ARQUEOLOGIA DE LOS COMPORTAMIENTOS SOCIALES
› Por Esteban Magnani
“Lo había aprendido de Spitz y de los perros del correo, y sabía que no había posibilidades intermedias. Había que dominar o ser dominado, y mostrar piedad era una debilidad.”
El llamado de lo salvaje, Jack London
Quienes ganan con la lucrativa industria del chisme pueden quedarse tranquilos: el negocio seguirá funcionando porque está apoyado en las firmes patas de la evolución. Según numerosos estudios, el interés por lo que hacen los demás miembros de la “tribu” está fuertemente condicionado por la historia de la evolución humana.
Incluso, según coincide la mayoría de los especialistas, la inteligencia social fue una de las primeras especializaciones que apareció en la relativamente rudimentaria mente humana, algo que puede rastrearse también en especies de primates.
Su importancia parece haber sido clave para que cada individuo pudiera analizar posibles alianzas, anticiparse a los competidores y, sobre todo, asegurarse algún compañero para la reproducción. Los chismes, la información secreta o semisecreta sobre pares, es una herramienta fundamental de este tipo de inteligencia, ya que da información sobre su protagonista, sobre quien lo transmite y sobre la relación de confianza entre este último y quien lo recibe, entre otras cosas.
Es cierto que la relación entre comportamientos humanos universales (es decir, que trascienden las fronteras culturales) y la evolución tiene algo de tautológica: si son universales deben haber estado condicionados por la evolución; como están condicionados por la evolución, tienen que representar una ventaja adaptativa; como tiene que haber una ventaja adaptativa es necesario que ésta exista.
Con todos esos preconceptos en la mirada es probable que algo aparezca frente a los ojos. Hecha esta salvedad, vale la pena conocer la evidencia que permite sostener la hipótesis de que el chisme, entre otros comportamientos sociales, extiende sus raíces en la especie humana desde hace millones de años.
Mucho se ha hablado sobre el “eslabón perdido” que parece haber conectado a las especies humana y de los chimpancés hace unos 6 millones de años, aunque sus restos fósiles siguen sin encontrarse. Esta relación permite suponer que estudiando a los chimpancés actuales, cuyo ADN es similar en un 99 por ciento al de los humanos, se puede conocer mejor a nuestros antepasados y sus estrategias de supervivencia.
Los chimpancés, como los hombres, dedican mucho tiempo al mantenimiento de sus relaciones sociales e incluso la proporción respecto de otras actividades crece junto con el número de miembros de la tribu. Diversas observaciones sobre el comportamiento de los chimpancés, tanto en la naturaleza como en los zoológicos, demuestran que la atención sobre la red social es una de sus prioridades.
Por citar un solo ejemplo, un estudio realizado en el zoológico de Arnhem, Holanda, por el “primatólogo” holandés Franz de Waal, reveló las sutilezas maquiavélicas de las que son capaces estos primates durante la competencia por el liderazgo del clan. Durante dos meses el macho dominante y aquel que intentaba destronarlo utilizaron todo tipo de recursos para lograr sus objetivos.
Luit, el que intentaba transformarse en líder y disponer de esa manera de las hembras, intentó ganarse el favor de estas últimas cada vez que el macho dominante, Yerouen, no se encontraba a la vista, mientras que las ignoraba cuando éste volvía a aparecer. Ante la falta de lenguaje, estas alianzas y maniobras obviamente se traducían en acciones concretas, sobre todo las caricias que acompañan al despiojamiento de un compañero y que son tan característicos de la especie.
Por otro lado, la política de alianzas incluía a un tercer macho, a quien Luit le daba confianza para que dejara su rol pasivo y se hiciera visible para las hembras. De esta manera generó conflictos constantes en el clan que desgastaron al líder hasta que finalmente logró ocupar su posición, momento en el que se transformó en un ser más tranquilo y estable. Así Yerouen, el anterior líder, quedó relegado a un puesto muy bajo dentro de la tribu, hasta que, a su vez, logró elaborar las estrategias que le permitieron recuperar su liderazgo.
Más allá de la posible antropomorfización a la hora de describir las conductas, las estrategias adoptadas permitieron ubicar las relaciones entre los chimpancés: las hembras sofocaban sus gritos al copular con los machos no dominantes, los machos competidores dedicaban mucho más tiempo que antes al despioje mutuo, o Luit apoyaba al más débil en los conflictos, probablemente para hacerlos durar más.
Evidentemente los estatus que cada uno ocupaba en la red social y la correcta lectura sobre la distribución del poder resultaba vital para saber cuándo estaba en peligro y, por ejemplo, conocer con anticipación qué ocurriría con los demás en caso de un enfrentamiento directo con algún otro miembro de la tribu.
El caso anterior sirve para comprender mejor la importancia de controlar o al menos prever las conductas ajenas para asegurar cuestiones claves como la supervivencia y la reproducción.
A lo largo de la historia evolutiva, quienes hayan rechazado saber sobre la vida de los demás por algún prurito o por falta de la más básica curiosidad deben haber quedado aislados y carentes de información que puede haber resultado útil en momentos de conflicto, seducción o de toma de decisiones.
Según algunos investigadores, como el arqueólogo Steven Mithen, incluso hay suficiente evidencia acerca de que el desarrollo del lenguaje estuvo fuertemente estimulado por la necesidad de expandir las posibilidades de establecer vínculos sociales que resultaban imprescindibles. ¿Qué queda en los seres humanos modernos de este tipo de comportamiento? A juzgar por el tiempo que se dedica al cotilleo de pasillo en escuelas, lugares de trabajo, cárceles o programas de televisión, no debe ser poco.
El atractivo de la información sobre otros, preferiblemente secreta y truculenta, resulta irresistible. La evidencia de numerosos estudios puede convencer aun a quien no tenga suficiente autoconciencia como para detectarla en el propio comportamiento.
Hay determinadas historias que atrapan a quien las escucha y es por eso que el hombre moderno, por mucho recelo que tenga, no puede evitar mantener el televisor encendido frente a los truculentos detalles íntimos sobre alguien que no conoce y que, a priori, no parecen enriquecer en nada sus vidas.
De alguna manera el chisme es el lugar en que se cruzan los medios masivos de comunicación y restos de la forma en que evolucionaron nuestras mentes a lo largo de millones de años.
Pero, si bien puede entenderse tanta curiosidad sobre miembros conocidos del clan, ¿por qué puede resultar relevante el conocimiento sobre desconocidos? Varias respuestas son posibles. Por un lado está el reflejo evolutivo ya descripto de interesarse por los demás.
Por el otro, estudiar comportamientos de desconocidos puede brindar información sobre respuestas aceptadas o condenadas a nivel social que guían el propio comportamiento y dan mayor previsibilidad a la interacción.
Por ejemplo, las historias sobre otros “machos” modernos que sorprenden a su pareja in fraganti puede ejercer un importante efecto preventivo que acciona sobre el instinto de conservación. De la misma manera, el conocimiento sobre las estrategias de individuos exitosos puede servir para modelar la propia conducta.
Un estudio de la psicóloga belga Charlotte de Backer indicaba que los jóvenes se interesaban por las celebridades de su generación sobre todo para buscar estrategias de éxito, de la misma manera que nuestros antepasados las buscaban en los líderes de las tribus.
Tal vez eso explique determinadas modas iniciadas por un famoso, o que resulten tan exitosos los videos de gimnasia de Cindy Crawford o las opiniones sobre los demás que tienen los miembros del Gran Hermano, a quienes prácticamente ningún televidente conoce personalmente.
Por otro lado, tener o no información sobre la interna de Boca puede determinar el resultado de un intercambio casual con un vecino o, incluso, con el propio grupo de pertenencia, en el que circulará luego otro tipo de información clave.
Entre las múltiples utilidades del chisme se cuenta la de permitir lazos con quienes comparten estos secretos, que pueden servir como prueba, por ejemplo, de aceptación del grupo. También pueden servir para marcar la conducta desviada y lo moralmente cuestionable, según demuestran otros estudios sobre grupos particulares.
Incluso una investigación llevada a cabo por el biólogo Robert Trivers, de la Universidad de Rutgers, en EE.UU., muestra que debe existir cierta reciprocidad en el mercado de los chismes: aquellos a quienes se confían chismes pero no brindan algo equivalente suelen ser descartados en el futuro.
El psicólogo evolutivo Frank T. McAndrew cuenta en una reciente nota publicada en Scientific American que realizó un estudio sobre la circulación de los chismes en un college. El objetivo era conocer lo que más interesaba a jóvenes de 18 años acerca de otras personas y lo que, a su vez, se daría a conocer. El resultado era previsible: en cuestiones de género y edad la información sobre pares resulta mucho más interesante, lo que se explica evolutivamente porque se trata de información sobre competidores directos.
Este y otros estudios llegaron a las mismas conclusiones acerca de los chismes más irresistibles: en primer lugar están, obviamente, aquellos que refieren a los rivales, la pareja, compañeros y los líderes que tienen poder sobre nuestras vidas.
Los chismes de estos últimos o de quienes en general gozan de un estatus superior pueden resultar especialmente significativos, sobre todo si implican un traspié, ya que pueden hacerlos caer en la escala y transformarlos nuevamente en competidores.
Según McAndrew, un “ascenso” de aquel que ya estaba por encima de uno en la escala social tiene menos interés probablemente porque no sirve como munición en caso de enfrentamiento, mientras que sí podría serlo un escándalo o un tropiezo de esa misma persona. Cuando se trata de un chisme sobre un aliado, lo que más interesa es su éxito, algo que puede redundar en provecho propio.
Por último, McAndrew cuenta que los patrones de comportamiento cambian según el género. Las mujeres están “obsesivamente” inclinadas por las historias sobre personas de su mismo sexo en una proporción mucho mayor que los hombres y ellas tienden a compartir esa información más con otras mujeres, mientras que los hombres tienden a hacerlo con su pareja.
En definitiva, el chisme, el relato sobre la vida ajena, parece ser más una estrategia que acompaña a la humanidad desde sus comienzos que una patología del comportamiento de ciertos individuos. Suelen ser acusados de causar conflictos, pero en realidad, al menos desde la perspectiva evolutiva, sólo constituyen la munición que permite definir rivalidades previas.
Es una suerte de mercado negro y subterráneo de armas. Quienes quieran marginarse de su uso probablemente generen su propio aislamiento e indefensión, mientras que quienes no midan en nada sus palabras pueden terminar de la misma manera: el equilibrado uso es lo único que permitirá el éxito social.
Los comportamientos de personajes públicos, como una patinadora que juega el juego del rating a conciencia (o no...), en muchos casos aprovechan el morbo del televidente por entender hasta dónde puede llegar la estupidez humana, el exhibicionismo, o despiertan interés por los códigos televisivos que se pretenden representativos de lo social y a su vez lo construyen.
Son información que parece y puede ser realmente valiosa en el día a día. Así que ya sabe, estimado lector: la culpa de que no pueda apagar el televisor cuando aparezcan las disputas entre una patinadora y un “jurado” del certamen, aun cuando parezcan insultar la inteligencia humana, es del primate que llevamos dentro.
En el interesante libro Arqueología de la mente (de Steven Mithen, editorial Crítica) se propone un recorrido sobre la elusiva evolución de la mente basada en la escasa evidencia arqueológica y diversos experimentos con primates, niños o grupos sociales.
Según la conclusión del libro, la mente humana ha funcionado históricamente como una “catedral” de inteligencia general, más o menos similar a la de otros animales, en la que se van construyendo las distintas “naves” o inteligencias especializadas: la social, la técnica, de historia natural (la que refiere al conocimiento de la naturaleza) y la lingüística.
Cada una de ellas debe haber constituido una ventaja adaptativa de envergadura, es decir, tiene que haber tenido un impacto en la viabilidad de la especie humana como para justificar, entre muchas otras cosas, el costoso crecimiento del cerebro, constituido por un tejido que consume al menos 20 veces más energía que un músculo normal.
Para este investigador la humanidad ha ido dejando rastros que evidencian el surgimiento de estas inteligencias especializadas que parecen anticipar al hombre moderno. Sin embargo, todos estos avances poco tienen que ver con la velocidad del despliegue de la inventiva humana en los últimos 100 mil años.
Para explicarla, Mithen y otros especialistas aseguran que en determinado momento estas naves o inteligencias se conectaron entre sí para permitir nuevas combinaciones mucho más útiles. Por ejemplo, nuestros antepasados demostraban una importante capacidad técnica para hacer herramientas y, al mismo tiempo, tenían una gran capacidad para reconocer las especies que más rendían como alimento gracias al desarrollo de su conocimiento sobre la naturaleza.
Pero fue sólo en los últimos milenios que ambas inteligencias especializadas se combinaron para dar a luz armas de caza a medida de las potenciales víctimas. Otro ejemplo es que también es reciente el uso de ornamentos que indican el estatus social gracias a la conexión entre inteligencia social y técnica. Sería gracias a este tipo de conexiones que el hombre logró semejante éxito evolutivo como especie en los últimos milenios.
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