AVATARES DE UN PARADIGMA EQUIVOCADO
› Por Sergio Federovisky *
La ciudad de Buenos Aires ha sido afectada por inundaciones desde el día siguiente a la segunda y definitiva fundación, en 1580. La reiteración dramática de esas inundaciones cuatro siglos después obliga a usar otro paradigma de pensamiento.
La planta urbana original estaba situada en “terrenos planos y no planicies inundables”, según establecían las Leyes de Indias para el Nuevo Mundo. Pero aquellas tierras altas de la primera urbanización eran las únicas: tanto hacia el sur (las planicies que derivaban en el Riachuelo) como al norte y oeste (la cuenca del arroyo Maldonado), la ciudad estaba hostigada por las inundaciones cada vez que llovía. La manera en que se enfrentó la realidad del anegamiento permanente –tanto en aquellos momentos primigenios como en los posteriores, más ingenieriles– respondió siempre a una forma de pensamiento clásico y ortodoxo: sacar el agua. Para lo cual, la presencia abrumadora –y capaz de albergar trillones de litros– del Río de la Plata era completamente funcional.
La lógica era hidráulica. Y así fue como arroyos llamados “los terceros”, que correspondían a una serie de hilos de agua que hacia el sur de la Plaza de Mayo desaguaban perpendiculares en el Río de la Plata, fueron puntillosamente eliminados y convertidos en adoquinadas calles que hoy atraviesan San Telmo.
Los Terceros (bautizados así porque eran de “tercer orden”, salvo cuando arreciaban las lluvias) fueron el obstáculo que quebró el damero original del centro histórico de la ciudad. Ninguno de los Terceros (del Sur, del Medio y del Norte) ha sobrevivido: a mediados del siglo XIX, cuando Buenos Aires crecía aún sin infraestructura, fueron empedrados incrementando inmediatamente así el volumen y la velocidad de deslizamiento.
Luego la ciudad acusó el impacto de la inmigración y de las epidemias de cólera y fiebre amarilla. Se proyectó, entonces, la red de desagües cloacales y pluviales (viajaban por el mismo caño) del llamado Radio Antiguo. Los cálculos se hicieron según una ciudad de hace más cien años: para determinar el coeficiente de descarga de los caños se estimó que el 50 por ciento del agua que caía por la lluvia drenaba naturalmente en el terreno. Tras inaugurarse las obras del Radio Antiguo, la ciudad, que ya había anexado a los pueblos de Flores y Belgrano, emprendió el proyecto del Radio Nuevo, para servir a una población total de 1.100.000 habitantes, pero con una proyección de crecimiento hasta los tres millones con que actualmente cuenta. Más aún: los ingenieros preveían que aquellos caños, con la espantosa modalidad de eliminar arroyos y convertirlos en tubos, debían alcanzar para una población de hasta seis millones de habitantes.
Sin embargo, la reiteración precipitada de inundaciones a partir de la década del 80 puso en cuestionamiento tanto el diámetro del caño como la forma de pensar la ciudad. Las premisas ingenieriles para la descarga pluvial fuera del centro de la ciudad habían sido adoptadas según los siguientes parámetros: una lluvia promedio de 60 milímetros en treinta minutos, un coeficiente de escorrentía 0,6 para la ciudad (el 40 por ciento infiltra el suelo y el resto corre por las calles) y de 0,2 para las áreas tributarias de los arroyos ubicadas en el Gran Buenos Aires. El desborde ya empezó a manifestarse a mediados de la década del cuarenta, a poco de inaugurarse las obras, cuando el conurbano comenzó a gestarse a imagen y semejanza de la urbe pavimentada. Un ingeniero de Obras Sanitarias, Silvio Arnaudo, se horrorizaba en 1943 de que “las obras de desagües están requiriendo una constante ampliación”.
El 31 de mayo de 1985 fue una bisagra. Los 295,4 milímetros caídos en treinta horas no sólo condujeron a que al día siguiente un diario titulara en tapa: “El día que se hundió Buenos Aires”. Fue también el comienzo de la “era moderna” en la que casi cualquier lluvia, sobre una metrópolis de quince millones de habitantes, convierte a Buenos Aires en la punta de un embudo. Los políticos, como corresponde a su raza, seguirán insistiendo que “su” lluvia es la peor de la historia. Sin embargo, la estadística demuestra que el promedio histórico de lluvias sobre la ciudad de Buenos Aires (unos mil milímetros al año) apenas ha crecido en unos cien milímetros en los últimos treinta años, cifra no determinante. Podrá haber alguna excepción puntual, ya que se trata de algo tan complejo como el clima que puede dar lugar a un febrero lluvioso como el actual, pero, aun cambio climático mediante, el departamento de Meteorología de la Facultad de Ciencias Exactas de la UBA sostuvo que “no hay diferencias notables entre lo que ocurrió en épocas anteriores y lo que se puede observar en el número de días lluviosos y la precipitación mensual en la Capital Federal”.
Además de creer que la lluvia que inundó la ciudad durante su gestión fue la peor, enviada claro está por la oposición salvaje, los políticos creen que todo es un problema de diámetro de un caño. Y que todo se resuelve con obras, palabra que es sinónimo de topadora, de túnel, de hormigón.
Esa forma de razonamiento, la de sacar el agua de donde sobra y llevarla lo más lejos que se pueda, es la misma que estaba vigente cuando apareció el problema. Parece estar bastante comprobado –la lluvia de la semana pasada, de 90 milímetros en dos horas, así lo demuestra– que ese pensamiento hidráulico ha fracasado.
Una inundación urbana no es la expresión de mucha lluvia, sino la manifestación de una anomalía entre la sociedad y el medio en que se ha instalado. Una inundación revela cosas tan tontas y obvias como que la ciudad no tiene suficientes parques o espacios verdes como para absorber la lluvia; ni áreas de retención de agua para compensar las pérdidas de infiltración por la abrumadora impermeabilización del suelo; que su urbanización ha avanzado a sitios como las cuencas de los arroyos que la naturaleza dispuso para que el agua circule...
Pensar desde esta otra forma de razonamiento equivale a pensar a la ciudad como un ecosistema y a la inundación como un problema ambiental que de tan complejo carece de una solución y un abordaje únicos. El pensamiento único –y limitado, permítaseme– estima que se trata sólo de agrandar caños, cosa que –con mayor o menor eficacia– han hecho todos los intendentes desde 1985 para acá. Mauricio Macri se desgañita en estos días acusando a sus predecesores de no haber hecho las obras necesarias, sin reparar en algo tan obvio como que la reiteración del problema con lluvias menores revela que las obras, en el mejor de los casos, serían apenas una parte de la solución. Y el jefe de gobierno se golpea el pecho por el orgullo que le provoca el tremendo caño que está colocando y que fungirá como aliviador del Maldonado. No ve que la próxima inundación se gesta en la actual modalidad de crecimiento urbano (torres y torres), definida por la especulación inmobiliaria y no por la planificación ambiental del territorio.
Es que si se sigue pensando con la lógica que creó el problema, sólo seguiremos discutiendo el diámetro. Y así no hay caño que alcance.
Un abordaje del problema que acepte la multicausalidad y complejidad del asunto, al tiempo que reconozca que es un tema de la relación sociedad-naturaleza más que de ingeniería hidráulica, podría sopesar las siguientes herramientas juntamente con el aumento del diámetro de los caños: incrementar los espacios de infiltración (espacios verdes sería lo ideal); incorporar áreas “esponja” de retención de agua como forma de retrasar los grandes volúmenes de escurrimiento superficial; generar recipientes —por ejemplo en las grandes torres— de almacenamiento de agua de lluvia; instrumentar medidas arquitectónicas de adaptabilidad que dejen de negar que Buenos Aires es un área inundable y rediman el hecho de que muchos barrios ocupan zonas que “pertenecen” a los arroyos...
Es que si se sigue pensando con la lógica que creó el problema, sólo seguiremos discutiendo el tamaño. Y así no hay caño que alcance.
* Biólogo, periodista ambiental, presidente de la Agencia Ambiental La Plata, autor de Historia del medio ambiente y El medio ambiente no le importa a nadie.
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