HISTORIA DE LA CIENCIA ARGENTINA
El primer colaborador científico de Albert Einstein fue un jubilado de la diplomacia argentina, que sorteó (mal) tantas dificultades como la misma ciencia argentina, que también la pasó bastante mal. Tal para cual.
› Por Matias Alinovi
Como los de Roma, los dispersos anales de la ciencia argentina pueden reconocer las fuentes más insólitas. Hace algunos años, un diligente investigador de nuestra ciencia se allegó a cierto depósito de la calle Montes de Oca, dependencia de la Policía Federal. Sabía que en el segundo piso de la citada dependencia, en una perfecta improvisación de chapas y aire acondicionado, funcionaba el registro del servicio exterior argentino. Que dormían allí el sueño caluroso de los justos –el aire había dejado de funcionar, lo reafirmaba periódicamente el pasaje raudo del ventilador– los legajos de embajadores, cónsules, secretarios y agregados que alguna vez soñaron con evitar su destino sudamericano. El diligente investigador solicitó al único empleado, convenientemente moroso, el legajo de Laub, Jacobo Juan. Porque el empleado fingió perplejidad, el investigador repitió la solicitud lo más claramente que pudo y agregó con una sonrisa indefinida: al revés que Rousseau. Decirlo y arrepentirse fue una misma cosa. Contra todo pronóstico, quince minutos después, el empleado le alcanzó una carpetita gris.
Allí leyó cosas que sabía, y algunas que ignoraba. Comprobó, una vez más, que Laub había alterado deliberadamente determinados datos de su biografía, y vio la única foto que alguna vez vería. Pero lo que pagaba el viaje era una nota desfavorable del cónsul Amuchástegui en la que explicaba que, en el consulado de Zurich, Laub atendía mal al público. Era inaudito. El investigador sonrió, porque entendió cuáles eran los mecanismos pedestres que utilizaba el servicio exterior argentino para deshacerse de un empleado judío.
Jakub Laub nació en Polonia, cerca de la frontera con Alemania, en 1884, pero a lo largo de su vida consignó datos dispares en los diversos registros burocráticos –y no fueron pocos– que debió completar. Fue polaco, austríaco, húngaro y alemán. Se llamó Jakub, Jakob Johann y, finalmente, Jacobo Juan. También cambió el nombre de su padre –Adolf por Abraham, una premonición nefasta–, y se declaró de fe católica, sin perjuicio de su origen judío.
Estudió en Cracovia y en Viena, y en 1902 se matriculó como estudiante de matemáticas en la Universidad de Göttingen, donde siguió los cursos de David Hilbert y de Hermann Minkowski. En 1905 viajó a Würzburg para estudiar Wilhelm Wien, físico famoso, y durante un tiempo investigó los rayos catódicos, haces de electrones que viajan entre dos placas cargadas eléctricamente. Al exponer su trabajo de tesis, encaró una defensa de la Teoría de la Relatividad. Esa defensa le cambió la vida.
Einstein había publicado su artículo fundacional el año anterior, y la nueva teoría se encontraba en estadio afianzamiento. Laub se dedicó a estudiar la teoría de Einstein y en 1907, publicó un primer trabajo sobre el tema. Wien lo estimuló en esas incursiones teóricas.
A principios de 1908, Laub le escribió a Einstein, que todavía trabajaba en la oficina de patentes de Berna. Sin más vueltas, se ofrecía a viajar a Suiza y a pasar allí tres meses para discutir distintos aspectos de la teoría con su autor. Einstein accedió, y de esa estadía surgieron tres artículos en los que Einstein y Laub aparecen como co-autores. Dice Lewis Pyenson, notable historiador de la ciencia y autor de un libro en el que analiza la influencia cultural alemana a través de la ciencia, Imperialismo cultural y ciencias exactas, que aquellos tres artículos, los primeros que Einstein escribió con otra persona, publicados en los Annalen der Physik, deben entenderse como una operación publicitaria lícita; son ejercicios teóricos breves destinados a distinguir la teoría de Einstein de otras teorías alternativas.
De modo que, hacia 1909, a Laub la vida le sonreía. Los augurios de su carrera científica no podían ser mejores. Tenía que una posición académica estable, y Einstein lo instó a aceptar una posición en la Universidad de Heidelberg para trabajar junto a Philipp Lenard. En la misma carta en la que argumentaba a favor de esa posibilidad, Einstein le explicaba que Lenard era una personalidad difícil.
Lenard era algo más que una personalidad difícil: era imposible. Eternamente enemistado con sus colegas, empeñado en exigirles el reconocimiento que, según creía, se le escatimaba, a Lenard lo abrumaban los rencores. Y Laub no tuvo suerte, porque las nuevas interpretaciones de Einstein sobre el efecto fotoeléctrico opacaron, en alguna medida, las investigaciones experimentales de su nuevo director, y Lenard nunca lo superó. En conclusión, concentró una serie de rencores –contra lo judío, contra la física teórica– en la figura de Laub, y para ofenderlo definitivamente lo puso a medir la densidad del éter electromagnético, cuya existencia la Teoría de la Relatividad acababa de impugnar para siempre. Previsiblemente, Laub se convenció de que tenía que emigrar de Heidelberg.
Le escribió, otra vez, a Einstein, y Einstein le prometió hacer lo que pudiera para conseguirle un puesto. Pronto entendieron que lo mejor sería encontrar una posición fuera de Alemania. Se pensó en Chile y en los Estados Unidos. Hasta que, en 1911, Laub aceptó la oferta de un abnegado físico alemán radicado en la Argentina, Emil Bose, para venir a trabajar en el Instituto de Física de La Plata, que el mismo Bose dirigía.
La elección puede parecer curiosa. ¿Abandonar Europa por la Argentina de principios de siglo? En su libro sobre el imperialismo cultural, Lewis Pyenson explica que, hacia 1913, La Plata era el segundo centro mundial de física teórica, después de Alemania, y que aún para los estándares europeos, el instituto estaba extraordinariamente dotado de equipos. En La Plata existía, además, una comunidad de físicos alemanes. Si todas esas razones podían ser válidas para preferir el destino sudamericano, en su correspondencia Laub invocaba otra, que muchos científicos europeos invocarían después de él: la libertad de trabajo. En 1911, Laub viajó a la Argentina con su mujer Ruth.
Pero la ilusión duró poco. Porque Laub llegó a La Plata justo para asistir al funeral de Bose, que murió de fiebre tifoidea en mayo de 1911. Desorientado, empezó a investigar en el instituto y a dar clases en la Universidad de La Plata. Sus clases de física teórica constituyeron el primer curso regular universitario dedicado a la Teoría Especial de la Relatividad de toda América.
La muerte de Bose trajo nuevos cambios desfavorables para Laub. William Hussey, astrónomo norteamericano, se convirtió en su superior jerárquico. Desde el principio, algo no funcionó en la relación entre Laub y Hussey. Un viaje a Brasil, de octubre de 1912, que Laub habría emprendido sin el consentimiento de su superior, para realizar una serie de mediciones durante un eclipse de sol, le dio a Hussey la excusa burocrática para que se declarara vacante el puesto de Laub por incumplimiento de sus deberes. En 1913 no le renovaron el contrato.
De algún modo, ése fue el final de la investigación más activa para Laub. Otra vez sin cargo, se exilió en Buenos Aires, donde dirigió el Departamento de Física del Instituto Nacional del Profesorado Secundario. Siempre a la altura de las circunstancias, allí redactó un texto didáctico de mecánica clásica para profesores secundarios, utilizando la formulación lagrangiana que podría utilizarse aún hoy en cualquier facultad de ciencias.
En Europa estalló la Primera Guerra. Laub, que como Einstein era un pacifista que simpatizaba con el socialismo, se nacionalizó argentino. Y como argentino reciente empezó a frecuentar las reuniones partidarias de la Unión Cívica Radical. Trabó relación con Horacio Oyhanarte, un dirigente leal a Yrigoyen, y gracias a su influencia obtuvo el puesto de vicecónsul argentino en Munich. Desde entonces haría carrera en la diplomacia argentina. Ocupó puestos en Berlín, en Breslau, en Colonia, en Hamburgo. Su carrera diplomática logró sobrevivir al golpe de 1930. Vivió en Alemania el ascenso de Hitler, y el comienzo de la Segunda Guerra en Zurich. Hacia 1943, el consulado de Zurich tuvo que haber sido un lugar ajetreado: ahí se cruzaban judíos que escapaban de Hitler, y alemanes que huían de la guerra.
Como judío, Laub era una excepción en el servicio exterior argentino. Una excepción que había que enmendar. Sabemos que el cónsul Amuchástegui escribió una nota desfavorable en su legajo, y los militares germanófilos del golpe del ‘43 lo llamaron a Buenos Aires.
Se jubiló en 1946, después de veinte años de servicio en la diplomacia argentina, y dos años después se radicó en Friburgo. Después de la guerra, el otrora fuerte peso argentino se depreció paulatinamente frente a las monedas europeas. Alemania conoció la inflación, y Laub, como jubilado argentino, las dificultades económicas serias. Hacia 1960, su situación económica era insostenible. Para poder operarse vendió entonces diez cartas de Einstein. Murió en Friburgo, en abril de 1962.
Triste vida la de Laub, siempre en el preludio de la consagración. Entre nosotros, casi nadie se ha ocupado del caso, salvo R.O. Barrachina, y Luis Constantino Bassani.
(Versión para móviles / versión de escritorio)
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina
Versión para móviles / versión de escritorio | RSS
Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux