Sáb 05.01.2002
futuro

Entre la ficción y la industria

Por Pablo Capanna
Uno de los últimos actos de gobierno de Bill Clinton fue crear la NNI, la Iniciativa Nacional de Nanotecnología, un proyecto que aspiraba a ser algo tan importante como la NASA, con un presupuesto de 442 millones de dólares. No conforme con haber sido el presidente que recibió los borradores del genoma humano, Clinton también quiso pasar a la historia como el iniciador de aquello que, en el mediano plazo, se vislumbra como la próxima revolución tecnológica.
Mientras la recesión ya comenzaba a golpear a las puertas de Estados Unidos, Clinton prometió que el nuevo proyecto, entre otras cosas, nos daría impresionantes victorias en la lucha contra el cáncer y revolucionaría la informática. También permitiría encerrar todo el contenido de la Biblioteca del Congreso en el volumen de un cubo de azúcar. Quien hurgara en ese Aleph tecnológico, en algún remoto protón hasta podría encontrar cosas tan insólitas como los libros de quien firma.
Después vino el 11 de setiembre, y es probable que parte de los fondos del NNI hayan sido derivados a programas de guerra bacteriológica, o de guerra a secas. Lo cual no impide que existan en Estados Unidos más de treinta centros de investigación dedicados a un tema que genera nuevos emprendimientos como IMM o Zyvex e interesa a las grandes corporaciones como IBM y Hewlett Packard.
Pero esto no sólo ocurre en Estados Unidos: los presupuestos de investigación destinados a la nanotecnología en los países avanzados totalizan el doble de la inversión norteamericana: 835 millones.

La frontera de la miniaturizacion
En el comienzo, fue la palabra. En 1974 el japonés Norio Taniguchi propuso el nombre “nanotecnología” para cualquier operación que tuviera una tolerancia menor a un micrón.
Sin embargo, cuando hablamos de nanómetros (nm) nos referimos a la millonésima de milímetro, el tamaño que tiene una molécula de azúcar, a diez átomos de hidrógeno puestos en fila. Esto es algo mil veces menor que un glóbulo blanco, la millonésima parte de la punta de una aguja.
A nivel del nanómetro nos movemos en la Mesoescala, un campo que recién estamos empezando a conocer. Estamos en el nivel de las estructuras más pequeñas que construye la naturaleza y también en la frontera imprecisa que separa al mundo cuántico del mundo de la física clásica.
Todo esto se hizo posible cuando la tecnología accedió a la dimensión atómica y se pudieron observar y manipular átomos, gracias a dos instrumentos: el microscopio túnel de barrido (STM) y el de fuerza atómica (AFM).
Con uno de ellos (Donald M. Eigler) en 1989 logró escribir “IBM” alineando átomos de xenón y en 2000 la Universidad de Massachussetts dibujó en escala su isotipo en una superficie menor al diámetro de un glóbulo rojo. En 1994 ya los japoneses habían construido un micro-Toyota, un auto más chico que un grano de arroz.
Da miedo pensar en las posibilidades de la publicidad molecular: la platina del microscopio, que hasta ahora ofrecía un panorama bastante limpio, puede llegar a estar tan contaminada como la TV.
La nanotecnología nos promete cambiar radicalmente los soportes informáticos, diseñando circuitos cada vez más pequeños, construidos “deabajo hacia arriba”, en lugar del procedimiento que hoy usamos, análogo al fotocopiado. Podemos llegar a tener gigacomputadoras más pequeñas que un micrón y hasta se piensa usar el ADN como soporte de información.
Las perspectivas para la salud son todavía más fascinantes, y van desde la reconstrucción de dientes y huesos y la eliminación de tumores, hasta anestesia puntual, cirugía incruenta, limpieza de arterias, alineación y balanceo de neuronas, fitness sin gimnasia...

Los angeles de Feynman
Todo empezó allá por 1959, cuando Richard Feynman –futuro Nobel de Física– dio una conferencia en el Caltech de Pasadena. Le puso un título que habría hecho las delicias de cualquier colectivero argentino: “En el fondo hay mucho lugar”.
Feynman se preguntaba si sería físicamente posible copiar toda la Enciclopedia Británica en la punta de una aguja. Ya no se trataba de saber cuántos ángeles pueden caber en un lugar tan pequeño, esa vieja polémica que Vives atribuyó a los escolásticos decadentes, sino de cuántos volúmenes entrarían; y los libros, a diferencia de los ángeles, ocupan lugar.
Si uno ampliara la punta de la aguja veinticinco mil veces –argumentaba Feynman–, tendríamos una superficie equivalente al total de las páginas de la enciclopedia puestas una junto a la otra. Del mismo modo, si uno reducía la enciclopedia misma 25.000 veces, sería posible escribirla en la punta de la aguja. No sólo eso: en la aguja había mucho lugar, suficiente para poner toda la Biblioteca del Congreso, más la Nacional de Francia y la del Museo Británico, y todavía sobraría lugar. Todo el saber de la humanidad podía caber en la superficie de una mota de polvo. Las leyes de la física no lo impedían.
Feynman se animó incluso a ofrecer un modesto premio de mil dólares a quien redujera una sola página a esas dimensiones, pero se mostró reacio a pagarlo en 1985 cuando Tom Newman se convirtió en el primer aspirante, al copiar una página de Dickens en esa escala. Claro que para entonces ya existía el microscopio de barrido STM.

La hormiga atomica
La propuesta que a continuación hizo Feynman era un desafío para los tecnólogos. El día que contáramos con un mecanismo capaz de mover los átomos uno a uno –aseguró el físico– podríamos llegar a sintetizar cualquier sustancia, armando moléculas como quien arma una casita con bloques Lego.
Para manipular un solo átomo hubo que esperar hasta 1987, cuando los laboratorios de la Bell lograron hacerlo, usando un microscopio de barrido.
Feynman ya se preguntaba en 1959 cómo sería posible construir máquinas tan pequeñas que pudieran manipular átomos. Bastaría con construir un robot de tamaño macro usando herramientas convencionales controladas por un operador. Pero el robot tenía que ser una máquina de Von Neumann: un artefacto programado para reproducirse, capaz de hacer una copia de sí mismo en menor escala. Este robot construiría otro más pequeño, y así sucesivamente, internándose cada vez más en la escala micro a la manera de las muñecas rusas.
El primero en tomarse en serio las ideas de Feynman fue el futurólogo K. Eric Drexler. Algunos piensan que se lo tomó demasiado en serio. Drexler escribió en 1986 un exitoso libro dirigido al gran público, Motores de la creación, para el cual hasta consiguió un elogioso prólogo de Marvin Minsky. El libro trataba temas bastante heterogéneos y daba ágiles saltos entre la ciencia y la ficción sin que al lector le quedara claro dónde estaba parado.
Al comienzo, Drexler se había interesado por la colonización espacial, la explotación minera de los asteroides y las lunas artificiales “lagrangeanas”. Pero desde 1976 comenzó a pensar seriamente en aplicar las ideas de Feynman. Imaginó que en cuanto contásemos con nanorrobots (llamados “ensambladores”) se podría llegar a diseñar biomoléculas “desde abajo”, simplemente empalmando átomos.
Luego, se entusiasmó con la criónica y pensó en la posibilidad de que los ensambladores pudieran reparar cualquier cuerpo conservado por el frío, abriéndonos la perspectiva de la inmortalidad. En el horizonte, creía vislumbrar nada menos que “el completo control de la materia” por el hombre.

Lineas de montaje
No se necesitan complicados cálculos para hacerse una idea del tiempo que podría tardar un ensamblador en formar una molécula. Le llevaría siglos llegar a producir cantidades apreciables de cualquier sustancia útil que le encargáramos.
Pero aunque cada nanobot produjera unas pocas moléculas, si lográbamos que se reprodujera siguiendo ciclos muy cortos, en muy poco tiempo tendríamos millones de ellos trabajando juntos; entonces serían capaces de producir cualquier cosa, desde un CD o un bife hasta un portaaviones y dos Torres Gemelas nuevas.
Drexler todavía sueña con microlíneas de montaje automatizadas, donde nanobots provistos de nanoherramientas manufacturarían moléculas en serie, a imagen y semejanza de una fábrica fordista.
En un inspirado pasaje Drexler imaginó la construcción in vitro de un motor. El proceso se haría sin intervención humana. Una “semilla” con el programa completo del motor se depositaría en el fondo de una cápsula de acero. Luego, se inyectaría un líquido lechoso. Serían millones de ensambladores en solución que, controlados por el nanocomputador de la “semilla” del mismo modo que lo hace el ADN en un organismo, comenzarían a ensamblar átomos hasta terminar de hacer un motor en menos de un día. Encima lo harían de diamante y rubí, para que fuera indestructible, y podrían usar cualquier desecho como materia prima.
Del mismo modo, bastaría tener una sencilla “máquina de hacer carne” en cada cocina para obtener bifes casi al instante a partir de la basura, dejando fuera de combate a ganaderos, frigoríficos y carnicerías.
Quien imaginó las aplicaciones criónicas, de las cuales hablamos en estas páginas, fue un ingeniero de Stanford llamado Ralph Merkle, que se hizo autoridad en el tema.
Sin embargo, desde que Merkle dejó su empleo en Xerox para fundar la empresa Zyvex, lleva gastados más de veinte millones sin lograr construir una sola máquina autorreproductora. Los investigadores que trabajan en su laboratorio prefieren eludir la publicidad.

Nanoficciones
No sabemos si la nanotecnología cambiará nuestras vidas en el corto, mediano o largo plazo. Pero sí podemos asegurar que hasta ahora ha logrado revitalizar la ciencia ficción “dura”, que andaba un tanto alicaída con la exploración del cosmos. En los últimos años, ha generado todo un subgénero, con estrellas como Greg Bear con Música en la sangre (1985) y Slant (1997) y Kathleen Ann Goonan con Queen City Jazz (1994).
No cabe duda de que estas ficciones son hijas de Drexler. Pero no hay que olvidar que el mismo Drexler es apenas el heredero de toda una tradición que abarca unos ochenta años de ciencia ficción. Allá por lostreinta hubo innumerables escritores que, inspirándose en el modelo atómico de Rutherford, imaginaron descensos al mundo del átomo y aventuras en los electrones “planetarios”. El tema llegó hasta las historietas: Mandrake, Buck Rogers y Brick Bradford se pasearon entre los átomos durante años y no fueron pocos los que navegaron las arterias. Cuando los clásicos como Frederik Pohl y Stanislav Lem (Non Serviam, 1971) se apropiaron del tema, lo convirtieron en una metáfora de la condición humana, pero eso es algo que ya no se estila.

No tanto lugar
Si hasta ahora la nanotecnología ha dado trabajo a escritores y cineastas, sus proyecciones más realistas no exceden por el momento el campo de la computación y la medicina.
En la comunidad científica, no todos se entregan con facilidad a la euforia nanotecnológica que inspiró Drexler. No hay que ser demasiado conservador para tropezarse con las limitaciones físicas del “ensamblador”, que tan bien funciona en las simulaciones de Drexler y Merkle.
En este nivel, se opera con las estructuras físicas más pequeñas que existen. No se trata de manipular átomos con herramientas “macro” como la aguja del microscopio: el problema principal está en que hay que manipularlos usando herramientas hechas a su vez de átomos.
En un reciente dossier del Scientific American, Richard Smalley y George Whitesides presentan algunas objeciones teóricas a la nanomáquina. Es cierto que hay mucho lugar en el fondo, dicen, pero no tanto como creían Drexler y los viejos escritores de ciencia ficción.
Básicamente, de la nanotecnología se esperan dos tipos de máquinas: el submarino (que navega entre los tejidos para reparar células) y el ensamblador, una máquina herramienta universal para armar moléculas.
Los nanosubmarinos que tuvieran que circular por nuestras venas y tejidos (como lo hacía Raquel Welch en El viaje fantástico, un film de 1966 con libro de Bixby y Asimov) tendrían que superar serias dificultades físicas antes de poder hincarles el diente a las células enfermas o a los virus enemigos. Debido a su tamaño, cualquier nanosubmarino tendría que mantenerse estable en medio de furiosas tormentas: el movimiento browniano de las moléculas del agua por la cual circula. Otros problemas se presentarían a la hora de manipular átomos para cumplir con su tarea.
Trabajando en el limite
De hecho, la naturaleza hace millones de años que ha inventado y utilizado nanomáquinas. Por ejemplo, los ribosomas, que ensamblan proteínas a partir de las instrucciones que les da el ARN mensajero. Cloroplastos y mitocondrias son nanomáquinas, así como lo es el flagelo rotativo de algunas bacterias, que guarda un asombroso parecido con un motor eléctrico. También los virus proceden como nanomáquinas cuando inyectan su ADN en las células bacterianas y las reprograman para hacer más virus. Pero el ensamblador sería mucho más pequeño.
El problema radica en construir un robot considerablemente más chico que una bacteria. Tendría que tener un par de brazos articulados de unos cien nanómetros de largo y 30 de diámetro, capaces de movimientos del orden de los 0,1 o 0,2 nanómetros, en cuyos extremos se podrían montar distintas herramientas como pinzas, llaves o destornilladores. Eso es lo que sostiene Drexler. En ese caso, estaría en condiciones de manipular átomos uno por uno y ensamblar moléculas de acuerdo con las instrucciones.
George Whitesides piensa que “el sueño del ensamblador es más la esperanza de un milagro que la solución de un problema”.
Richard E. Smalley señala dos dificultades físicas que tendrían que resolver los brazos robóticos de un ensamblador y sus “dedos”, comolímites infranqueables. Cualquier brazo de un nanobot ensamblador estará hecho de átomos: es imposible hacerlo más chico. El problema es que sus “dedos” serían demasiado “gruesos” y hasta “pringosos” para manipular otros átomos.
Sabemos que es imposible armar un reloj mecánico sin lupa ni herramientas adecuadas, tomando las piezas tan sólo con los dedos; pero ésa es la situación en la cual se encontraría el nanobot. Además, ¿cómo hacer que los “dedos” hechos de átomos no se adhieran a los átomos que tienen que manipular y logren soltarlos allí donde tienen que hacerlo?

Descontroles
Las grandes preguntas siguen siendo aquellas que no señaló Drexler, aunque descartó con excesivo optimismo. ¿Cómo controlar las nanomáquinas si es que se van a reproducir solas? ¿Llegarán a expandirse como epidemias inundando la casa de bifes o las calles y plazas de teléfonos celulares? ¿Podrán sufrir mutaciones? ¿Alcanzarán a organizarse, creando una suerte de “vida”? ¿Al introducirse en los ecosistemas naturales, no competirían ventajosamente con la vida?
Haciendo un simple cálculo, Drexler había caído en la cuenta de que el crecimiento de una comunidad de nanomáquinas sería una curva exponencial. En poco tiempo acabarían por transformar toda la materia disponible (incluyéndonos a nosotros) a su imagen y semejanza. Drexler pensaba que para evitar su crecimiento descontrolado bastaba con introducir en los nanobots un programa de autodestrucción que entraría en acción después de X generaciones. Pero, conociendo cómo son las cosas, ¿sería posible monopolizar su producción, evitando los nanobots “truchos” o los reciclados? De acuerdo con la ley de Moore, todo indica que los robots tenderían a abaratarse hasta caer en manos de cualquiera. Hasta es posible imaginar un nanoterrorismo mucho más eficaz que la guerra bacteriológica.
Pero hay cosas más inquietantes. ¿Qué sería de la economía y del empleo cuando tuviéramos asegurada la producción gratis de cualquier cosa que uno pueda imaginar, llevando al extremo la revolución tecnológica? ¿Qué nuevas relaciones de poder se llegarían a imponer cuando los seres humanos estuviesen definitivamente excluidos de los procesos productivos? Recordando a Wells y su máquina del tiempo, tendríamos un mundo de “elois” abúlicos o de “morlocks” embrutecidos?

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