CRONICAS DEL SUPERCOLISIONADOR DE HADRONES
Uno de los principales experimentos que comenzarán a desarrollarse en el CERN no bien vuelva a funcionar el colisionador de hadrones tiene nombre de cuento. Los científicos esperan que sirva para reconstruir los comienzos del universo. ¿Cómo es Alice bajo la tierra?
› Por Por Romina Kippes *. Desde Ginebra
Para desilusión de muchos románticos, Alice no es el nombre de una amante extraviada, ni la evocación de una diosa mitológica. El nombre remite a las siglas de uno de los experimentos con los que el Conseil Européen pour la Recherche Nucléaire - CERN (www.cern.ch) pretende descifrar los orígenes del universo: A Large Ion Collider Experiment.
Pero sí tiene algo de país de las maravillas, sobre todo cuando se piensa que con una estructura realmente monstruosa Alice va a poder reproducir los primeros microsegundos que sucedieron a la gran explosión, el Big Bang. Y más todavía cuando se descienden los 80 metros que separan la superficie de la tierra del corazón de Alice, un lugar en el que la ciencia de elite se prepara desde hace años para dar uno de sus mejores espectáculos.
En realidad, Alice es uno de los cuatro experimentos que funcionarán en torno del LHC (Large Hadron Collider); el mayor y más asombroso colisionador de hadrones en toda la historia, el ya famoso acelerador con forma de anillo que recorre 27 kilómetros en la frontera suizo-francesa.
Los otros son Atlas, CMS y LHCb, cada uno de ellos ubicado en un punto del gran anillo y cada uno dispuesto a leer -–con distinto nivel de detalle– lo que suceda con los choques que los haces de protones darán en sus 11 mil vueltas por segundo durante todo el recorrido.
A diferencia de los demás, Alice se encargará de estudiar la física de partículas pesadas, y su más secreta esperanza está en el día en que se disparen los iones de plomo (átomos de plomo ionizados) en las dos direcciones del LHC, y esos haces colisionen entre sí.
“Cuando provocas colisiones plomo-plomo obtienes interacciones puntuales”, dijo con acento mexicano Gerardo Herrera Corral, un representante del Cinvestav, en México, uno de los grupos que activamente trabajan en el experimento de Alice.
“Allí, en ese volumen, se deposita toda la energía, y esa densidad es tan grande que puede compararse con la temperatura que existió 10 microsegundos después del Big Bang”, y que es absolutamente inimaginable en nuestra vida cotidiana: la materia en condiciones extremas. Ese es el paisaje que Alice pretende pintar cuando se sumerja 80 metros bajo tierra, allí donde su corazón descansa desde hace varios meses.
Desde que una falla interrumpió el trabajo del LHC, las visitas al interior del túnel y de los experimentos son realmente restringidas. Todavía se desconocen las consecuencias precisas del inconveniente (una soldadura que se soltó y el gas refrigerante que se expandió), y es por eso que técnicos del CERN desandan diariamente los 100 metros que separan al túnel de la superficie de la tierra, para tratar de remediar el problema.
Mientras tanto, el CERN se resigna a que su hijo dilecto, el LHC, no volverá a hacer girar haces de protones hasta tanto todo funcione con precisión suiza: se cree que recién en mayo de 2009 estarán dispuestos a hacer el nuevo lanzamiento.
Pero pese al hermetismo Alice abrió las puertas de su caverna, ubicada a 80 metros de la superficie, donde está instalado su corazón, que no es otra cosa que el gran detector de partículas. Ese corazón no podía ser de otro color que rojo muy, muy intenso, y no podía ser otra cosa que gigante: 26 metros de largo por 16 de alto y 16 de ancho, y 10 mil toneladas de peso, más que la propia Torre Eiffel.
Toda esa estructura está ubicada justo debajo de la tranquila población de Saint Genis-Poully, en Francia, muy cerca del límite con Suiza, en una gran caverna que alberga -–además del acelerador– sofisticados sistemas de control y refrigeración.
Exactamente encima del detector, una sala de controles operada por científicos y estudiantes de todo el mundo –31 países, 109 institutos de todo el mundo y más de mil investigadores distribuidos en distintas latitudes– se enfrenta a uno de los desafíos más grandes del colisionador: cuando chocan entre sí, los haces producen cientos de partículas que se desparraman en todas las direcciones.
Lo complicado es que las colisiones son tan seguidas (en un solo segundo se producen 800 millones de choques) que es necesario preparar sistemas lo suficientemente hábiles para detectar las verdaderamente “importantes” y despejarlas de las que no lo son.
Alice ya tiene sus puertas cerradas, pero cuando las abrió de par en par dejó al descubierto un increíble sistema de detectores, compuesto por distintas “capas” –-detector de píxeles, cámara trazadora, calorímetro electromagnético, cámaras de muones y cámara de proyección temporal– en las que las partículas dejarán el rastro de su paso: una huella, una señal que deberá ser interpretada por los físicos que trabajan en Alice. Y aunque sea contrario a la intuición, el verdadero desafío de los científicos está en interpretar todo aquello que no se ve bajo esas señales que sí pueden verse.
De las partículas que existen en el Universo, sólo unas pocas componen todo lo que hoy conocemos y vemos o hemos visto: los electrones y dos tipos de quarks, la materia con que están compuestos los protones. Esas tres partículas se combinan en todo lo que nos rodea; pero hay más, de las que poco se sabe, y se cree que allí está el verdadero secreto del universo.
Además de los dos quarks que conforman la materia de la que hasta nosotros mismos estamos hechos, existen varios otros: Charm, Strange, Top y Botton, que pertenecen a las llamadas “segunda” y “tercera” generación de partículas.
Y además de ellos, otros tipos de partículas llamadas leptones (los muones y los tau) que –-al igual que estos quarks– rápidamente “decaen” en las que sí se conocen, es decir que viven muy poco tiempo, tan poco que no pueden verse pero sí deducirse a partir de sus rastros (un rastro claro es en qué partículas se “transforman” o “decaen”).
Estas partículas existieron inmediatamente después del Big Bang; ahora sólo se encuentran en los rayos cósmicos y hoy pueden ser recreadas en aceleradores como el LHC, que simulan energías similares a las que existieron en el momento de la gran explosión. Eso, sumado a los poderosos detectores, pone a la física a los pies de una revolución.
“Estamos a 14 mil millones de años del comienzo, y podemos reproducirlo”, dijo Jean-Pierre Revol, director del equipo del CERN en el experimento. Hasta que llegue ese momento, el mundo mirará el túnel de las maravillas, y Alice aguardará que el colisionador vuelva a darle vida a su corazón.
* Romina Kippes visitó el CERN como ganadora del Premio Nacional al Periodismo Científico 2007.
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