamada Europa Orbiter, sería la primera en toda
la historia de la carrera espacial dedicada exclusivamente a una luna. Y eso
habla a las claras de la importancia científica de Europa. Su arribo
está previsto para el 2010, y su misión primaria será estudiar
el relieve, detectar cambios geológicos (principalmente, afloramientos
de hielo fundido), confirmar en forma definitiva la existencia del gran océano
oculto y, en ese caso, determinar con precisión la distribución
de las masas de agua líquida. Por otra parte, las imágenes y la
información obtenida por el Europa Orbiter servirán también
para elegir un posible lugar de descenso para otras futuras misiones. Se habla,
por ejemplo, de aparatos sofisticadísimos, capaces de perforar el hielo
del satélite para tomar muestras de su océano (una tarea que no
sería nada fácil teniendo en cuenta que, tal como indican las
más recientes estimaciones, esa corteza helada tendría unos 20
kilómetros de espesor). E incluso, y esto es sin dudas lo más
espectacular, durante la década del 2020 se enviaría un submarino,
por ahora informalmente bautizado “Hidrobot”. Sería la primera
embarcación de la historia humana que navegaría en aguas extraterrestres.
Son, sin dudas, nuevos desafíos de exploración. Valiosos por sí
mismos, más allá de sus resultados finales. Después de
varias décadas de exploración interplanetaria, todo indica que
la vida fuera de la Tierra sólo parece potable en otros dos lugares del
Sistema Solar. Uno es el subsuelo de Marte. Y el otro, el gran océano
de la helada luna de Júpiter. Por eso, la apuesta por Europa bien vale
la pena.
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