SALUD: NEGOCIOS INDUSTRIALES
Nuevos “trastornos” y “síndromes” definidos ad hoc pululan hoy para determinar nichos de mercado en la población sana. ¿Es sólo una avivada de las corporaciones biomédicas o es la gran propuesta epistemológica del capitalismo para la medicina del siglo veintiuno?
› Por Marcelo Rodriguez
La idea de que grandes laboratorios “producen” enfermedades para esparcirlas en la población (y asegurarse así el mercado para vender la cura) forma parte de cierto imaginario popular inquieto y paranoico. Alentada tal vez por el éxito de las ficciones de trama conspirativa, pero también –hay que admitirlo– por la influencia y el poder económico real de las corporaciones farmacéuticas.
¿Cuán confiable es la versión? Bastante. Sobre todo desde que en 1992 Lynn Payer sacó a relucir el asunto en el ámbito científico, al desnudar las estrategias del disease mongering (“trata de enfermedades”). Su título era por demás elocuente: “Cómo es que médicos, empresas farmacéuticas y aseguradoras lo hacen sentir enfermo” (Disease mongers: How doctors, drug companies and insurers are making you feel sick).
Payer no hablaba de nuevos agentes infecciosos creados por bioingeniería: la usina de creación de nuevas enfermedades no era otra que los departamentos de marketing de las big pharma. Y el resultado es la medicalización de la vida cotidiana: si los números del mercado no cierran vendiendo medicamentos a las personas enfermas, la cuestión será cómo convertir en cliente a la población sana.
En 2006, un dossier aparecido en Public Library of Science (www.plos.org) terminó de visibilizar el tema en la comunidad científica: ¿Cuánto de problema de salud hay en la disfunción eréctil, los calores de la menopausia, el trastorno bipolar o el de déficit atencional, y cuántos argumentos hay en estas (y en tantas otras nuevas “enfermedades”) para la venta de terapias?
Kalman Applbaum señalaba allí que el marketing farmacéutico hoy está menos ligado a la medicina que al marketing a secas, con sus tres mitos fundantes: el de la “libre competencia”, el de “libre elección”, y el que dice que somos criaturas con necesidades, deseos e inquietudes ilimitados pero insaciables.
Más se tiene, más se quiere, y más se sufre la carencia banal. No verse joven y atractiva pasa a ser un problema de salud. No llegar a los 50 con la jovialidad y la potencia sexual que se tenía a los 20, también. O transpirar mucho en verano. O estar de mal humor. Aun fundamentados en una base orgánica y en sufrimientos reales –y en una minoría, hasta serios–, el surgimiento de muchos nuevos medicamentos en el mercado le debe casi todo al fogueo artificial de esa sensación de carencia.
A esa cultura tendiente a percibir cualquier desvío del estándar como una enfermedad que requiere tratamiento médico, se suman estrategias complementarias para que los pacientes concurran a los médicos entrenados para dar el diagnóstico y prescribir lo que hay que prescribir.
A diferencia de enfermedades que llevan los apellidos de quienes dedicaron sus vidas a estudiarlas, estas otras no suelen llevar apellidos propios. Son hijas no reconocidas que ni siquiera llevan el nombre del laboratorio donde se gestó la idea.
Aunque ostentan denominaciones técnicas, algunas tienen nombres “de batalla” más pedestres. El “síndrome del viejo gruñón”, por ejemplo, es un cuadro de síntomas asociado, según estudios epidemiológicos, con la caída de los niveles de testosterona, conocida como andropausia.
La popularización de estas enfermedades es crucial, porque de poco sirve una nueva posibilidad diagnóstica si sólo la conocen los especialistas, y si el potencial cliente no puede demandar la receta que aliviará su mal. Y por eso, entre las patas del fenómeno están, también, los medios de comunicación haciendo escuela.
Entre grandes enfermedades que no encuentran solución por falta de mercado y otras que no la encuentran justamente porque son un gran mercado en sí mismas, las compañías buscan sacar el máximo provecho de sus moléculas identificando nuevas poblaciones target.
Lo que hoy se discute es qué barreras puede poner la medicina, en tanto ciencia, frente a este avance de la lógica publicitaria en el terreno de –nada más y nada menos– la definición de lo que es salud y enfermedad.
Medicina*: ciencia de la incertidumbre. Hay que decir que algunas de las mejores y más clásicas definiciones de salud y enfermedad favorecen bastante a los disease mongers. Hace 2500 años, Hipócrates le negaba entidad propia a la enfermedad al sentenciar que “no hay enfermedades, sino personas enfermas”.
Con lo cual, si hoy viviera, mal podría decir, por ejemplo, que es una enfermedad el síndrome metabólico, conjunto de parámetros que suponen un incremento del riesgo de padecer enfermedades crónicas y cuya paternidad algunos atribuyen al disease mongering. Pero tampoco hubiera podido decir que no es una enfermedad.
Por otra parte, al margen de algunos desarrollos de avanzada, los ensayos clínicos se convirtieron hoy en el gold standard para el avance de la ciencia biomédica: el reclutamiento de pacientes que comparten una misma dolencia para aplicarles un tratamiento. Eso equivale a sepultar aquel viejo concepto hipocrático: cada persona es sólo un poroto más en la casuística.
Algo similar ocurre con el dolor. Ante la imposibilidad de definirlo técnicamente, más allá de las referencias a los procesos desatados desde las terminales nerviosas, que poca utilidad tienen cuando a alguien le está doliendo algo, se dice que es padecimiento físico “lo que el paciente dice que es”. En última instancia, si la subjetividad decide, ¿estamos ante un problema científico?
En su libro El gran secreto de la industria farmacéutica (2003), el francés Philippe Pignarre apeló a sus 17 años de experiencia en farmacéuticas europeas para contar la historia desde adentro. ¿A qué “gran secreto” se refiere? A que durante el siglo XX, la farmacología experimentó uno de los más formidables avances que cualquier otra actividad humana haya efectuado en la Historia.
Antes de eso apenas existían vacunas y analgésicos, y no había sulfamidas, antibióticos, antipsicóticos, antiarrítmicos ni quimioterapias. El cambio fue tan drástico que los medicamentos pasaron a ser uno de los símbolos más acabados del progreso de la ciencia en beneficio de la humanidad. Pero el ritmo de invención de nuevos medicamentos disminuyó drásticamente a partir de la década de 1970. Ahora son extremadamente raras las drogas que signifiquen una revolución terapéutica, sostiene Pignarre.
El costo de estas innovaciones, que no son más que reemplazos con ligeras mejoras sobre otras drogas que ya existen en el mercado, es tan alto que hay que maximizar los ingresos a través de la venta de drogas ya conocidas para que la industria subsista. Por lo tanto, recurre a la “creación de nuevas enfermedades” para ampliar mercados dentro del capítulo de las estrategias “vergonzantes” tendientes a ese propósito (hay otras más honestas, sostiene).
Cabe preguntarse por qué en cada consenso médico se bajan los valores límite –de colesterol, de triglicéridos o de densidad mineral ósea– que separan la condición “sana” de la de “enfermo”, y por qué se crean categorías intermedias (“pre-diabetes”, “osteopenia” a modo de “pre-osteoporosis”) para las que no cabe el rótulo de enfermedad pero sí el tratamiento farmacológico preventivo.
Se alerta sobre el exceso de consumo de psicofármacos, pero, ¿hay otra posibilidad, cuando el manual DSM-4 hace pasible a casi toda conducta humana de ser caracterizada como un posible “trastorno” o “desorden”? El DSM-4 es el libro de cabecera de la Asociación Estadounidense de Psiquiatría, en el que los psiquiatras basan sus diagnósticos y, como corolario, sus prescripciones.
¿Es malo que la ciencia busque soluciones para mejorar la calidad de vida de la gente creando nuevos medicamentos, aun cuando no todos puedan comprarlos? Si hasta la propia OMS aboga desde hace tantos años por un concepto de salud que vaya más allá de la “no enfermedad”.
Y esa es la cuestión: descontando los efectos adversos, la medicalización de la sociedad puede no ser vista como algo reprobable si se piensa que la salud es –y sobre todo, que debe ser– sólo un mercado más, y no un derecho universal. Y esta es en definitiva la idea, porque es el análisis de los hechos, y no siempre el de los dichos, lo que da cuenta de cómo piensa una persona o una sociedad. Por lo pronto, que gran parte de los médicos se resistan a naturalizar la medicalización de la sociedad como la única cura posible suena como un buen síntoma de salud.
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