› Por Juan C. Benavente
Quien tome el Camino Gral. Belgrano, al sur del Gran Buenos Aires, y se interne en el parque Pereyra Iraola a la altura del kilómetro 40, en el partido de Berazategui, verá que se adentra en una extraña comarca. Puede no saber que allí, en un claro ubicado entre bosques y chacras, se interna también en la vecindad de otro mundo. Un efímero cartel a la vera del camino indica “IAR”. Allí se bifurca un asfalto angosto, salpicado de pozos de origen incierto, meteoritos o desidia tal vez... Al fondo, un alambrado distinto al de los campos vecinos prenuncia un cambio de actitud. Edificios bajos que no humillan el paisaje, automóviles estacionados pero nadie afuera; el cielo gris y el aire frío de la mañana contribuyen a la soledad. De pronto, al traspasar los árboles aparecen dos platos metálicos gigantes alineados a la distancia. Allí hay algo del sueño del viejo Platón; allí se escucha la versión tecno de la música de las esferas.
La radioastronomía es una de las áreas más jóvenes y dinámicas de la astronomía. Escudriña el universo con antenas y sofisticados aparatos de radio, y ha ampliado varias veces la comprensión humana del cosmos, permitiendo ir más allá del ojo y más atrás en el tiempo. Nuevos objetos aparecieron: cuásares, pulsares, radiogalaxias; mapas del cielo que cambian de forma según la sintonía y la sensibilidad de los equipos.
Y como casi todo, la radioastronomía tiene sus mitos fundacionales en los que intervino el azar, para bronca del viejo Einstein. Así, en 1931 el ingeniero Karl Jansky, de la compañía Bell Telephone, mientras realizaba experimentos en EE.UU. con equipos de radio, captó señales que lo llevaron a pensar que su origen no era terrestre. Veinte años después, tras los avances tecnológicos logrados en la devastadora Segunda Guerra Mundial, la radioastronomía cobra impulso definitivo.
A fines de los ‘50 comienza el capítulo argentino de la historia, cuando científicos del Carnegie Institution of Washington (CIW) interesaron en la radioastronomía a colegas y estudiantes de Sudamérica, con la intención de instalar radiotelescopios. En el hemisferio sur, sólo Australia tenía esos instrumentos. Tras varias gestiones, en 1962 el Conicet creó al IAR con científicos de las universidades de Buenos Aires y La Plata, y en 1963 comenzó la construcción del radiobservatorio en un predio de seis hectáreas, en el Parque Pereyra Iraola. El CIW envió los elementos para construir un radiotelescopio que en 1965 ya estaba recibiendo las primeras señales del cosmos.
Marcelo Arnal, doctor en Astronomía y director del IAR, resume lo que hacen allí: “La actividad científica del IAR abarca astronomía observacional y teórica, utilizando los instrumentos disponibles aquí y otros ubicados en diversos países y a bordo de satélites. En lo teórico hay varios grupos de investigación. Uno de ellos, el Grupo de Astrofísica Relativista y Radioastronomía (G.A.R.R.A.), a cargo del doctor Gustavo Romero, estudia alta energía, emisión de rayos Gamma y rayos X”. Sin embargo, como los radiotelescopios del IAR no están diseñados para captar esa radiación, fueron utilizados para estudiar el comportamiento en la banda de radioondas de los objetos celestes que las irradian.
Los radiotelescopios, instrumentos complejos formados por antenas, receptores de radio y sistemas de adquisición y procesamiento de datos, recogen señales extremadamente débiles procedentes del universo. Los cuerpos celestes emiten radiaciones de diferente intensidad en distintas regiones (frecuencias) del espectro electromagnético; algunas son visibles, otras son infrarrojas, y las que captan los radiotelescopios son ondas de radio. “Para comprender la naturaleza de un objeto estelar –explica Arnal– hay que analizarlo a diferentes frecuencias, porque la intensidad de radiación y otras características cambian con la banda y esas diferencias van a brindar información acerca del proceso físico que está generando la emisión.”
Aunque en principio la radioastronomía se presente como un estudio más mediado por aparatos que la astronomía óptica, los científicos asumen técnicas complementarias de observación: “Al hacer investigación astronómica, intentamos armar un rompecabezas gigante, donde hay que encajar muchas piezas que provienen de distintos rangos de longitudes de onda o frecuencias de observación”, comenta el responsable del IAR, cuyo tema de investigación es la Morfología del Medio Interestelar.
Más modestos que los grandes saurios radioastronómicos, como el de Arecibo con sus 305 metros de diámetro recostado sobre un valle de Puerto Rico, o el RATAN-600, el monstruo de la Academia Rusa de Ciencias con 576 metros ubicado en el Cáucaso, los instrumentos del IAR no se quedan atrás en la investigación del universo. Por sus características, son aptos para observar grandes zonas del cielo a una frecuencia determinada, lo que permite, por ejemplo, confeccionar mapas radioastronómicos.
En Pereyra Iraola se yerguen dos parábolas metálicas gemelas de 30 metros cada una –y casi treinta toneladas de peso– que se usan en bandas de radio diferentes. La más antigua, la Antena 1, comenzó su escucha del Hidrógeno Interestelar en la banda de 1420 MHz y se la utiliza para estudios de espectroscopia, emisión de moléculas de oxidrilos y otras (los átomos y las moléculas tienen una huella digital característica, emiten energía en ciertos rangos de frecuencias).
La Antena 2 efectúa observaciones del continuo y registra la energía que cae en toda la banda, con una mirada más global. Los ingenieros y técnicos del IAR están desarrollando, en la actualidad, receptores para rastrear el cielo a la frecuencia de 5.8 GHz (5.800 MHz; una radio de FM transmite en la banda de 100 MHz) y realizar un mapa del cielo con una sensibilidad nunca antes alcanzada.
La Sala de Control es un edificio común entre las grandes gemelas, una suerte de CPU del instituto donde se recibe, analiza y registra la información de las antenas. En esa jungla de equipos y cables, Futuro se abrió paso gracias al guiado tecnológico del ingeniero Juan C. Olalde, científico visitante en laboratorios de la Universidad de Harvard, docente en la UTN (sede Avellaneda), y uno de los más experimentados que tiene el IAR.
“Tuvimos suerte porque pudimos desmontar el receptor de la uno para efectuarle mantenimiento”, comentó Olalde señalando un artefacto rectangular que mostraba sus vísceras electrónicas suspendido en un montante. “Dada la extremada debilidad de las señales cósmicas, los equipos receptores incluyen diseños especiales para disminuir al mínimo los ruidos propios. Se recurre a técnicas de enfriamiento criogénito mediante Helio líquido, que reduce la temperatura a la “frío-lera” de - 250 C” (apenas 23 sobre el “Cero Absoluto”).
Desde su inauguración, y gracias a los avances técnicos, fue posible multiplicar varias veces la sensibilidad de los radiotelescopios manteniendo la misma estructura de antenas y cambiando la electrónica. La polución electromagnética es otro problema con el que tienen que lidiar diariamente los ingenieros y científicos del IAR; producto de las interferencias de comunicaciones, enlaces de Internet, el radar del Aeropuerto de Ezeiza y señales espurias producidas por rebotes en la superficie: todo esto demanda técnicas de filtrado y limpieza de las señales.
Sin duda, la investigación que tuvo más prensa de las efectuadas por el IAR fue la del Proyecto SETI (Search for Extraterrestrial Intelligence), la búsqueda de señales de civilizaciones extraterrestres. A fines de los ‘80, Argentina ingresa al programa internacional de búsqueda en el que intervienen instituciones científicas de prestigio como la Unión Astronómica Internacional, NASA, la Sociedad Planetaria (presidida hasta su muerte por Carl Sagan) y observatorios de Europa, EE.UU. y Asia.
Olalde muestra con disimulado orgullo una placa de 1990 ubicada junto a la puerta de ingreso de la Sala de Control. Allí, entre otros, aparece su nombre junto al de Sagan y el de Steven Spielberg, otro miembro ilustre de la Sociedad Planetaria. “Fuimos a Harvard a participar del armado del META II, un sofisticado analizador espectral de 8,4 millones de canales, único en este hemisferio. Y todo lo financió la Sociedad Planetaria.”
Durante años, la Antena 2 se utilizó durante doce horas diarias para buscar señales inteligentes. Pero, ¿cómo será una señal artificial? Los científicos suponen que deberían ser angostas y espectralmente puras, comparadas con las naturales. ¿Sospechosas? Sí, las hubo; algunas decenas quedaron sin explicar ni confirmar.
SETI brindó una gran experiencia a científicos como Guillermo Lemarchand, uno de sus impulsores e investigador principal del proyecto. “Produjo mucha base de datos pero ningún contacto”, sentencia Arnal, aunque reafirma su convicción sobre la existencia de vida en otros lugares: “otras civilizaciones basadas en otras químicas no sé como funcionarán, pero nos parece obvio que en un universo tan vasto no seamos los únicos”.
La búsqueda de perlas va por más: el año próximo el IAR contará con un equipo de última generación de 256 millones de canales “del tamaño de un TV” que se conectará a la misma antena y servirá para rastrear señales de otros seres, con “un nuevo criterio técnico de búsqueda”, según Olalde.
En la actualidad, en el IAR trabajan más de ochenta personas entre investigadores, becarios y personal de apoyo del Conicet. En la infame década del ‘90, el IAR no fue ajeno a lo que sucedía a su alrededor y estuvo al borde del cierre, con un presupuesto que no alcanzaba a cubrir los servicios básicos. Hacia 2001, y casi por azar, fue emergiendo un área que creció a pasos agigantados y se consolidó dos años después. Se trata del sector de Transferencia Tecnológica, en el que participan unos treinta profesionales, en su mayoría jóvenes graduados de la UTN y de la UNLP.
Aprovechando la experiencia en sistemas de antenas y comunicaciones relacionados directamente con el soporte técnico de la investigación radioastronómica, se fue generando en el instituto una masa crítica que estalló –como el país– por esa época.
Desde los primeros trabajos de mantenimiento y construcción de equipos para radioastronomía, el IAR fue exportando su saber al área de las comunicaciones y el desarrollo espacial, participando de proyectos de la Comisión Nacional de Actividades Espaciales. “Actualmente –dice Nicolás Casco, ingeniero de Transferencia Tecnológica–, el instituto participa desarrollando tecnología para las dos misiones satelitales argentinas en proceso: el SAC-D y el SAOCOM, y también en la electrónica del cohete Tronador.”
Los desarrollos tecnológicos del IAR dinamizaron la actividad y la vinculación incluso con el sector privado, y permiten contar con una fuente de divisas que oxigena el funcionamiento general del instituto y mantiene gente actualizada.
El goce estético y la admiración serena del cielo fueron inseparables de la astronomía. Estos científicos que desde hace años observan minuciosamente las lejanas señales de las entrañas del cielo tienen también sus platos favoritos. Arnal no duda: “En el Hemisferio Sur tenemos la fortuna de que el centro galáctico está siempre visible y es extremadamente interesante porque suceden fenómenos astrofísicos que no se registran en otro lugar de la Vía Láctea, como la presencia de un agujero negro enorme en el centro de la galaxia”.
“La Nebulosa de Gum es fascinante –continúa– y está a la vuelta de la esquina en términos astronómicos, a unos 1600 años luz. En el cielo abarca unos 36, algo así como unas setenta lunas llenas. Es un monstruo cuyo origen está en debate: restos de supernovas o estrellas masivas que pierden mucha energía y afectan profundamente a sus alrededores. En la banda de radio, la nebulosa es interesante y en el infrarrojo es hermosa.”
Arnal se reclina en su sillón recordando la fascinación del cielo patagónico, que junto a los libros de divulgación de su abuela lo impulsaron a estudiar astronomía. Agnóstico confeso, no reconoce la existencia de “ruidos” con investigadores creyentes y se reclina otra vez en el éxtasis: “Cuando miro el cielo siento lo mismo que en Comodoro Rivadavia, mi ciudad: un inmenso placer por la naturaleza. La astronomía me dio otra perspectiva de la vida, y si alguien creó esto, no sé, empujo las fronteras: Dios puede ser el Big Bang”.
(Versión para móviles / versión de escritorio)
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina
Versión para móviles / versión de escritorio | RSS
Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux