› Por Federico Kukso
La primera vez que leí algo de Futuro no fue ni un sábado a la mañana entre “café-con-leche” y medialunas ni en un apunte mal fotocopiado en la facultad. Más bien fue –me acuerdo como si hubiera sido ayer– el 23 de junio de 1991, justo en mi cumpleaños número 12. No medió ni el destino ni ninguna casualidad. Luego de romper el envoltorio, cuya única función era dilatar la sorpresa, lo vi, ahí estaba: el juego que Página/12 había sacado en noviembre del año anterior y consistía nada más y nada menos que en una especie de Monopoly periodístico que instaba a los jugadores a armar su propio diario de 12 páginas con un tablero con casillas, un dado, cuatro fichas y 600 tarjetas correspondientes a secciones fijas del diario.
“Bioingeniería: Tu cuerpito artificial”, leí en una de ellas, eclipsado por lo que alguna vez Alvin Toffler llamó “el shock del futuro”, aquella ola de emoción que inducen en uno los cambios tecno-científicos abruptos. Y seguía: “Construir un hombre artificial ya no es asunto de la ciencia ficción. Piel, arterias, corazón, ojos, oídos y riñones pueden ser reemplazados en caso de ser necesario”.
Para un fanático obsesivo de la revista Muy Interesante, esa tarjeta de 4 x 7 cm fue una puerta, el camino que me condujo a seguir semana tras semana los pasos de un suplemento distinto, raro, atípico, que impulsaba –impulsa– la reflexión por sobre la liviandad del impacto, que invitaba –invita– a mirar el bosque cuando otros se babeaban con el árbol (llámese Internet, nanotecnología, domótica y demás ciencias y tecnologías vendidas acríticamente como “lo nuevo”, “lo revolucionario”, “lo que cambiará al mundo”).
“Las noticias van y vienen. No le importan a nadie. Lo importante es lo que hay detrás de ellas, las teorías, ideas y paradigmas científicos que moldean el pensamiento en determinado momento y lugar.” Las palabras que me dijo Leonardo Moledo nunca me las olvidé. Fue en mayo de 2002 en un café llamado Rose’s, cerca del Abasto. Ahí estaba yo: aquel que años atrás se había fascinado con esa tarjeta y ese juego (que aún conservo), a punto de entrar en Página/12 y sobre todo a Futuro, un experimento de papel, hipótesis en permanente estado de contrastación y, curiosamente, uno de los espacios más presentistas de este diario.
Con los años, viajé al espacio con Mariano Ribas –sin exagerar, el Carl Sagan argentino–, buceé entre mitos y pasajes del imaginario tecnocientífico de la mano de Pablo Capanna, me reí y aprendí de lógica, epistemología y matemática con Kuhn y el Comisario Inspector Díaz Cornejo y entrené la curiosidad con cada nota de Esteban Magnani, Martín De Ambrosio, Sergio Di Nucci y demás.
Sin embargo, pese a rodearme de tanta ciencia y tecnología, no puedo evitar sentirme como el papa Gregorio XIII (1502-1585), que en 1582 ordenó revisar el calendario y al hacerlo hizo desaparecer 9 días de octubre en un borrón burocrático: como el lector atento y memorioso habrá notado ya, hasta hace unos años Futuro era sólo Futuro o sea, bajo su logo no se llevaba registro de los números que habían pasado desde el mítico y fundacional número 0.
Para enmendar esa omisión, nos propusimos con Leonardo Moledo comenzar a llevar la cuenta. Qué mejor ayuda que la de un matemático: calculamos, sumamos, multiplicamos y volvimos a redondear. Y bien, acá estamos, celebrando el número mil. Nada pero nada mal.
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