Buenos Aires ya no tiene alfombra bajo la cual esconderla y todo el país es una suerte de inmenso foco infeccioso: ¿existen acciones eficaces para tratar la basura? Hay casos que demuestran que con una política ambiental seria y continuada es posible.
› Por Sergio Federovisky
Quienes incorporan una mirada ecológica al análisis de los sistemas sociales cuestionan a los economistas clásicos por considerar al ciclo productivo como un sistema cerrado y desdeñar el impacto de los desechos que libera todo proceso.
Quienes analizan el funcionamiento de una ciudad desde la ecología afirman que los administradores municipales han abordado la basura apenas como un servicio público a brindar (como el reemplazo de las lamparitas callejeras), subestimando el impacto ambiental de ese subproducto insoslayable del metabolismo urbano.
Es probable que esas dos distorsiones expliquen la imposibilidad crónica de lidiar eficazmente con un problema que se ha revelado como un condicionante decisivo para imaginar un futuro razonable para cualquier habitante de cualquier conglomerado urbano.
Todo lo que desechamos deja de estar, en el mismo momento en que es eliminado, en nuestro horizonte de preocupaciones, lo que quizás explique desde lo subjetivo por qué los residuos pasan a ser problema de otro apenas los dejamos en la calle. Sin embargo, hay ciertos datos que nos obligan a reflexionar respecto de algo que amenaza con sepultarnos, social, política y hasta físicamente.
La sociedad de consumo ha perfeccionado hasta tal punto su estímulo a la renovación sistemática de artículos –en buena parte inútiles o superfluos– que en los Estados Unidos el 90 por ciento de lo producido se desecha en un lapso de seis meses. Y, lo que es peor para aquellos que creen que el problema somos sólo los consumidores, por cada recipiente de basura domiciliaria se generan 70 en el proceso de manufactura de esos productos desechados.
Pese a lo que digan los intendentes, el problema de la basura no es apenas el de sacar de las calles lo que sobra. Una rápida caminata por el conurbano bonaerense permite comprobar que si sólo se tratara de volumen, el problema hasta podría ser manejable. La basura es, según las Naciones Unidas, la explicación de cerca del 80 por ciento de las enfermedades de la niñez.
No sólo por esa porfiada costumbre que tienen los niños pobres –con o sin tristeza– de hurgar en la montaña en la que los tristes ricos vuelcan televisores, zapatillas viejas o retazos de pollos al spiedo, sino porque todo lo que contamina los ríos y arroyos urbanos es básicamente basura que no recibió ni el tratamiento ni el destino que le corresponde.
A esto hay que sumarle, mal que les pese a los que entienden el tratamiento de los residuos como un trámite ingenieril, que la crónica ausencia del Estado en estas latitudes convierte los rellenos sanitarios en potenciales focos infecciosos que funcionan con autorización y carnet municipal.
Hay una forma bastante precisa, ideológicamente correcta y a la vez inoperante de encarar los problemas ambientales, que es echarle la culpa al modelo de desarrollo imperante. Los volúmenes de contaminación sólo se explican en un modelo insustentable, pero como decía el historiador Ignacio Lewkowicz, culpar al capitalismo de los males ambientales es pertinente pero no abre un campo de intervención eficaz.
Desde el comienzo de la gestión de Mauricio Macri al frente de la ciudad, el tema de la basura es una fija en la agenda. Dos hechos lo justifican: la constatación de que ante el colapso de los rellenos sanitarios la basura porteña perdió su norte y la inminente licitación del servicio de recolección que ubica el asunto en la lógica de los negocios con el Estado.
Pero hay también una razón subjetiva: en todas y cada una de las encuestas “municipales” la gente sitúa la basura como un tema eternamente pendiente. Un sondeo de Poliarquía publicado por la Fundación Vida Silvestre (www.vida silvestre.org.ar) en 2005 muestra que uno de cada dos habitantes del Area Metropolitana de Buenos Aires cree que el problema más grave que sufre es la contaminación, de la que la basura es inescindible.
Para las tres cuartas partes, la responsabilidad de semejante dislate ecológico es del gobierno, sea nacional, provincial o municipal.
La Argentina es en su conjunto un ejemplo propicio de desmanejo en el tema residuos.
Un diagnóstico elaborado por la Asociación Argentina de Ingeniería Sanitaria y Ciencias del Ambiente (Aidis, www.aidisar.org) deja poco lugar a dudas: más del 90 por ciento de los municipios no posee una gestión de residuos adecuada, primando los basurales a cielo abierto como manejo habitual. Por si alguien no lo sabía, ésa es la causa de la columna de humo negro que se aprecia en el cielo de Comodoro Rivadavia, Palpalá o General Villegas.
Buenos Aires tuvo la fortuna de que los militares, deseosos de dejar la capital bella y radiante para el Mundial ’78, hubieran decretado el cierre de “La Quema” y el fin de los incineradores, e incorporaran la palabra ecología al glosario de sus atrocidades.
Así nació la Coordinación Ecológica Area Metropolitana del Estado (Ceamse), engendro que en vez de enaltecer el concepto ecológico de su nombre de bautismo, se convirtió en botín de negocios, tanto que su sola mención provoca rechazo social.
Los rellenos de Villa Dominico y Ensenada fueron cerrados por obra y gracia de la protesta social que les adjudicó una dosis de contaminación que, aun siendo cierta, parece nada si se la compara con el Riachuelo u otros cursos de ¿agua? con los que esos mismos vecinos conviven.
En Brandsen, hace un año, ante la sola enunciación de estudiar la radicación de un relleno sanitario operado por la Ceamse, los vecinos se atropellaban para cortar las rutas y refractar cualquier atisbo de concreción de ese proyecto, aun cuando eso significara que su propia basura siguiera sin destino cierto.
Y hay más: cuando se balbuceó la idea de llevar residuos porteños a ciudades a más de cien kilómetros, los vecinos de esas localidades lo rechazaron en masa, no sólo despreciando la paga que se les ofrecía a sus municipios por ese servicio, sino haciendo uso explícito de la opción de mantener sus basurales infectos con residuos propios antes que un relleno supuestamente controlado e higiénico con basura ajena.
Será que, con la sola aplicación de una pequeña dosis de memoria colectiva, la sociedad descree de ciertos procesos administrados por el Estado. Motivos no faltan. La Ceamse reconoce que el 30 por ciento de la basura que por ley debía ir a los rellenos sanitarios que administra va quién sabe dónde.
La misma Ceamse, que naturalmente no tiene obligación de declarar en su contra, contabilizó 108 basurales ilegales en el Gran Buenos Aires. Lo notable es que esos espacios, pese a su condición de clandestinos, no sólo son a cielo abierto sino a la vista de todos: una recorrida periodística realizada por quien esto escribe permitió hallar en apenas dos tardes una decena de basurales y comprobar que, de acuerdo con lo declarado por quienes controlan la entrada, son las propias municipalidades del conurbano las que envían allí sus camiones y regentean la actividad de estos baldíos receptores de basura de todo origen.
“Muchas empresas para ahorrar costos en lugar de pagar su vuelco en los cinturones ecológicos lo hacen clandestinamente”, ilustra un informe del defensor del Pueblo de la Nación.
Este panorama condujo a lo que los especialistas califican como colapso ante la previsible colmatación del único relleno sanitario operativo y la ausencia de lugares propicios en donde arrojar la basura porteña. Eso moviliza al gobierno de la ciudad, que se desvela por hallar esos nuevos espacios que, por obra y gracia de los límites jurisdiccionales y la hiperurbanización porteña, deben estar del otro lado de la General Paz.
Eso sí, todos dicen que hay que reciclar, pero a la hora de asignar esa tarea el Estado se desliga y se convoca a contingentes de hiperpobres que hasta han recibido una categorización ecológica: ya no son cirujas y a veces ni siquiera les cabe el menos brutal sustantivo “cartoneros”, sino que pasaron a ser “recuperadores urbanos”, como si hubieran elegido ocupar ese eslabón en la cadena ambiental de la ciudad, una suerte de sucedáneos de los microbios que descomponen la materia orgánica.
Como sugiere Pablo Schamber en el libro Recicloscopio, debe quedar en claro que no es una actividad deseada ni elegida y que “los cartoneros no reciclan, recolectan”. De más está decir que si no se tratara de una dádiva que busca subsanar la indiferencia para con este sector pauperizado y sin trabajo, debería ser el propio Estado el que ejecute la tarea de recolección de desechos reciclables.
¿Es imposible pensar en tener una política razonable respecto de la basura? Hay experiencias que confirman que no, siempre y cuando sea una política y no una convocatoria repetida a iniciar planes piloto. En San Francisco (EE.UU.), del total de residuos que se genera en las casas sólo el 40 por ciento llega a un relleno sanitario. Para eso, hay una política de premios y castigos impositivos de acuerdo con la conducta “basuril” de los ciudadanos.
En Curitiba (Brasil), el 25 por ciento de las 2200 toneladas de basura que se generan cada día se separa en las casas y el municipio las recolecta diferenciadamente para destinarla al reciclaje. Eso sí, como explica Marilza Dias, coordinadora de Residuos Sólidos de Curitiba, el asunto es política de Estado: “Lo que paga la ciudad por recolección es más de lo que obtiene al vender el material y el costo de recolectar basura reciclable es diez veces superior al de recolectar basura orgánica. Pero comprendemos que la ciudad se beneficia de otra forma, al no tener que construir más rellenos sanitarios o llevar la basura lejos”.
Ambos ejemplos –como también el de Zaragoza, España– demuestran que es posible avanzar en una política ambiental sobre los residuos, pero también confirman que los reyes son los padres: a la basura hay que enterrarla y no suponer –ingenuamente– que todo se resolverá con invocaciones ecologistas al reciclado.
Los estados que se han ocupado con criterio del asunto dicen emplear políticas de “basura cero”, no porque crean a ciencia cierta que algún día no habrá más desperdicios sino porque, dada la mayor contaminación y la menor disponibilidad de sitios para el enterramiento, la tendencia debe ser a la reducción progresiva de la basura producida.
Quizá no todos lo sepan pero, producto de la vigente Ley 1854 de Residuos Sólidos Urbanos (Ley de Basura Cero), en la ciudad de Buenos Aires había hasta hace apenas un par de meses contenedores diferenciados para que cada vecino sacara la basura seca y húmeda por separado.
La experiencia, no obstante, era traumática: el camión recolector desconocía nuestro afán ambientalista y, prolijamente, mezclaba en su parte de atrás el contenido de cuanto tarro hallara a su paso. El gobierno porteño, con un lenguaje de cierto tono paternalista, determinó que no habría más contendores diferenciados (es decir que sería estúpido seguir separando la basura en las casas) porque “los vecinos aún no tienen suficiente conciencia”.
Hace poco le preguntaron al filósofo Tomás Abraham qué le molestaba de los gobiernos de la Argentina. Respondió que de casi todos los gobiernos, desde el inicio de la democracia, lo que le perturbaba era que no pudieran detener la progresiva e indetenible falta de Estado. Seguir buscando una gigantesca alfombra bajo la cual esconder la basura es la confirmación de esa ausencia.
(Versión para móviles / versión de escritorio)
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina
Versión para móviles / versión de escritorio | RSS
Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux