La historia de la ciencia relata sinsentidos y engaños como el buzón que el austríaco Ronald Richter le vendió a Perón en la década del ’50 para construir un complejo nuclear en la isla Huemul. El pykreto no fue un gran buzón pero anduvo cerca. Esta aleación o mezcla de hielo y fibra de madera, resistente a la compresión, a los cañonazos, y que tuvo sus quince minutos de fama durante la Segunda Guerra Mundial tomó forma de proyecto bélico e involucró por igual a Winston Churchill y a Max Perutz, quien en 1962 ganaría el Premio Nobel de Química.
› Por Pablo Capanna
Cuenta la leyenda que una tarde invernal de 1942 Lord Louis Mountbatten irrumpió intempestivamente en la mansión Chequers, la casa de campo donde descansaba el primer ministro británico. El comandante de Operaciones quería ver inmediatamente a Winston Churchill, y en vano varios empleados intentaron detenerlo, alegando que el famoso mandatario se estaba dando un baño de inmersión.
Mountbatten los eludió y trepó las escaleras corriendo con una caja entre las manos. Abrió la puerta sin anunciarse y se paró frente a la bañera donde Churchill relajaba su voluminosa humanidad, quizás envuelto en el humo azulado de uno de sus famosos cigarros.
“¡Tengo un nuevo material!”, gritó Lord Louis, al tiempo que arrojaba a la bañera un bloque de hielo, antes de que Churchill atinara a reaccionar. Pasó un rato, que le alcanzó al militar para dar las explicaciones del caso, pero el bloque seguía sin derretirse.
No era hielo común; era una mezcla de hielo con fibra de madera. Era fuerte como el concreto y había sido concebido por la mente brillante de un tal Pyke, en cuyo homenaje el material se llamaba “picolita” o “pykreto”. Lord Mountbatten imaginaba que sería posible usarlo para construir buques de guerra.
Tardaba mucho más que el hielo común en derretirse, era muy resistente a la compresión, y podía soportar hasta los cañonazos. El proyecto se debía a Geoffrey Pyke, un extravagante personaje que había incursionado con éxito en casi todos los campos, desde el periodismo a la educación, desde la especulación financiera hasta la salud pública, la guerra y la ingeniería.
Al año siguiente, el pykreto protagonizó una reunión secreta en el majestuoso hotel Chateau Frontenac de Montreal, en Canadá. Ante Churchill, Roosevelt y los jefes militares norteamericanos, Mountbatten la emprendió a tiros con una barra de hielo y una de pykreto para demostrar su resistencia al impacto, y logró desesperar a los guardias de seguridad.
La producción del pykreto, que tendría una meteórica carrera en la última fase de la Segunda Guerra Mundial, fue puesta a cargo de Max Perutz, quien más tarde ganaría un Nobel de Química. En sus memorias, Perutz lo recordaba como “uno de los proyectos más absurdos e imaginativos de la guerra”.
Max Perutz (1914-2002) pertenecía a una familia católica de Viena, pero eso no impidió que los nazis pensaran que eran judíos y expropiaran sus bienes, obligándolos a exiliarse a Inglaterra. Max hizo su doctorado en Cambridge con el famoso biólogo J. D. Bernal y para 1938 publicó en Nature su primer trabajo sobre la hemoglobina.
Con eso iniciaba el trabajo que muchos años más tarde le iba a valer un Premio Nobel, compartido con J. C. Kendrew en 1962. Pero cada vez que podía Perutz se escapaba a esquiar y escalar montañas, razón por la cual ese mismo año se unió a un equipo de glaciólogos que organizaba una expedición a los Alpes suizos.
Todo cambió drásticamente con el comienzo de la guerra. En mayo de 1940, cuando Hitler invadía Holanda y Francia estaba por capitular, la histeria se apoderó de las autoridades británicas, que decidieron internar en campos de prisioneros a todos los civiles procedentes de países del Eje.
En ese momento había muchos de ellos en Inglaterra, la mayoría estudiando o haciendo su doctorado. Churchill quería deportarlos a la península de Labrador o a la isla de Santa Elena, en medio del Atlántico. El general Smuts, por su parte, proponía mandarlos nada menos que a las Malvinas.
De hecho, la enorme mayoría eran judíos refugiados, socialistas alemanes e italianos antifascistas; a ninguno le hacía la menor gracia que lo confundieran con las SS. Perutz contaba pintorescas anécdotas de la universidad que los profesores y estudiantes de ciencias llegaron a montar en el campo de prisioneros. Más curiosos eran los comentarios del veterano militar que estaba a cargo de ellos; no dejaba de sorprenderse al ver que había tantos “nazis” con kipá.
Después de mudar a los prisioneros de un galpón a otro, las autoridades resolvieron sacárselos de encima, deportándolos a Canadá, donde no había peligro de que ayudaran al enemigo. El primer barco que cruzó el océano lleno de antifascistas sospechosos fue hundido por los submarinos alemanes, y la mitad de ellos pereció en el naufragio.
Por suerte, el que llevaba a Perutz llegó a Quebec, y el químico, que entonces tenía 29 años, tuvo que adaptarse a una dura vida de prisionero que iba a prolongarse por más de ocho meses. Ahora los “extranjeros enemigos” por lo menos comían regularmente, gracias a las raciones del ejército, pero tenían que compartir una letrina entre cincuenta y no lograban dominar a los robustos piojos, ratas y demás plagas del campo.
Pasaron varios meses y en Inglaterra hubo un fuerte movimiento de opinión que presionó para que liberaran a los extranjeros internados, “antes de que a alguien se le ocurriera meter preso a De Gaulle”. La política cambió, y el Ministerio del Interior británico, tras ofrecerle una cátedra a Perutz, le permitió volver a Inglaterra y reencontrarse con sus padres.
El químico ya había retomado sus proyectos de investigación cuando en 1942 recibió un sorpresivo llamado de Geoffrey Pyke. J. D. Bernal había sugerido su nombre para hacerlo intervenir en un proyecto secreto, aunque no lo reclutaban por sus trabajos científicos sino por su breve experiencia campamentera con el hielo de los Alpes.
Un científico vienés refugiado había estado trabajando con hielo reforzado, y los resultados eran prometedores. Pusieron a disposición de Perutz un laboratorio secreto, que se montó en las cámaras frigoríficas del Mercado de Smithfield, en un sótano que estaba en el mismo centro de Londres.
Allí, equipados con equipo polar, los técnicos construyeron un túnel de viento en el cual enfriaban distintos materiales. El mejor resultó ser la pulpa de madera mojada y congelada, que se podía cortar en bloques y usar para distintos fines. Había nacido el pykreto, un material que resultó ser muy versátil, y lo sigue siendo; por lo menos para climas muy fríos y mientras no siga el calentamiento global.
El proyecto de Pyke era más que ambicioso: los barcos que pensaba armar no eran meros cargueros. Su idea era construir un portaaviones de hielo que sirviera para transportar bombarderos y cazas, con una amplia pista para su despegue. El nombre en clave era Habacuc. Aparentemente, aludía a ese profeta bíblico que pregonaba “una obra que, si os la contaran, no la creeríais” (Hab. 1,5).
Se dice que Churchill tenía una verdadera debilidad por los delirios de Pyke y siempre estaba dispuesto a hacerle caso. Cuando el prolífico inventor diseñó un vehículo de asalto para la nieve (más tarde, lo produjo Studebaker), el primer ministro no vaciló en sentenciar que “nunca en la historia de la guerra tan pocos serían capaces de vencer a tantos”.
El día después del baño, Churchill se había repuesto del enfriamiento y enseguida comenzó a calentarse con el pykreto. Emitió un memo Top Secret que le asignaba la mayor importancia. “Las ventajas de una isla flotante de hielo, aunque fuera para el reabastecimiento de aviones, son tan apasionantes que no vale la pena discutirlas”, escribió. Hasta se animó a recomendar que se cortara un témpano del Artico para engrosarlo añadiéndole sucesivas capas de hielo para alcanzar un espesor de 30 metros y echarlo a navegar.
Con ese método, la construcción del barco hubiese llevado un año. El pykreto permitiría ahorrar tiempo, produciendo bloques en serie y ensamblándolos. De tal modo, Churchill le dio su bendición al proyecto, y dispuso que fuera orientado por Perutz y Bernal. Curiosamente, a la sazón Bernal era un comunista de estricta observancia soviética.
El H. M. S. Habbakuk se construiría con bloques de pykreto, soldados con agua helada. Tendría unos seiscientos metros de largo, cien de ancho y paredes de doce metros de espesor, que lo ponían a prueba de torpedos. En sus bodegas podría acomodar unos 200 cazas Spitfire o bien 100 bombarderos.
Todo estaría atravesado por tuberías refrigerantes y revestido de tela impermeable para no perder agua. Varios generadores a vapor producirían la electricidad necesaria para hacer funcionar 26 motores eléctricos, cada uno de los cuales movería una hélice. El problema de diseñar un timón para semejante Leviatán se dejó para más adelante, pero nunca se llegó a resolver.
Esta cruza de iceberg con Titanic iba a tener un desplazamiento de más de dos millones de toneladas, veintiséis veces el volumen del Queen Elizabeth. Por si esto fuera poco, Pyke pensaba equiparlo con mangueras capaces de rociar con chorros de agua súper enfriada al enemigo, como para dejarlo helado. Perutz creía que esa había sido “su mejor obra de ciencia ficción”. Pero Mountbatten y Churchill no le iban en zaga, porque estaban soñando con usar el Habbakuk para invadir Japón.
Cuando el equipo terminó de conformarse, todos fueron transferidos a Canadá, donde ya había técnicos haciendo ensayos con el hielo. La mayor dificultad política consistía en que Perutz todavía seguía siendo un extranjero indeseable. Pero ahora todo era más fácil, y bastaron unos telefonazos de Mountbatten para que en una hora lo hicieran súbdito británico, con documentos y todo, antes de embarcarlo rumbo a Canadá, con nuevas responsabilidades bélicas.
A orillas del lago Patricia, los británicos pusieron en marcha una verdadera fábrica de hielo y construyeron un prototipo del Habbakuk, de veintiocho metros por nueve, que anclaron en el lago. Para evitar que fueran a descubrirlo desde el aire, lo cubrieron con un techo de chapas de dos aguas, de manera que pudiera parecer un inocuo galpón. Otros contratistas se encargaban de diseñar los motores y los habitáculos del barco.
Las cosas comenzaron a complicarse cuando la Marina de los Estados Unidos, que también participaba del proyecto, emitió un lapidario informe de factibilidad. Habían calculado que para montar la fábrica de pykreto se hubiera necesitado tanto acero como para hacer un portaaviones de metal.
Para colmo de males, Mountbatten se había trasladado al frente del Pacífico, con lo cual dejó de ocuparse del proyecto. Los norteamericanos iban ocupando islas y sus bases ponían a Japón al alcance de los bombarderos. En el Pentágono también había gente que ya sabía cuál sería el arma decisiva: la bomba atómica. Fue así como el prototipo se abandonó, aunque no terminó de derretirse hasta fines del verano siguiente.
Perutz fue licenciado y pudo regresar a su hemoglobina. Pero Pyke todavía no estaba dispuesto a rendirse. En 1943 le mandó a Mountbatten otro memorando de cincuenta páginas donde le explicaba la nueva y revolucionaria idea que se le acababa de ocurrir. Ahora se trataba de resolver el problema del desembarco en las islas del Pacífico, que no contaban con puertos.
Pyke proponía construir caños flexibles de gran diámetro a través de los cuales se podía enviar, mediante aire comprimido, contenedores con pertrechos, armas, municiones y vituallas. Días más tarde, dobló la apuesta. Si se hacían mangueras lo suficientemente amplias también sería posible enviar tropas encapsuladas.
Pyke hasta había pensado en la provisión de oxígeno y el suministro de barbitúricos para evitar los ataques de claustrofobia de los soldados. La idea no fue acogida por la simple razón de que para instalar un “oleoducto” de esas dimensiones hubiera sido preciso hacer antes caminos y obras de infraestructura. No sabemos si a Pyke se le habrían ocurrido otras ideas tan brillantes como esa, antes de que se suicidara en 1948.
La guerra siempre es el más indeseable de los recursos políticos. No sólo por las razones más obvias, como la mortandad y la destrucción. La guerra es ante todo un absurdo estado en el cual la suspensión del orden civil y de los derechos parece darles un toque de necesidad y urgencia hasta a esas ideas que en tiempos normales serían consideradas delirios. En aras del poder y la victoria, todo puede sacrificarse.
Por suerte, si en una sociedad pacífica y mínimamente democrática alguien llega a pensar que es imprescindible construir un subterráneo a gran altura, sin dudar de que eso nos pondría a la cabeza de las naciones avanzadas, existen controles políticos y una opinión pública informada capaces de frenarlo. Y cuando ellos fallan, siempre queda la poderosa entropía burocrática, que enfría hasta las buenas intenciones.
A veces, hasta la burocracia puede ser útil para frenar estos brotes de creatividad fantástica y darnos tiempo para recapacitar y pensar en cómo adjudicar mejor los recursos. ¿O no?
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