Sáb 14.03.2009
futuro

Ríos de sangre

› Por Raúl A. Alzogaray

Una de las 56 firmas que aparecen al pie de la Declaración de la Independencia de los Estados Unidos es la de Benjamin Rush. Este hombre, que nació en Filadelfia en 1745, fue un médico y humanista que se opuso a la esclavitud y a la pena de muerte. Escribió el primer libro estadounidense sobre enfermedades mentales, fundó un dispensario para dar atención médica a los pobres y una sociedad para proteger a los negros libres.

Algunos de sus contemporáneos lo consideraban el “Hipócrates de la Nación”; otros lo llamaban el “Príncipe de los Sangrados”. Este último apodo se debía a que Rush, como la mayoría de los médicos occidentales de su época, creía que todas las enfermedades se podían curar mediante sangrías (es decir, sacándoles sangre a los pacientes).

Durante una epidemia de fiebre amarilla, Rush llegó a sangrar a más de cien enfermos por día, convencido de que ésa era la mejor manera de curarlos. Al principio les sacaba un cuarto litro de sangre a cada uno, pero creyó observar que cuanto más sacaba, más rápida era la recuperación, así que fue aumentando la cantidad hasta superar los dos litros (el cuerpo humano contiene unos cinco litros de sangre, Rush creía que contenía once).

A través de la docencia, Rush transmitió a muchos estudiantes las supuestas bondades de la sangría. Cierta vez, un ex alumno le escribió para contarle que en cinco días le había sacado a un funcionario enfermo cuatro litros y medio de sangre. El hombre murió y el ex alumno de Rush se lamentaba, pensando que “de haberle extraído una cantidad aún mayor, quizás el desenlace hubiera sido afortunado”.

En otra oportunidad, Rush demandó por difamación a un periodista que se burlaba de él y negaba los beneficios de la sangría. El periodista fue encontrado culpable y el 14 de diciembre de 1799 tuvo que pagarle a Rush un buen montón de dólares. Ese mismo día, el general George Washington, afectado por una neumonía, falleció a causa de las sangrías masivas que le aplicaron sus médicos.

La costumbre de hacer sangrar a los enfermos para devolverles la salud fue una de las prácticas médicas más duraderas: la usaban los egipcios hace 2500 años y seguía ampliamente vigente a mediados del siglo XIX.

¿De dónde habrá salido la idea de que sacarle sangre a un enfermo es la mejor forma de curarlo? Quizás observando a la naturaleza. Si el cuerpo femenino sangra espontáneamente una vez por mes, parecía evidente que la pérdida de sangre debía proporcionar algún beneficio para la salud.

En su Historia Natural (siglo I), el naturalista romano Plinio, el Viejo, ofreció otro ejemplo. Los hipopótamos, después de una comida abundante, buscan cañas rotas en las orillas de los ríos y se apoyan sobre ellas hasta herirse en los muslos. “Los hipopótamos son nuestros maestros en la práctica médica de la sangría”, afirmó Plinio, pensando que la pérdida de sangre evitaba que los animales se enfermaran.

SI TE SOBRA SANGRE, SACATELA

El libro Sobre la naturaleza del hombre (siglo III a.C), escrito por Hipócrates o alguno de sus seguidores, afirma que el cuerpo humano contiene cuatro líquidos (humores): sangre, flema, bilis amarilla y bilis negra. Si los cuatro se mantienen en equilibrio, el cuerpo permanece saludable; si el equilibrio se rompe, el cuerpo se enferma.

Según los hipocráticos, en todas las enfermedades se podían reconocer tres etapas: a) la alteración del equilibrio de los líquidos del cuerpo, debida a causas internas o externas; b) la respuesta del organismo, en forma de fiebre u otros síntomas, y c) la crisis final, que terminaba con la recuperación del equilibrio o la muerte del paciente.

Se creía, por ejemplo, que cuando alguien comía mucho, el cuerpo fabricaba más sangre que la necesaria. El exceso se acumulaba en las piernas y producía dolorosas hinchazones. Para curar esta situación, razonaban los hipocráticos, había que sacar la sangre sobrante.

La doctrina de los humores, y con ella la práctica de la sangría, se transmitió de una cultura a otra. Los grandes médicos, desde el romano Galeno (siglo II) hasta el persa Avicena (siglo XI), la recomendaron para tratar todo tipo de enfermedades.

A mediados del siglo XV, uno de los primeros textos médicos impresos por Gutenberg fue un Calendario de Sangrías. Teniendo en cuenta la disposición de los astros, esta obra indicaba las fechas más adecuadas para hacer sangrar a la gente.

Durante el Renacimiento, las sangrías y otras “tareas sucias” quedaron en manos de los cirujanos (los médicos preferían dedicarse al trabajo intelectual). Cuando los cirujanos empezaron a escasear, los barberos fueron autorizados a aprender y ejercer la cirugía.

Estos barberos, devenidos en noveles cirujanos, se tomaban su trabajo muy en serio y pronto crearon sus propios gremios. Anunciaban sus servicios colocando junto a la puerta de sus locales un cilindro con bandas blancas y rojas que representan las vendas y la sangre, respectivamente (hasta hace unas décadas era común ver este símbolo en las peluquerías de distintas partes del mundo).

En los siglos XVI y XVII, los europeos usaban la sangría con la misma naturalidad con que hoy se toma un analgésico para el dolor de cabeza. Los ricos se hacían sangrar en forma periódica, creyendo que así eliminaban los líquidos nocivos que se acumulaban en sus cuerpos.

Lejos de sospechar cómo se formaba o cuánta sangre había en una persona, los médicos sangraban repetidas veces a un mismo paciente. Un tratado publicado en 1557 afirmaba que “la sangre es como el agua de una buena fuente: cuanto más se saca, más queda”. Ni los niños ni los ancianos escapaban al tratamiento.

CEREMONIA SANGRIENTA

El primer paso de una buena sangría era cubrir al paciente con una gran servilleta para no mancharlo. A la luz de una vela sostenida por un asistente, el cirujano ligaba con una cinta el brazo del paciente y le daba un bastón para que lo mantuviera apretado.

El corte se hacía con una lanceta, instrumento similar a un bisturí, pero con ambos bordes afilados. Sosteniendo la lanceta entre el pulgar y el índice, el cirujano hacía un corte longitudinal o en diagonal en una vena del brazo. No se recomendaba hacer cortes perpendiculares a las venas, porque se corría el riesgo de cortarlas en dos.

La sangre era recogida en platillos que un segundo asistente iba retirando a medida que se llenaban. Por supuesto, el primer requisito para trabajar como asistente era no dejarse impresionar por la sangre. El cirujano siempre tenía a mano vendas, compresas y vinagre para reanimar a los que se desmayaban. Una vez terminado el procedimiento, se le daba al paciente un vaso de vino.

EL DOCTOR SANGRADO

La sangría era una práctica ampliamente aceptada y, sin embargo, generaba grandes discusiones entre los cirujanos. Unos decían que había que cortar las venas; otros pensaban que era mejor cortar las arterias. Algunos preferían realizar los cortes en los pies; otros, en los brazos.

En el siglo XVII, el médico francés Guy Patin fue un fanático de la sangría. En una de sus cartas describió el caso de cierto señor Meulet: “Ha sufrido una fiebre continua, así que lo sangramos treinta y dos veces; ya se encuentra perfectamente bien, gracias a Dios”. Los actos de Patin eran consecuentes con su discurso. Cuando lo creyó necesario, les hizo sangrías a su esposa y a su suegro de 80 años. También sangró veinte veces a su hijo afiebrado y se sangró a sí mismo poco antes de morir.

Muchos pacientes tenían menos suerte que el señor Meulet y fallecían. Otros se desmayaban y padecían dolorosas inflamaciones de los vasos sanguíneos.

La aplicación abusiva de la sangría fue satirizada por los escritores de la época. En el segundo libro de su Historia de Gil Blas de Santillana (1715), el francés Alain-René Lesage describe al doctor Sangrado, personaje que va dejando a su paso un tendal de pacientes al borde de la muerte.

PRENDIDAS COMO SANGUIJUELAS

Hace doscientos años, la sangría era una práctica médica tan común que la lanceta se convirtió en un símbolo de la profesión. En 1823 se le dio ese nombre a una revista científica inglesa, publicación que aún existe y es una de las más respetadas en su área (The Lancet). Pero la lanceta no era la única herramienta disponible para hacer sangrías. Desde la antigüedad, los médicos contaron también con la ayuda de las sanguijuelas.

Parientes cercanos de los gusanos de tierra, las sanguijuelas son unos animalitos alargados, de color verde oliva, que llegan a medir hasta 20 centímetros de largo. Cuando se aparean, las parejas se fecundan mutuamente, porque cada individuo tiene órganos sexuales femeninos y masculinos. Existen distintos tipos de sanguijuelas; algunos de estos tipos se alimentan de la sangre de mamíferos, peces, reptiles y otros animales.

Las sanguijuelas chupadoras de sangre tienen tres mandíbulas con decenas de dientes que usan para cortar la piel de sus víctimas. La mordedura no produce dolor, porque la saliva contiene un anestésico. También posee un anticoagulante que asegura el fluir de la sangre a medida que es succionada.

En la época de Hipócrates, el uso médico de las sanguijuelas ya era una costumbre milenaria. Un texto de medicina publicado en 1634 destacaba su utilidad para sangrar encías, la boca del útero y otros lugares de difícil acceso.

En Europa, el uso de sanguijuelas alcanzó su apogeo en el siglo XIX. Hacia 1820, Francia era un gran exportador de estos bichos, pero pronto se convirtió en un importador masivo, llegando a comprar 41 millones en un solo año. Esta enorme demanda se debía a las entusiastas recomendaciones del cirujano militar Victor Broussais, que les ponía a sus pacientes hasta cincuenta sanguijuelas al mismo tiempo (entre todas extraían más de medio litro de sangre).

Las sanguijuelas se colocaban dentro de un vaso que luego era apoyado boca abajo sobre la piel del paciente. En unos pocos minutos, los animalitos comían hasta hartarse. Había médicos que les cortaban la cola. De esa manera, nunca se llenaban, porque la sangre que ingerían salía por el extremo cortado, y seguían succionando durante mucho más tiempo.

USOS Y DESUSOS

La sangría y las sanguijuelas empezaron a caer en desuso durante la segunda mitad del siglo XIX. El descubrimiento de las verdaderas causas de las enfermedades y la aparición de las historias clínicas que describían los tratamientos y sus resultados revelaron que sacarle sangre a un enfermo no le producía beneficio alguno. También pusieron en evidencia que durante siglos se habían hecho correr inútiles ríos de sangre.

Hoy, la sangría se usa sólo en situaciones muy específicas, para tratar enfermedades raras como la hematocromatosis (exceso de hierro en el organismo) y la eritrocitosis (exceso de glóbulos rojos).

Pero las sanguijuelas nunca se dejaron de usar por completo. En la década del ’40, Inglaterra aún importaba unas pocas miles por año. A comienzos de marzo de 1953, la aplicación de sanguijuelas detrás de las orejas fue una de las medidas desesperadas que se tomaron para intentar salvar al hipertenso, arteriosclerótico, semiparalizado y comatoso (y siniestro) dictador ruso Josef Stalin (que murió esa misma semana).

En junio de 2004, la Administración de Drogas y Alimentos de Estados Unidos (www.fda. gov/oc/spanish) aprobó el uso de sanguijuelas en ciertas intervenciones de cirugía plástica. A veces ocurren accidentes que implican la pérdida de los dedos y ocasionan graves daños en los vasos sanguíneos. La sangre se acumula en la zona afectada y los tejidos mueren. Este problema se puede evitar colocando sanguijuelas que se alimentan de la sangre acumulada.

“Al principio, la idea de usar sanguijuelas les parece repulsiva [a los pacientes]”, declaró Rod J. Rohrich, presidente de la Sociedad Americana de Cirujanos Plásticos “pero al final lo aceptan, cuando comprenden que es una manera de salvarles la vida”.

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