2009: AñO INTERNACIONAL DE LA ASTRONOMíA > VENUS
Aunque nacidos hace millones de años de las mismas entrañas del Universo, el parentesco entre estos dos planetas es más que lejano. Si bien ostentan similares dimensiones, los caminos que transitan Venus y la Tierra no se cruzan en punto alguno de la recta. Esta edición de Futuro está dedicada al “lucero del alba y el atardecer”.
› Por Mariano Ribas
Tan parecidos. Tan diferentes. Dos mundos vecinos, forjados hace unos 4600 millones de años al amparo de una joven y prometedora estrella. Dos planetas hermanos, separados apenas por un charco de espacio, y construidos a base de pura roca y metal.
Más que hermanos, la Tierra y Venus podrían haber sido gemelos. Y sin embargo, a pesar de nacer con tamaños y pesos prácticamente idénticos, y contar con anatomías igualmente sólidas y pesadas, ambos vivieron historias bien distintas. Derroteros de vida que los llevaron a un presente que no podría ser más contrastante: un paraíso y un infierno. La Tierra supo tener una atmósfera moderada, temperaturas templadas y grandes masas de agua líquida. Un planeta azul que desborda de vida, en todas las formas y tamaños, desde hace miles de millones de años. Venus, en cambio, está envuelto por una coraza de gas, tan opaca como pesada, que aplasta la superficie y retiene el calor solar, alcanzando temperaturas horrendas. Seco hasta el extremo. Y estéril a más no poder. Sin embargo, hay buenas razones para pensar que el pasado venusino fue muy distinto a su presente. Quizás, hasta agradable. Pero a lo largo de cientos y miles de millones de años, varios procesos confluyeron para transformarlo lentamente en el espanto que es hoy.
En esta edición de Futuro, vamos a explorar los misterios y las curiosidades de Venus: su presente, su pasado, su atmósfera de pesadilla, sus nubes de ácido sulfúrico, sus volcanes, su lentísima rotación... y hasta nos animaremos a especular un poco con posibles, aunque muy improbables, venusinos, de ayer y de hoy. Abramos, pues, las puertas del infierno...
Lleva el nombre de la diosa romana de la belleza. Y a primera vista, eso parece de lo más acertado: desde siempre, Venus fue una de las máximas atracciones celestes. Es el famoso “lucero”, ese poderoso faro que siempre adorna los azulados crepúsculos de la Tierra. A veces al amanecer, y otras veces, al anochecer. Una suerte de escolta del Sol, que antecede a su salida, o sucede a su puesta. Algo muy natural si tenemos en cuenta que el planeta está ubicado entre nosotros y nuestra estrella. Y bien, resulta que Venus es el tercer astro más brillante del cielo, luego del Sol y de la Luna. Tan es así, que hasta puede verse a ojo desnudo a plena luz del día. Más aún, en lugares de oscuridad extrema, el “lucero” proyecta sombras muy suaves, pero sombras al fin. Y nada de eso es casualidad. Por empezar, es el planeta más cercano a la Tierra: en ocasiones, se ubica a sólo 40 millones de kilómetros. Además, es bastante grande: con un diámetro de 12.100 kilómetros, nos pisa los talones (la Tierra mide 12.756 km). Pero hay algo más, y es muy importante: Venus funciona como un espejo casi perfecto. Su atmósfera refleja hacia el espacio cerca del 70 por ciento de la luz que recibe del Sol. Está cerca, tiene un buen tamaño y es altamente reflectivo. Tres razones que justifican su intenso brillo en los cielos terrestres. Y es justamente esa atmósfera, quizás, el rasgo más sorprendente del planeta.
A diferencia de la Tierra, con sus cielos de nitrógeno y oxígeno, Venus está envuelto por una pesadísima atmósfera compuesta, esencialmente, por dióxido de carbono (CO2). Pero además, a decenas de kilómetros por encima de la superficie, flotan varias capas de nubes formadas por gotitas de dióxido de azufre y ácido sulfúrico. En conjunto, la atmósfera venusina se comporta como una suerte de coraza opaca, que impide ver la superficie del planeta desde el espacio. Y esa coraza se hace sentir: por empezar, la presión atmosférica en el suelo del planeta es 90 veces más alta que en la Tierra, al nivel del mar. En números bien meteorológicos, unos 90 a 95 mil hectopascales. Aplastante es poco decir.
Pero hay más: todo ese dióxido de carbono atmosférico genera un efecto invernadero tan impresionante, que deja en pañales a su variante terrícola (se calcula que la atmósfera de Venus contiene 250 mil veces más CO2 que la de la Tierra). Aunque la mayor parte de la radiación solar es reflejada hacia el espacio, una buena parte del calor queda atrapado entre las nubes y la superficie. Y el resultado es un horno planetario a unos 460°C. Suficiente como para fundir plomo, zinc y otros metales (para peor, debido a la inercia térmica de semejante atmósfera, y al transporte del calor de sus vientos, la temperatura prácticamente no varía entre el día y la noche). Así lo midieron (y lo sufrieron) las naves soviéticas Venera, de los años ’70 y comienzos de los ’80. Estos pobres aparatos apenas funcionaron durante un rato, tomando datos y fotografías en suelo venusino, antes de ser aplastados y achicharrados por la presión, el calor y el ácido sulfúrico. Así, a pesar de estar casi al doble de la distancia del Sol que Mercurio, y recibir la cuarta parte de luz solar que su vecino más interno, Venus tiene mayores temperaturas superficiales. De hecho, es el planeta más caliente de nuestra comarca astronómica.
En cuanto al dióxido de carbono, las cosas fueron muy diferentes en la Tierra, porque a lo largo de su historia ese gas de efecto invernadero fue incorporándose a los océanos, y también ha ido formando gruesas capas de carbonatos que, a su vez, se han ido hundiendo debajo de la corteza por la lenta pero inexorable acción de la tectónica de placas. Como vemos, por suerte, en cuanto a atmósfera, presión y temperaturas, las diferencias entre la Tierra y Venus son decididamente extremas.
De más está decir que en esas condiciones el agua líquida está prohibida en la superficie de Venus. Todo el planeta es un horrendo páramo seco y rocoso hasta el hartazgo. Tal como revelaron las imágenes de radar tomadas por la sonda estadounidense Magallanes, a comienzos de los ’90, la superficie está absolutamente dominada por vastas llanuras basálticas, salpicadas por antiguos volcanes. La relativa escasez de cráteres revela, justamente, que fuertes procesos de tipo volcánico reformaron y rellenaron buena parte de la superficie de Venus quizás hasta hace sólo unos cientos de millones de años. Sin embargo, uno de los grandes misterios que esconde el planeta es si esos volcanes siguen o no en actividad. Más allá de eso, da toda la impresión de que, a diferencia de su hermana mayor, Venus no tiene (y probablemente no tuvo) un mecanismo de tectónica de placas.
Volvamos a los sufridos paisajes venusinos. Sobresaliendo por encima de las mayoritarias “tierras bajas”, nuestro vecino tiene dos supermesetas a modos de “continentes”: en el hemisferio norte, Ishtar Terra, más o menos del doble de la superficie de la Argentina. Allí se encuentra el Monte Maxwell (en honor al gran físico), un verdadero prodigio geológico de 11 mil metros de altura. En la mitad sur de Venus está el otro “continente” venusino, Aphodite Terra, más o menos similar a Sudamérica.
Ya se dijo: ni una gota de agua en superficie... ¿Y en la atmósfera? Casi nada. Y el poco vapor de agua que hay, parecería estar perdiéndose hacia el espacio. Husmeando en esa dirección es posible encontrar, al menos en parte, algunas explicaciones que justifiquen las violentas diferencias entre Venus y la Tierra.
Los geólogos planetarios tienen buenas razones para pensar que, en sus comienzos, la Tierra y Venus arrancaron con condiciones generales bastante parecidas. Y eso incluye a sus masas de agua líquida. Es evidente que con temperaturas de casi 500°C, el agua no puede estar en la superficie venusina. Pero tal como revelaron distintos estudios realizados con telescopios terrestres, con naves espaciales en el pasado, y más recientemente con la sonda europea Venus Express (en órbita del planeta desde 2006), es muy poco el vapor de agua que flota en la atmósfera de nuestro vecino planetario. De hecho, un estudio publicado el año pasado en la revista Sky & Telescope revela que si todo el vapor de agua de Venus lloviera sobre la superficie, formaría una capa líquida de apenas 2 o 3 centímetros de profundidad. Nada: si toda el agua líquida de los océanos, mares, ríos y lagos terrestres se desparramara globalmente, formaría una capa de unos 3 kilómetros de profundidad. La diferencia es enorme. Entonces: ¿a dónde fue a parar el agua de Venus?
Una posible explicación está en su lentísima rotación: el planeta da una vuelta sobre sí mismo cada 243 días de los nuestros. Y además, gira en sentido contrario a la Tierra y los demás planetas (ver cuadro). Lo insólito, también, es que tarda menos tiempo (224 días nuestros) en dar una vuelta al Sol. Un “día” más largo que un “año”. Ese solo dato, de por sí, es una de las máximas curiosidades venusinas. Pero esa perezosa rotación tendría consecuencias más profundas: ese giro tan lento impide que su núcleo externo de hierro líquido genere un efecto “dinamo”, capaz de crear corrientes eléctricas y un campo magnético en torno del planeta (a diferencia de lo que sí ocurre en la Tierra). Tal como confirmaron la Venus Express y sus antecesoras, Venus prácticamente carece de un campo magnético global. Y por lo tanto, su atmósfera está muy expuesta a la dañina acción del “viento solar” (una corriente de partículas cargadas que el Sol emite continuamente). Muchos científicos creen que a lo largo de cientos y miles de millones de años, el agua de Venus, en forma de vapor atmosférico, se ha ido perdiendo hacia el espacio. En pocas palabras, el mecanismo sería éste: la luz ultravioleta del Sol desarmaría las moléculas de agua en la atmósfera superior, dejando átomos sueltos de oxígeno e hidrógeno. Luego, por su natural liviandad, y por la acción erosiva del viento solar, el hidrógeno se fue fugando hacia el espacio (en menor medida, algo similar ocurriría con el oxígeno, aunque este elemento también puede haberse integrado a los materiales de la corteza, o estar presente en las propias moléculas de CO2 de la atmósfera). Un lento pero devastador mecanismo de fuga del agua, que parece confirmarse por recientes observaciones de Venus Express: los precisos instrumentos de la nave europea siguen detectando un continuo flujo de hidrógeno proveniente de la atmósfera del planeta.
Es muy difícil saber si en sus comienzos la Tierra y Venus tuvieron masas semejantes de agua líquida. Cuál más, o cuál menos. En aquellos remotos tiempos, las cosas no eran probablemente tan distintas en ambos mundos. Lo que pocos científicos dudan es de que nuestro vecino tuvo agua, y que la perdió. Los modelos actuales indican que en sus primeros tiempos, a los pocos cientos de millones de años de formarse, Venus ya era un lugar bastante caliente, y que sus mares se fueron evaporando lentamente. Todo ese vapor de agua agravó la situación, dado que se trata de un gas de efecto invernadero aún más eficiente que el dióxido de carbono. Más calor, más evaporación, y así. Un infierno en construcción, que con el tiempo probablemente se vio reforzado con furiosos volcanes lanzando gases hacia la atmósfera (como el propio CO2).
Pero volvamos a aquellos primeros tiempos de Venus, cuando el planeta era muy joven y no tan terrible. Muchos expertos creen que, hace unos 4000 millones de años, cuando hasta el propio Sol era un tanto menos caliente y luminoso que ahora, el paisaje venusino, probablemente más templado, con grandes masas de agua líquida y abundante materia orgánica (en parte, aportados por el impacto de cometas), pudo haber sido un escenario pasablemente apto para la aparición de la vida. Por ahora, es imposible saberlo. Pero sí es posible soñarlo. Sea como fuere, el “paraíso venusino” debió haber durado muy poco, y en cuestión de cientos de millones de años, todo se fue transformando en el infierno actual. La vida, si la hubo, pudo haber sido un breve episodio en la trágica historia de Venus.
¿Capítulo cerrado? Quizá no tanto: algunos osados científicos piensan que, aún hoy, Venus tendría ciertas chances biológicas, aunque mínimas. No en la superficie, claro, pero sí en su atmósfera superior. Recientes estudios realizados por Dirk Schulze-Makuch (Universidad del Estado de Washington) y Louis Irvin (Universidad de Texas) sugieren que las altas nubes venusinas –donde las condiciones de presión y temperatura son más benignas, y hasta hay vapor de agua– podrían albergar microbios, del mismo modo que ocurre en la Tierra.
Ya es hora de ir dejando a nuestro vecino planetario. Pero antes de partir, y como no podía ser de otra manera en este 2009, “Año Internacional de la Astronomía”, la figura de Galileo Galilei vuelve a asomar, una vez más, con toda su fuerza. Sí, porque hace cuatro siglos aquel astrónomo enorme, tan terco como valiente, apuntó un rudimentario telescopio hacia Venus. Y con el correr de las semanas y los meses descubrió sus cambiantes fases. El planeta apenas se veía como una pequeña y borrosa silueta que crecía y se afinaba. Y luego, se achicaba y rellenaba. Descubrir el ciclo de fases de Venus fue mucho más importante de lo que podía parecer: ese fenómeno sólo podía explicarse si el Sol, y no la Tierra, ocupaba el centro del Sistema Solar. Galileo se asomó al infierno sin saberlo. Y despejó las pesadas brumas que no nos dejaban ver el orden del universo. Brumas mucho más pesadas y opacas que las que envuelven sin piedad al planeta hermano. Tan parecido. Tan diferente.
Diámetro: 12.104 km.
Distancia al Sol: 108 millones de km.
Período de traslación: 224 días.
Período de rotación: 243 días (retrógrado).
Temperatura en superficie: 460°C.
Atmósfera: 96% CO2, 3,5% nitrógeno, 0,1% ácido sulfúrico, trazas de oxígeno, vapor de agua, etc.
Presión atmosférica: 93 veces la terrestre.
Gravedad superficial: 90% de la terrestre.
Al igual que la Tierra, Venus es un planeta esencialmente rocoso-metálico. Su núcleo de hierro mediría unos 6000 kilómetros de diámetro y estaría cubierto por un grueso manto de roca sólida y semihundida de unos miles de kilómetros de espesor. Por encima del manto, el planeta tiene una corteza que, a diferencia de la terrestre, no parece estar fragmentada en placas móviles, pero que sí daría lugar a grandes erupciones volcánicas que cubrieron de lava buena parte del relieve. No hay una total certeza sobre vulcanismo en la actualidad, pero la sonda europea Venus Express –actualmente en órbita del planeta– parece haber detectado algunos indicios sugerentes.
Una característica sobresaliente de Venus es su rotación retrógrada: el planeta gira de Este a Oeste, al revés que la Tierra y los demás planetas. Es probable que durante la infancia del Sistema Solar, Venus haya recibido el terrible impacto de otro objeto, “tumbando” completamente su eje de rotación.
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