UNA CRUZADA CONTRA DARWIN
Tachado de “demasiado democrático”, salpicado por los celos, ridiculizado como mono, el naturalista inglés –que tendrá doble aniversario en 2009– tuvo adversarios de todo calibre y tamaño pero nadie logró opacar su contribución al conocimiento de la evolución humana.
› Por Pablo Capanna
Uno de los episodios más célebres de la historia de la ciencia, o más bien de cierta literatura cuasiescolar que todos conocemos, es aquella célebre escena de 1860 en la cual el obispo de Oxford enfrenta a Thomas Huxley en un debate público sobre la evolución. En ella no faltan los argumentos contundentes y la frase célebre de Huxley, “prefiero descender de un simio antes que de un obtuso como usted”, ni la aclamación pública que consagra el triunfo del evolucionismo.
La escena tiene la misma ejemplaridad que la manzana de Newton, la bañera de Arquímedes o la torre de Pisa, pero como la mayoría de las estampitas, sean religiosas, patrióticas o ideológicas, es demasiado ejemplar para ser cierta. Quien se tomó el trabajo de rastrear los hechos en los documentos y testimonios de la época fue nada menos que Stephen Jay Gould, una de las grandes figuras científicas del último siglo, a quien nadie sería capaz de ver como un enemigo de Darwin.
Puesto que los victorianos tenían la costumbre de consignarlo todo por escrito, no le resultó difícil reconstruir qué ocurrió esa tarde en la Asociación Británica para el Avance de la Ciencia. Gould se encontró con que la pelea de fondo entre S. Wilberforce (alias “el Escurridizo”) y T. H. Huxley (alias “el Bulldog”) había tenido por telonero al químico John William Draper, autor de un famoso libro sobre el conflicto entre ciencia y religión.
Alineado junto al obispo intervino, con particular encono, el almirante Fitz Roy, el capitán del barco Beagle con el cual Darwin había dado la vuelta al mundo. El obispo Wilberforce había tenido por manager al paleontólogo Richard Owen, que ya comenzaba a ser enemigo jurado de Darwin y Huxley.
Sin embargo, ni Owen ni Wilberforce eran “fijistas”, sino “transformistas”. Admitían la evolución pero la veían, a la manera de Goethe, como la “transformación” de unas especies en otras. Lo que no aceptaban era la selección natural. Ni Huxley ni Darwin usaban la palabra “evolución”, que todavía era patrimonio del filósofo Spencer. Darwin recién llegó a hablar de evolución después de varias ediciones de su obra. Spencer, por su parte, no dejó de reclamar para sí la paternidad de la idea, que usaba casi como sinónimo de “progreso”.
Una de las sorpresas que se llevó Gould fue que la mayoría de los testigos, y el propio obispo, habían quedado convencidos de que Wilberforce era el ganador. En la versión canónica del conflicto ciencia-religión aparecía humillado por Huxley, el cual tampoco era ateo, aunque sí un decidido anticlerical.
Años más tarde, Huxley también ganó la pelea de revancha, cuando enfrentó directamente a Richard Owen, el coach del obispo. Lo noqueó cuando pudo demostrar que el gorila también tenía el área del cerebro llamada hippocampus minor. Owen había proclamado que por ese detalle anatómico el hombre se distinguía de los animales.
La carrera científica de Owen fue relevante, y se diría que tuvo algunos grandes logros. Entre otras cosas, fue quien les puso nombre a los dinosaurios que acababa de descubrir Mantell. Pero su ética dejaba bastante que desear, y su honestidad académica tenía muchos puntos oscuros.
Cuando Darwin acababa de llegar de su viaje, el geólogo Lyell le había presentado a Owen, y juntos habían trabajado sobre los megaterios sudamericanos. Al parecer, los celos que sintió Owen por el éxito de Darwin lo impulsaron a escribir un artículo anónimo en la Edinburgh Review donde no sólo se ensañaba con El origen de las especies sino que aprovechaba para elogiarse a sí mismo. Owen les enseñaba ciencias naturales a los hijos de la reina Victoria, y esa condición no dejaba de pesar en el debate.
Otro gran adversario de la selección natural era el geólogo Adam Sedgwick, que antes había sido profesor de Darwin. Sedgwick tampoco defendía la inmutabilidad de las especies, pero acusaba a Darwin de no seguir estrictamente el método inductivo.
En general, se diría que Darwin tenía más adversarios científicos que eclesiásticos; como que estaba cambiando un paradigma, y eso siempre es resistido. La escuela inglesa de Teología Natural, que los creacionistas suelen oponer al darwinismo, era bastante anterior a todo esto. El propio Darwin contaba que en su juventud había leído a Paley “con gran placer”.
El estilo de las polémicas en torno de Darwin protagonizados por el “bulldog” Huxley fue mucho más político que científico. Si bien Darwin se mantuvo siempre al margen, en la polémica las cuestiones de poder y prestigio estaban encubiertas tras los argumentos racionales. El Punch se llenó de caricaturas de Darwin caracterizado como un mono y hubo invectivas contra él hasta en el Parlamento.
El rechazo al evolucionismo no sólo vino de los eclesiásticos; también provino de otros sectores de la sociedad, incluyendo a los anticlericales (entre los cuales estaría el Nobel de Literatura George Bernard Shaw) y los anticristianos, como la teósofa Blavatsky. El propio Nietzsche, cuyas precarias nociones del darwinismo quizá vinieran de los libros de Haeckel, repudió a la selección natural en La voluntad de poder. Pensaba que era demasiado democrática: permitía que sobrevivieran los mediocres, en lugar de cuidar a los potenciales amos.
El autor de Pigmalión, la obra que es más conocida por el musical Mi bella dama, era muy sensible a las modas ideológicas de su tiempo. El irlandés ya había aprovechado la fama de Nietzsche para titular Hombre y Superhombre (1905) una obra teatral que evocaba a Don Juan Tenorio y discurría sobre la “fuerza vital”. El drama comenzaba en el estudio de un profesor, ostensiblemente decorado con un busto de Spencer y un retrato de Huxley.
Después de la guerra mundial, Shaw se había hecho socialista. La desmesurada introducción que escribió para Vuelta a Matusalén (1922) fue precisamente el desarrollo de los temas de una conferencia que dio en la Sociedad Fabiana. Shaw le enrostraba al darwinismo todas las “catástrofes políticas”: anomia, revoluciones y guerras. El enfrentamiento de ciencia y religión las habría engendrado, dejando a los europeos inermes ante “bandidos y canallas”. Se diría que bandidos y canallas no faltaron, pero no fue por culpa de Darwin.
Resulta bastante extraño encontrar una ardorosa defensa del lamarckismo en este enorme prólogo escrito para una obra teatral. Shaw estaba empeñado en mostrar que antes de Darwin muchos habían hablado de la evolución: era algo rigurosamente cierto, como que entre ellos estaba Erasmus, el abuelo de Darwin. Pero Shaw le restaba importancia a la “selección circunstancial” y a la herencia, que son precisamente los aportes específicos de Darwin y Wallace.
Shaw proponía una Evolución Creadora (tomando la fórmula del filósofo Bergson) y aspiraba a superar la crisis creando nuevos mitos que satisficieran tanto las necesidades religiosas como la visión científica.
Entre quienes proponían nuevos mitos, pero los buscaban en el Oriente, estaban los teósofos. En el verano de 1873, Madame Helena Blavatsky y el coronel Olcott fundaron la Sociedad Teosófica en un departamento de Nueva York. A los cronistas de la época, solía llamarles la atención su bizarra escenografía. Aparte de las imágenes religiosas indias y chinas, había un gran despliegue de animales disecados. Entre todos los lagartos, víboras y lechuzas sobresalía un mandril embalsamado con el cual cualquiera se topaba al entrar.
El simio en cuestión tenía anteojos, cuello duro y corbata. Llevaba bajo el brazo los apuntes para una conferencia sobre El origen de las especies que estaba a punto de pronunciar. Para que no quedaran dudas, un rótulo lo identificaba como “el profesor Fiske”. Era una caricatura de John Fiske, entonces conocido como el más entusiasta divulgador del darwinismo en los Estados Unidos. Para la profetisa rusa, el mamarracho representaba a “la Locura de la Ciencia, opuesta a la Sabiduría de la Religión”.
Para el caso, no se trataba de ninguna de las grandes religiones históricas sino de una construcción: la Teosofía. La vidente se empeñaba en calificarla de filosofía, pero la hacía reposar en las revelaciones personales que le dictaban sus misteriosos maestros tibetanos. Blavatsky usaba un método inductivo muy peculiar y sus críticas a Darwin se basaban en las visiones del hombre primitivo que le aportaban los médiums espiritistas.
La profetisa rusa no dejaba de proclamarse “evolucionista”, pero condenaba a Darwin como “transformista ateo y materialista”. A la selección natural, le oponía la “filosofía cabalística”. Darwin sólo había visto una parte, el ascenso de lo inferior a lo superior. En cambio, su visión de la evolución era degenerativa: las primeras especies habían sido inmateriales, y habían ido perdiendo sus facultades más altas a medida que se contaminaban con el mundo material.
En la ficticia historia natural que Blavatsky construyó en sus tratados Isis sin velos y La Doctrina Secreta, la humanidad era apenas una de las siete “especies raigales”, la primera de las cuales había convivido con los dinosaurios, hace 150 millones de años. Cada especie se dividía en siete subespecies, que contaban con siete clanes cada una.
Habían habitado en los continentes desaparecidos (Hiperbórea, Lemuria, Atlántida) y los habían creado los demiurgos que viven en la Luna. Para Blavatsky, los mitos no mentían: los continentes emergían y se hundían, la Tierra había tenido varias lunas antes que la actual y había visto pasar dragones y gigantes.
A pesar de lo que dijeran Darwin y Wallace, el hombre sería superado por nuevas especies de superhombres. Era un esquema que iba a servir de base a todo el esoterismo popular del siglo XX. Los arqueólogos nazis de la Ahnenerbe anduvieron buscando las pruebas.
Las repercusiones que había provocado la polémica del darwinismo habían sido devastadoras en la cultura. Así como Copérnico había sacado a la Tierra del centro del cosmos, en las polémicas el darwinismo no aparecía como un llamado a la modestia para nuestra especie, sino como la radical humillación de la dignidad humana. El hombre dejaba de ser un privilegiado, dotado por Dios de un suplemento de espíritu.
Para algunos, su parentesco con los simios y demás animales parecía justificar la guerra y el racismo. Así como el militarismo prusiano se sentía legitimado por la ley de la selva y el derecho del más fuerte, los eugenistas creían que podían discriminar para distinguirse definitivamente de los animales.
Madame Helena daba una peculiar vuelta de tuerca. Rechazaba por igual a la Biblia y a Darwin, considerándolos a ambos materialistas, pero divinizaba a los hombres originarios, que en cada etapa evolutiva habían ido degenerando un poco más. Sólo en las estirpes más puras se conservaba la chispa divina que habían perdido las “razas degeneradas”. La raza superior no había sido creada por Dios, era divina. Sólo las inferiores eran de origen animal. Bien podían explicarse por la selección darwiniana, siempre que la superior quedara a salvo.
Hay que recordar que esto no era la creencia de un pequeño grupo esotérico. Si Blavatsky decía haber peleado junto a Garibaldi, los teósofos tuvieron activa intervención en la independencia de la India y en el renacimiento celta. Antes de que el marxismo (que sí adoptó un sello decididamente darwiniano) se convirtiera en ideología dominante, la Teosofía atrajo y formó a hombres de ciencia como Crookes y Edison. Influyó especialmente en artistas como Gauguin, Mondrian, Kandinsky, Xul Solar, Klee, Skriabin, Yeats, Meyrink, Joyce; hasta en Aldous Huxley, que era nieto del bulldog darwiniano.
Uno de los peores engendros que produjo la cultura europea en esa etapa fue sin duda el racismo, al cual es difícil atribuir una paternidad definida, más allá de los nombres que todos conocemos. Hubo un racismo eugenista, que arrancaba directamente de Galton y un racismo político que venía de Haeckel, ambos vinculados con Darwin.
Pero el peor de todos (quizá porque trató a los europeos como ellos acostumbraban tratar a los pueblos sometidos) fue el nazismo, que se nutrió de ambas vertientes, tanto de lo que entonces parecía ser un dogma científico como de las variantes esotéricas creadas por la Teosofía.
Lo que hubiera podido ser una discusión racional en torno de temas científicos, se había convertido en ideología, y hasta en herramienta para acumular, ejercer y abusar del poder.
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