2009: AñO INTERNACIONAL DE LA ASTRONOMíA
El origen del universo, desde el gran estallido producto del Big Bang, ha seguido un derrotero con un sinnúmero de caminos por abarcar y conocer. Si hasta se habla de una “arqueología cósmica” como herramienta que sacuda el polvo de la historia y desande esos senderos. Hoy Futuro abre el juego y presenta vida y obra de las primeras estrellas.
› Por Mariano Ribas
Se encendieron cuando el universo aún gateaba. Cuando todo era oscuridad y promesa. Y cuando no había nadie para verlas nacer. Eran enormes, pesadas, y muy calientes. Brillaron con furia, vivieron rápido y murieron jóvenes. Pero aquellas primeras estrellas no se apagaron sin más: explotaron como ninguna otra cosa haya vuelto a explotar desde entonces. Y además, cambiaron para siempre la historia del Cosmos, porque lo enriquecieron con elementos que ellas mismas habían fabricado en sus hornos termonucleares.
Nuevos elementos forjados a partir del hidrógeno y el helio primigenios, que trajo el Big Bang. Materiales más complejos que pasarían a formar parte de las futuras generaciones de estrellas, como la nuestra, o tantísimas otras. Hoy, más de 13 mil millones de años más tarde, la astronomía, devenida en una suerte de arqueología cósmica, busca pistas y fósiles estelares, traza teorías, y juega con complejas simulaciones por computadora. Así, de a poco, vacilando, tanteando y pensando, la ciencia está comenzando a contar la historia de los súper soles.
Esa misma ciencia que acaba de perder al Dr. Gregorio Klimovsky, uno de sus más apasionados y brillantes protagonistas, acérrimo defensor de la razón y del pensamiento crítico, las bases sobre las que la humanidad supo construir sus mejores cosas y virtudes. Como la astronomía. Este artículo está dedicado a la memoria de Klimovsky...
Al principio, todo era oscuridad: luego del Big Bang, el universo, en plena y veloz expansión, era un denso y caliente mar de espacio, materia y energía. Pero no había estrellas, ni galaxias. Ni mucho menos, planetas. Y justamente por todo eso los primeros 100 o 200 millones de años del cosmos corresponden a lo que los astrónomos llaman la “Era Oscura”. En aquel joven universo –que tenía “apenas” 1/30 de su tamaño actual– la gravedad fue organizando y agrupando a la materia –la normal, y la “oscura”, que era y es absolutamente mayoritaria– en estructuras cada vez más grandes.
Colosales nubes de hidrógeno y algo de helio –y ningún otro elemento, porque aún no había otros– colapsaron lentamente, ganando temperatura y densidad. Según las teorías actuales, de a poco fueron gestándose “mini-halos” de gas y materia oscura de cerca de un millón de masas solares. En el interior de esos mini-halos, se formaron nódulos más densos, que serían, justamente, las “semillas” de las primeras estrellas. Los ladrillos que, poco a poco, dieron forma a las galaxias.
Y esas primeras estrellas del universo resultaron ser muy diferentes a las actuales. Es que las condiciones, justamente, eran muy diferentes. Fundamentalmente porque no existían elementos pesados ni granos de polvo en la “materia prima” formadora de estrellas. Y probablemente eso hizo que aquellos nódulos gaseosos –de puro hidrógeno y helio– no sólo fueran relativamente calientes (unos 500C), sino también más masivos y más resistentes a posibles fragmentaciones internas. Actualmente, los elementos más pesados enfrían las nubes de gas formadoras de estrellas, y permiten que comiencen a colapsar con masas menores.
Además, en una estrella moderna recién nacida, esos mismos elementos pesados que quedan a su alrededor son más fácilmente “soplados” hacia fuera que los más livianos por la propia presión de su radiación. Y eso impide su mayor crecimiento. Pero como las nubes primitivas y vírgenes que forjaron las primeras estrellas carecían de esos materiales pesados, el proceso de “acreción estelar” no tuvo mayores limitaciones.
Todo este escenario fue confirmado hace unos años, cuando, en forma independiente, dos equipos de investigadores (uno, de las universidades de Yale y Harvard, en Estados Unidos, y el otro del Instituto Max Planck de Astrofísica, en Alemania) recurrieron a sofisticadas simulaciones por computadora para recrear las condiciones de gestación estelar en el universo primitivo.
Y esencialmente, ambos grupos llegaron a la misma conclusión principal: a partir de los nódulos, se habrían formado estrellas con 200, 500 y quizás, hasta 1000 masas solares. Soles mucho más pesados que cualquiera de hoy en día. De hecho, las estrellas “modernas” más masivas de nuestra galaxia, como la famosa Eta Carinae, o la no tan popular Pistol Star, apenas superan las 100 masas solares. Con el nacimiento de las primeras estrellas finalizó la “Era Oscura”, y comenzó una nueva y prometedora etapa en la historia del universo.
Desde sus comienzos, aquellos gigantes soles brillaron a lo grande. Y tenían con qué: gracias a las inmensas reservas de hidrógeno de sus núcleos, forjaron helio a un ritmo apabullante. Y como resultado de esa transformación –que es la clave de toda estrella, pasada o presente– liberaron ingentes cantidades de luz y calor. Eran estrellas millones y millones de veces más luminosas que cualquier estrella promedio del universo actual, como la nuestra, por ejemplo.
Y con superficies ardiendo a más de 100.000°C (contra los 5500°C del Sol, o los 25.000°C de estrellas “modernas” fuera de serie, como la espléndida Spica, en la constelación de Virgo). Tan es así que en lugar de luz visible emitían fundamentalmente luz ultravioleta (mucho más energética). Y así, fueron calentando e ionizando todo el gas interestelar de sus alrededores. Pero hay algo más. Y crucial: gracias a la fusión termonuclear en sus infernales núcleos, y en etapas sucesivas, cada vez más violentas y breves, las primeras estrellas reciclaron aquel hidrógeno y helio con que se habían formado.
Y fueron creando elementos más y más complejos, más y más pesados: carbono, oxígeno, magnesio, nitrógeno, e incluso hierro. Y finalmente, tras vivir “sólo” 2 o 3 millones de años, explotaron como supernovas. O más bien, como “hipernovas”, porque se estima que aquellos gloriosos estallidos fueron, al menos, 100 veces más energéticos, 100 veces más luminosos que los de cualquier supernova actual. Eran súper soles. Y así tenían que morir.
Técnicamente hablando, los astrónomos dicen que las primeras estrellas formaron la “Población III” (ver cuadro). Y si bien es cierto que apenas vivieron unos millones de años, la mítica Población III dejó sus huellas en la historia del universo. Por empezar, su poderosa luz ultravioleta ionizó a las colosales nubes de gas intergaláctico, que en la “Era Oscura” habían permanecido esencialmente en estado neutro. Era gas neutro. O dicho de otro modo: en lugar de dejar a los átomos de hidrógeno intactos, con sus electrones ligados a sus núcleos, la luz ultravioleta de las primeras estrellas les arrancó los electrones a los núcleos de hidrógeno. Desde aquel lejano entonces, el gas que flota en el universo está mayormente ionizado.
Pero hay algo más. Y es sumamente importante: aquellos súper soles también crearon nuevos elementos químicos a lo largo de sus vidas. Elementos que no existían. Cuando esas estrellas murieron como hipernovas, desparramaron todos esos elementos nuevos a decenas y cientos de años luz a la redonda, “contaminando” otras nubes de hidrógeno y helio, que más tarde darían origen a posteriores generaciones de estrellas.
Ya no tan masivas ni espectaculares (por las mismas limitaciones cósmicas que imponían las nuevas condiciones físico-químicas), sí, pero mucho más ricas en su composición. Y esos nuevos materiales pesados (como el carbono, el oxígeno y el hierro) permitieron, ni más ni menos, la posterior gestación de planetas en torno de las estrellas. Es simple: si el Sol hubiese sido una estrella de Población III, nunca hubiese tenido mundos a su alrededor (y hubiese sido una estrella completamente diferente de lo que es hoy, por supuesto). El legado de los súper soles fue verdaderamente trascendental.
Ya no están. Vivieron hace unos 13.500 millones de años. Y vivieron poco. Sin embargo, desde hace años, los astrónomos buscan con singular entusiasmo las posibles huellas que confirmen la (teórica) existencia de aquellas estrellas prodigiosas. Pero no es nada fácil. Hasta ahora, sólo hay pistas sugerentes, pero dispersas, y poco contundentes. Veamos...
En los años ‘90, ciertas observaciones del satélite COBE de la Nasa (lambda.gsfc.nasa.gov/pro duct/cobe) destinado fundamentalmente a estudiar la famosa “radiación de fondo cósmico de microondas” –una suerte de radiación “fósil” de los primeros tiempos del universo– sugirieron la presencia de un escuálido “fondo infrarrojo”, muy tentativamente atribuido a estrellas lejanísimas y primitivas.
Ya en 2003, el WMAP (map.gsfc.nasa.gov), sucesor del COBE, detectó ciertos patrones de polarización en la radiación de fondo cósmico de microondas. Es posible que esa polarización tenga que ver con la ionización generada por las primeras estrellas. Dos años más tarde, el observatorio espacial Swift (también de Nasa), observó un tremendo estallido de rayos gamma, aparentemente originado a unos 12.800 años luz de distancia. Muchos piensan que fue la consecuencia del estallido de una hipernova, la muerte de un súper sol arcaico.
¿Imágenes directas? No, todavía no. Y tal vez no falte mucho, como veremos. Hasta ahora, lo más parecido a una foto es, curiosamente, una “foto negativa”, por llamarla de algún modo. Resulta que a fines de 2005 un grupo de científicos, encabezados por el Dr. Alexander Kashlinsky, apuntó durante 10 horas el Telescopio Espacial Spitzer (www.spitzer.caltech.edu/espanol) hacia un rincón de la constelación boreal de Draco. El resultado fue una célebre imagen infrarroja, cargada de estrellas –de la Vía Láctea– y montones de galaxias mucho más lejanas, por supuesto (ver foto).
Pero había algo más que bañaba toda la imagen, cual sutil resplandor. Mediante una ingeniosa técnica, Kashlinsky “restó” a la imagen todas las estrellas y galaxias. Y así, sólo quedaron algunos débiles manchones infrarrojos, que no se podían atribuir a unas ni otras. Desde entonces, Kashlinky (y muchos otros) cree que esos manchones son la luz conjunta de las primeras estrellas.
Y sus conclusiones aparecieron en la revista Nature: “Creemos que estamos viendo la luz colectiva de millones de los primeros objetos que se formaron en el universo (...). Esos astros desaparecieron hace miles de millones de años, pero su luz sigue viajando por el cosmos”. Si así fuera, es verdaderamente impresionante: luz estelar que viajó desde la infancia del universo, durante 13.000 millones de años, acompañando su expansión. Y en consecuencia, se “estiró”: aquella furiosa luz ultravioleta de las primeras estrellas se convirtió en la suave luz infrarroja que captó el Spitzer.
Recientemente, nuevas pistas siguen sumando puntos a favor de la existencia de los súper soles. En enero de este año, sin ir más lejos, se conocieron nuevos resultados que vinculan extrañas y lejanísimas ondas de radio –captadas con el programa Arcade (Absolute Radiometer for Cosmology Astrophysics and Diffuse Emission) de la NASA (arcade.gsfc.nasa.gov), mediante un gigantesco globo en la alta atmósfera– que podrían provenir de hipernovas primitivas.
Y ya mirando hacia el futuro cercano, hoy en día existen varios proyectos de “arqueología cósmica” que, mediante distintas estrategias e instrumentos, intentarán buscar rastros y “fósiles” que puedan hablar en nombre de aquellas prodigiosas estrellas, que brillaron a más no poder, vivieron rápido y murieron en su ley, en brutales estallidos.
A propósito: muchos astrónomos confían en las virtudes del James Webb Space Telescope (www.jwst.nasa.gov), el “sucesor” del Hubble, que será puesto en órbita en 2011. Gracias a su espejo primario de 6,5 metros, y su batería de cámaras y otros dispositivos electrónicos, el JWST podría observar los estallidos de hipernovas, allí, en los límites del universo observable.
Observar, fotografiar y analizar la luz y el espectro de estos cataclismos podría ser la llave maestra para entender mucho mejor la naturaleza de las primeras estrellas del universo. Quizá, muy pronto, y desde la otra punta del espacio y del tiempo, los súper soles nos revelen el secreto último de su gloria y de su tragedia.
Partiendo de una clasificación inicial, realizada por el alemán Walter Baade, durante la Segunda Guerra Mundial, hoy en día los astrónomos hablan de tres tipos de poblaciones de estrellas a lo largo de la historia del universo. Inicialmente, Baade estudió estrellas de la vecina galaxia de Andrómeda, y notó que podía dividirlas en dos grandes grupos: las azules, más jóvenes, calientes y luminosas, y las rojizas, más viejas y frías. La Población I y II, respectivamente. Más tarde, los astrónomos se dieron cuenta de que esta clasificación tenía mucho que ver con la construcción de elementos químicos más pesados a lo largo de la historia de la Vía Láctea. Las estrellas de Población II, mucho más antiguas, estaban menos enriquecidas con elementos más pesados que el helio (carbono, oxígeno, hierro, por ejemplo). Las de Población I, en cambio, se habían gestado en nubes de gas mucho más “contaminadas” de elementos pesados, y provenientes de estrellas ya muertas. Sin embargo, había algo que no terminaba de cerrar: a pesar de contener cantidades exiguas de oxígeno, calcio o hierro, las estrellas de Población II los tenían. Y esos elementos no podían haber nacido luego del Big Bang. Por lo tanto, debió existir una generación aún más remota que, formadas sólo a partir del hidrógeno y helio iniciales, forjaron con ellos núcleos de elementos más complejos. En la década del ’80, los astrónomos bautizaron a esas estrellas, arcaicas y fundacionales, como la “Población III”.
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