El experto, en el mundo
moderno de telecomunicaciones asesores de imagen, asesores de inversión,
y varios etcéteras, pareciera tener gran importancia, sobre todo teniendo
en cuenta que se suele confiar en ellos para tomar decisiones. Y no sólo
los políticos que tienen en sus manos los informes de los técnicos
(otro nombre que se les da a los expertos) sino también el resto de las
personas que “sólo” tienen responsabilidad sobre sus propias
personas. En cierto modo, la imposibilidad de saber todo hace imprescindible
descansar en aquellos que se pasan la vida especializándose en una sola
cosa. Pero, sin embargo, la institución del experto puede llevar a errores
y engaños; entonces, la cuestión, claro, es cuándo confiar
en ellos y cuándo es prudente desconfiar.
Sobre la confianza en los expertos y, en todo caso, sobre cómo desembarazarse
a tiempo de ellos giró la sexta charla el martes pasado del segundo año
del ciclo de Café Científico, organizado por el Planetario de
la Ciudad de Buenos Aires en la Casona del Teatro, que contó con las
exposiciones de Ricardo Miró, licenciado en Matemáticas de la
Facultad de Ciencias Exactas y Naturales (UBA) e integrante del comité
editorial de la revista Ciencia e Investigación, fundada por Bernardo
Houssay, y de Julio Nudler, licenciado en Economía Política (UBA)
y periodista de este diario. La próxima cita de café, el 17 de
setiembre, se titulará “La ciencia y la guerra: de Troya a Afganistán”.
Voto a
brios
Ricardo Miró: –El título de la charla remite a si
podemos confiar en los expertos. A mí me sugirió que, en algún
sentido, sí es conveniente confiar en ellos, aunque tal vez, en otro
sentido, sea peligroso adoptar la misma actitud. Entonces, el problema que se
me planteó es: ¿habrá algún método, alguna
receta, para poder saber cuándo hay que confiar y cuándo no? Ese
problema no lo he podido resolver. Pero estuve pensando algo al respecto y he
juntado algunas experiencias personales, o de la historia, para analizarlas
al vuelo. Un caso personal para empezar. Suena el teléfono en mi casa,
y una voz anónima que me dice: “Hola, escúcheme, esta es
una encuesta para Mora y Araujo. Usted, ¿por quién va a votar?”.
En ese punto, cristalizó una sensación que venía madurando
y le contesté: “¿Y a usted qué le importa por quién
voy a votar? O, en todo caso, ¿cuánto hay para mí?”,
le dije, “porque yo no regalo la materia prima. Pero no me pongas ‘no
sabe, no contesta’, explicale al señor Mora y Araujo que yo no trabajo
gratis para él”. Quiero decir, entonces, que yo no confío
en la falta de simetría... Vean ustedes, los encuestadores funcionan
así: compran paquetes de soft en Estados Unidos por muy poca plata (en
términos relativos, serán unos 15 mil dólares) y después
hacen negocios por millones de dólares utilizando mano de obra esclava;
porque a los que hacen las preguntas les pagan el sánguche y la gaseosa.
Y encima la materia prima la obtienen gratis. Eso es una falta de respeto para
el civismo argentino. Por eso, yo, modestamente, sugiero que si alguien los
molesta de parte de los encuestadores, contesten o no, sepan cuál es
el negocio que se esconde detrás de estos “expertos”. Mi postura,
en todo caso, es contestar si tengo ganas; en todo caso si me pagan.
Segundo ejemplo: ¿qué es el promedio? Bueno, el promedio es una
operación matemática muy complicada. Muchas veces he leído
en los diarios: “Aumentó el salario promedio”. ¿Qué
querrá decir? Porque eso suele tener trampas. Veamos un ejemplo modelado
que preparé. Si tengo siete salarios de alrededor de una unidad monetaria
(1,1; 1,2; 1,3) y tres salarios cercanos a diez unidades monetarias (9,7; 9,8;
10), el “salario promedio” será 4,1, salario que no percibe
ninguna de estas personas del ejemplo. Entonces, un mal periodista, o alguien
con ganas de disfrazar la realidad, dirá: “La mitad de la población
gana cuatro pesos”; pero la mitad es la mitad y no es el promedio, porque
el promedio –cuando hay mucha dispersión– deja de tener significado.
Esto jamás lo aclaran los diarios. En Suecia, esto no tiene importancia
porque sí da una idea del salario general; en sociedades desiguales como
la Argentina esto es bien diferente. Tengo otro gráfico al respecto.
Hay un parámetro estadístico que es conocido como “mediana”
que señala justamente cuánto gana la mitad de la población.
En una economía como la argentina, la mediana es un buen indicador, pero
curiosamente nadie habla de ella. Para el mismo caso, la mediana sería
1,3; bien lejos de lo que ganan los ricos y más cerca de la realidad.
Bertrand Russell, el gran filósofo y matemático inglés
que murió en 1970, tenía un ejemplo muy interesante. En una isla
habitada por dos personas, un pordiosero que nada tiene y un millonario que
tiene dos Rolls-Royce. Entonces, vienen los analistas de la ONU y exclaman maravillados:
“Uy, el nivel de vida en esta isla es brutal porque tienenun Rolls-Royce
per cápita”. Por eso, mucho cuidado con las estadísticas
y con los manejos de la interpretación.
La lista
de Miro
Ricardo Miró: (continúa) –En mi desesperación
por tener algún criterio operativo para saber cuándo confiar en
los expertos, empecé a hacer una pequeña lista de expertos que
me interesaron. Y empecé en el Renacimiento, que es un invento árabe,
a pesar de lo que piensa Hollywood sobre todo después de la Guerra del
Golfo (Omar Khayyam, el gran poeta, estudió el binomio de Newton antes
de Newton...). Como fuese, uno de los expertos en los que confío es en
Galileo Galilei. Y, sí, puede sonar gracioso ahora.
Ha sido muy estudiada la condición de experto de Galileo en física,
astronomía, óptica, pero hubo otras contribuciones suyas, como
es su papel de divulgador científico. Hacia 1610-1630 dio famosos ciclos
de charlas en la Universidad de Padua, con tanto éxito que tuvieron que
agrandar los recintos donde exponía. Iban desde eruditos hasta chicos,
pasando también por mujeres; Galileo nunca tuvo problemas de interactuar
con los otros ciudadanos. Por ejemplo, una vez le pidieron que analizara las
probabilidades de un juego de azar con dados llamado “pasadiez”. Como
bien contaba el doctor Santaló –recientemente fallecido–, el
juego consistía en tirar tres dados; el tirador ganaba cuando la suma
era mayor a diez, y perdía si era menor que diez. Bueno, si hay que elegir
expertos, yo me quedo con Galileo.
O con William Deming, físico y estadígrafo norteamericano. Fíjense
la historia. Alrededor de 1950, después de la devastadora Guerra Mundial
que dejó al Japón con dos ciudades destruidas por las bombas atómicas,
entre otros desastres, el emperador Hirohito se vio en la necesidad de reconstruir
el aparato industrial japonés. Hasta entonces, la industria del país
era de muy mala calidad. Hirohito consulta a Deming, un egresado de Yale, y,
atraído por su filosofía de trabajo, le preguntó en cuánto
tiempo Japón podría reconstruir su capacidad industrial. Deming
dijo 5 años. Y los resultados se vieron en 4 años: los productos
de la óptica japonesa ya a mediados de los años ‘50 competían
con los alemanes. Y habría que recalcar que la metodología de
Deming no tiene mucho que ver con la cultura norteamericana, al menos en el
sentido a veces torpe que se le da de “macdonalización” del
trabajo. Y tampoco tiene que ver con el capitalismo salvaje; es un simple método
de control de calidad que permite mejorar el producto y poner en su lugar, en
el que más sirven, a cada uno de los operarios y los trabajadores en
general.
Y eso es lo que tratamos de llevar a cabo en el Consejo de la Magistratura,
donde también trabajo. Por ejemplo, en el Juzgado Nº 94 atacamos
el problema de la saturación tribunalicia con este método y los
tiempos procesales han bajado hasta un 30 por ciento, medido con rigor, y sin
gastar más dinero. Y para terminar quiero señalar que también
confío en todos los científicos argentinos que están en
el exterior, que son 50 mil, y en todos los científicos anónimos
que trabajan con buen nivel técnico en el Indec, en el INTA, en el INTI,
en la Comisión Nacional Energía Atómica o en el Invap.
Yo, en toda esa gente, confío.
Mentiras
criollas
Julio Nudler: –Quiero, para empezar, hacer dos pequeños comentarios
sobre lo que acabamos de escuchar. Uno, que los diarios no mienten, al menos
respecto de este tema; lo que pasa es que los diarios no saben. No creo que
el concepto de “mediana” sea manejado por prácticamente ningún
periodista. En el campo de la economía, por ejemplo, vemos la ensalada
que suele armarse cuando hay que decir cuánto se devaluó una moneda.
Entonces es frecuente leer, como el dólar subió de 1 peso a 3,70,
que el peso se devaluó un 270 por ciento. Obviamente, algo que se devalúa
un ciento por ciento deja de tener valor, en consecuencia desaparece, de modo
que mal puede devaluarse más que eso. Ahí hay una mezcla de no
saber y de querer impactar: si yo digo que el peso se devaluó un 73 por
ciento (comoefectivamente fue), impacto menos que si digo que la devaluación
fue del 270 por ciento.
Por otro lado, lo de Galileo me hizo acordar a una boutade de Borges que sostenía
con acierto que un editor de un diario les da importancia a las noticias sin
tener la menor idea de cuál de ellas merece más o menos espacio.
Y daba el ejemplo de la crucifixión de Jesús, que seguramente
para un diario de la época hubiera merecido un sueltito de 10 líneas
y no más. ¿Cómo evaluar los hechos que ocurren, en el mismo
momento en que ocurren? Realmente no hay ninguna posibilidad, y es por eso que
los diarios están llenos de cosas que no tienen la menor importancia.
Respecto de los expertos, por un lado se puede llegar rápidamente a la
conclusión de que no hay que confiar, pero por otro, y si nos ponemos
a pensar qué pasaría si no confiáramos, llegaremos a la
conclusión de que igual debemos confiar. En ese sentido, hay un tango
del año ‘27 o ‘28, que se llama “Mentiras criollas”,
y que tiene una letra muy interesante. Narra una cantidad de mentiras, por ejemplo,
de que el vino que uno toma nunca vio la uva, y esas cosas. Y en una parte dice
“que las cosas que te digo son verdades al revés, dalas vuelta,
meditalas, campaneá que son fuleras, y mirá lo que te espera si
en mentiras no creés”. Y dice algo que es cierto: “Vas tomuer
si analizás”; o sea, “es mejor hacerse el gil, ser creyente
y no dudar”.
Hay que creer, aunque sepamos que nos están engañando. Cuando
cualquiera de nosotros va al médico, va con un gran sentimiento de inferioridad
frente al experto. Podemos pensar que se puede equivocar, pero no pensamos que
además puede estar usándonos. Por ejemplo: el médico receta
dos medicamentos, el paciente cree que el leal saber del médico es de
los mejores para que uno se cure, pero probablemente no sea así; probablemente
esté participando de lo que se llama un “protocolo de investigación”
con un sponsor (un laboratorio) que está tratando de ver qué pasa
cuando se combinan esos dos medicamentos. El paciente que viene detrás
de nosotros recibirá otra pareja de medicamentos distinta, porque están
viendo qué pasa cuando se combinan A con B, o B con C, qué sinergia
se produce entre esos medicamentos. Pero el paciente no sabe, y el médico
no le dice que en vez de tratarlo lo va a someter a un experimento. Por supuesto,
a pesar de que uno se indigne, alguien le puede decir que esto es en beneficio
de la ciencia, es así como avanza. El problema es que uno no sabe, y
uno no fue al médico para el beneficio de la ciencia sino a curarse.
Y además le pagó para eso, pero resulta que el laboratorio también
le paga al médico... Este es un caso que desafía ciertamente nuestra
fe en los expertos.
Después, otro caso cotidiano es el de los críticos. Ellos, los
críticos de literatura, de cine, de teatro, de arte, son expertos. Y
uno ve cómo un crítico en pocas líneas destroza una obra.
Una obra que a sus creadores les llevó mucho esfuerzo realizar, en la
que han depositado ilusiones, expectativas personales, todo eso. Y el crítico
inapelablemente la destroza. Ahora, bueno, eso no nos puede llevar a la conclusión
de que debemos prescindir de los críticos, pero sí debemos reflexionar
por qué es tan inapelable la crítica. Si el afectado, el creador
o el realizador, reacciona y protesta, se lo escracha porque no corresponde
y, en definitiva, porque es un mal perdedor. Hace poco hubo una crítica
de una obra que yo justo había ido a ver. Y me había parecido
estupenda, me había impresionado vivamente. Después me sentí
bastante estúpido cuando abro La Nación y veo la crítica
que dice que la obra era realmente abominable. Me sentí un idiota. Una
semana después me encuentro en la sección de cartas del diario
a una de las actrices de la obra, cuya actuación me había parecido
soberbia, protestando airadamente contra esa crítica y cuestionando su
derecho a demoler una obra tal como el crítico había hecho. ¿Qué
hizo ese crítico, y qué hizo La Nación, días más
tarde y un domingo? Pues, reprodujo la crítica, como para terminar el
asunto y paraque esta señora se callara la boca de una buena vez. Es
decir, no entró en una polémica, porque el veredicto del crítico
es absolutamente inapelable y es de mal gusto quejarse. Obviamente, la historia
está llena de bochornos de la crítica, de obras que han sido despreciadas
y que después terminaron consagradas, lo cual tampoco quiere decir mucho.
It’s
summertime
Julio Nudler: (continúa) –En economía, por supuesto,
el tema de los expertos es un tema que nos afecta muy directamente. Casualmente
hoy vi algo que me causó gracia y venía justo a propósito
de esta convocatoria, justo para este tema. La Universidad Torcuato Di Tella
está realizando esta semana, aquí en Buenos Aires, en la calle
Miñones y Juramento y no en otro lado, su llamado Summer Camp (o sea,
“campamento de verano” o “seminario de verano”). Y uno se
pregunta cómo puede ser que un lugar tan docto, lleno de intelectuales,
etc., califique como seminario de verano algo que tiene lugar en Buenos Aires
en el mes de agosto. Es más o menos lo que hace la AFA con los torneos
“Apertura” y “Clausura”: cuando va a terminar el año
es el “Apertura” y cuando empieza es el “Clausura” (eso
me costó, tardé bastante tiempo en entenderlo, muchos años).
Y es más, no van a perderse oportunidad de ir a este Summer Camp figuras
relevantes de la economía como Guillermo Calvo, e incluso en la jornada
de cierre van a intervenir De la Sota, Felipe Solá, Juan Carlos Romero,
es decir, figuras con cierto apetito de poder político para el futuro,
más allá del que ya detentan. A nadie se le ocurrió cuestionar
un signo tan extremo de dependencia mental. Obviamente, fuera de bromas, se
llama Summer Camp porque ellos piensan en términos estadounidenses; no
europeos, porque ahí los europeos casi no tienen cabida, no nos engañemos.
Y en Estados Unidos ahora es verano, y por ende Summer Camp. Y es que todos
estos economistas se han formado en universidades de Estados Unidos, y han perdido
contacto con su país de origen. Volvieron, pero parece que no se dieron
cuenta de que volvieron. Esto les debe traer varios problemas, deben estar muertos
de frío ahora, y muertos de calor en verano porque deben usar ropas inadecuadas.
Otra cosa que debemos pensar es para quién está trabajando el
experto. Como en el caso del médico, hay que preguntarse: ¿está
trabajando para mí o para otro? Fijémonos en el escándalo
mundial por lo que sucede en la Argentina y lo que han hecho estos expertos,
sobre todo en el 2000 y el 2001. Del Fondo Monetario para abajo, los gurúes,
los expertos mediáticos, los que escriben informes para empresas y asesoran
a los fondos de inversión, etc., han estado trabajando para que esos
bonos argentinos -que sabían que se iban a transformar en lo que técnicamente
se llama “bonos basura”, porque sabían que el Estado argentino
iba a quebrar– fueran a parar al chiquitaje, a los perejiles, a la gilada.
Entonces, hoy nos encontramos con un montón de gente común, en
Italia, en Alemania, en Japón, por supuesto en los fondos de AFJP de
la Argentina, con esos bonos. En ese proceso, que incluyó la fuga de
capitales –dólares comprados a un peso–, los expertos manejaron
un doble discurso. Tenían un discurso para los grandes (inversores institucionales,
la gran banca) y un discurso para la masa. Aparecían en los medios diciendo
que con el Megacanje se solucionaba el problema argentino, etcétera.
Obviamente, especulando con que la gente tenía ganas de creer; entre
otras cosas por la codicia, porque esos bonos argentinos daban mucha renta.
Por eso fue fácil jugar con esa codicia y engañar; como en todos
los timos, había cierta complicidad del estafado.
Llovera
(o no)
Julio Nudler: (continúa) –Digamos que hay otras razones que
aconsejan desconfiar de los expertos, además de la mala fe que pudieran
tener. Es que también los expertos manejan hipótesis y escenarios,
y realmente creen que las variables se van a comportar de una determinada manera.
Tomemos lo que le pasó al pobre José Luis Machinea. En diciembre
de 1999 asumió como ministro de Economía y consideró que
se tenía que arreglar el déficit fiscal para salvar a la convertibilidad,
e impulsó el impuestazo. Pero resultó que eso deprimió
mucho a los argentinos, se profundizó la recesión y con el impuestazo
recaudó menos que antes todavía. ¿Cuál es entonces
la lección a extraer de ese caso, y de tantos otros parecidos? Bueno,
que Machinea pensó que los agentes económicos se iban a comportar
de una determinada manera y, como son seres humanos, resulta que se comportaron
de otra. Eso les pasa a los economistas todos los días. Como son muchas
las variables, sobre todo en una economía global, es como el pronóstico
meteorológico. Y mucho peor. En el sentido de que es materialmente imposible
saber cómo van a moverse una gran cantidad de variables (desde el precio
de la soja hasta la tasa de interés de Estados Unidos, más hechos
como los atentados del 11 de septiembre). Los meteorólogos han tomado
desde hace algunos años –porque antes esto no existía–
una variante prudente para ellos que nos deja sin ninguna posibilidad de protestar:
nunca nos dicen “va a llover”, dicen “hay un 70 por ciento de
probabilidades de lluvia”. Y uno sale con el paraguas y resulta que hay
sol. “Bueno, yo te dije que había un 30 por ciento de que no lloviera”,
podrían decir.
Entonces, uno piensa que lo mejor sería salir con un 70 por ciento de
paraguas.
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