OLIMPIADAS: BEIJING 2008
A las sospechas sobre doping positivo se sumó, en los Juegos de Beijing, una extraña preocupación por el rendimiento de las atletas. Manto de dudas que tiene la mira puesta en la sexualidad de las deportistas. ¿Transatletas o paranoia olímpica?
› Por Esteban Magnani y Luis Magnani
El reino del deporte, al menos el deporte olímpico, es el de la objetividad. Las centésimas de segundo leídas con convicción no admiten la Teoría de la Relatividad; el concepto de doping no acepta discusiones acerca de qué es, en verdad, una droga, y los árbitros deben saber cuándo el último átomo de una pelota deja de estar sobre la raya que limita el campo de juego.
Por eso, el anuncio de la agencia oficial china de noticias Xinhua no sorprendió a nadie. Como en las Olimpíadas de Sydney y Atenas, las atletas femeninas consideradas “sospechosas” deberán someterse a tests que determinarán si “realmente” son mujeres. Algo que parece muy simple no lo es tanto, al menos desde la óptica de los organizadores de las Olimpíadas de Beijing.
Quizá para no sufrir el shock que derrumbó al personaje de El juego de las lágrimas, que consideraba imposible confundir una mujer con un hombre, han dispuesto a estos efectos un laboratorio bien provisto en el Hospital Colegio de la Unión Médica de Beijing. Dicho más a fondo, no basta con el examen visual del atleta, también se avalúan sus hormonas, genes y cromosomas. Y si esto no basta, existe la posibilidad de un examen fisiológico que, a todas luces, se presenta como una intromisión en la vida privada.
Si bien la decisión de los tests corre por parte de las autoridades olímpicas, el tema de los derechos humanos es muy sensible en estos juegos en particular por lo que, en una de las pocas referencias oficiales a estos tests, durante una conferencia de prensa, se aclaró que “hasta el momento” no se consideró necesario llevar adelante ningún control. Es que las pruebas sólo se hacen a aquellos (en realidad “aquellas”) deportistas que dan lugar a la sospecha, algo bastante subjetivo, por cierto.
Por supuesto, estos tests se agregan a los que todos los atletas son susceptibles de pasar: los de las sustancias prohibidas. La diferencia está en que, hasta ahora, los tests de identidad sexual jamás descubrieron una ventaja deportiva para quienes no los pasaron mientras que los anabólicos, esteroides, ciertos jarabes para la tos y muchas otras drogas no dejan dudas en cuanto a que sí otorgan ventajas.
Como en tantos otros aspectos de la humanidad, la mujer tardó en ocupar el lugar que le correspondía en los Juegos Olímpicos. Los juegos nacieron en el 776 a. C., en Olimpia, en honor a Zeus, como parte de un festival religioso. En ese entonces apenas si había una carrera de 192 metros, aunque pronto se agregaron el lanzamiento de jabalina y de disco, la lucha y otras disciplinas. Muy pronto, los ganadores de estas pruebas pasaron a ser, igual que en la época actual, verdaderos héroes inmortalizados por escritores, escultores, poetas. Una demostración es la conocida estatua del Discóbolo (450 a. C.).
Claro que las mujeres no estaban autorizadas a presenciar la prueba ni a competir por la corona de laureles, único premio. La única privilegiada era la sacerdotisa de Deméter que sí podía asistir a juegos que podrían tildarse de inquietantes ya que los atletas competían desnudos. A los romanos, presenciar luchas entre hombres desnudos les pareció degradante por lo que, una vez sometidos los griegos, pronto cancelaron los juegos por completo.
Fue recién en 1896 que el Barón Pierre de Coubertin los resucitó, en Atenas. Y la presencia de mujeres fue más que escasa durante décadas. En París, en 1900, sólo compitieron en golf y tenis. En 1904, en St. Louis, se les agregó la arquería. En 1908, en Londres, se contaron 2000 atletas y apenas 36 mujeres. La historia cuenta que, muy lentamente, siguieron incorporándose especialidades y atletas femeninas.
Los tests para determinar la identidad sexual aparecieron en la década del ’60 porque algunas competidoras que presentaron la Unión Soviética y otros países comunistas despertaron sospechas. En un principio se conformaron con que las atletas desfilaran desnudas frente a un panel de médicos; pero desde 1968, en las Olimpíadas de México, se reemplazó por un test de cromosomas.
Hay que decir que ese cambio acabó con la paz. Pese a que nunca uno de estos tests descubrió un hombre simulando ser mujer, sacó a la superficie un sinnúmero de irregularidades que sólo sirvieron para confundir la situación o, mejor dicho, mostrar lo compleja que era. En efecto, para estos resultados de laboratorio, algunas mujeres fueron consideradas hombres debido a sus particularidades genéticas.
A la polaca Ewa Klobukowska, en 1967, se le impidió competir. A la española María José Martínez Patiño, corredora de vallas, le fue peor: la descalificaron porque, vino a saberse, poseía desde su nacimiento un cromosoma Y. En 1988 fue rehabilitada.
Hay más casos: por ejemplo, ya en 1966, en Atlanta, ocho atletas fallaron en el test por causas parecidas a las de Patiño. Es importante destacar que hubo coincidencia entre los doctores: las irregularidades detectadas nunca implicaron una ventaja deportiva para quien las tiene.
Esto lleva a preguntarse si no se procede con exceso de celo. Hay por lo menos un caso en que no es así. Suele ocurrir que, por su aspecto, algunas atletas son señaladas con sospecha. Los organizadores y el laboratorio deben poder, a estos niveles de competencia, despejar toda duda, si acaso ello fuera posible. Por lo pronto en 1999 se restringió el pedido de tests cromosómicos a los casos dudosos.
Claro que despejar las dudas no es tan fácil como parece. Christine Mc Ginn, una cirujana plástica especializada en medicina transexual, afirma que –observación que intranquilizará a más de uno–, a esta altura, resulta muy difícil definir qué es un hombre y qué es una mujer.
Ocurre que el rango de condiciones genéticas es tan amplio que personas que lucen como mujeres pueden tener un cromosoma Y mientras que los que aparecen como hombres pueden no tenerlo.
La mayoría de la gente que se entera lo hace en su adultez. Los dichos de Christine pueden conducir a preguntas aún más inquietantes. ¿Qué harán los organizadores olímpicos cuando se presente un transatleta? ¿Le permitirán competir? ¿Dónde? ¿Qué dirán los tests?
Por ahora, para reducir la tensión, uno puede conformarse sabiendo que, desde el Barón de Coubertin, existe un solo caso de trampa claramente intencional respecto del sexo y no fue descubierto por los tests. En 1936, Dora Ratjen (en realidad, Hermann Ratjen) corrió salto en alto. Veinte años más tarde confesó que fue obligado por los nazis. Pero Adolf no tuvo suerte: Dora salió apenas cuarta.
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