HISTORIA DE LA SALUD Y LA MEDICINA
Si la peste negra de 1347 era un castigo divino por la corrupción humana, ¿por qué la enfermedad mataba a familias enteras, pero no acababa con la corrupción política y económica de la era feudal? Nadie lo entendía, y en este marco surgieron en Italia las Juntas de Salud, primera iniciativa de salud pública a gran escala en Occidente.
› Por Marcelo Rodríguez
Dice un proverbio japonés que quien no le teme a la oscuridad es porque no tiene imaginación. Las sórdidas y minúsculas existencias de organismos causantes de enfermedades comenzaron a ser reveladas al ojo humano en el siglo XIX, cuando Robert Koch y Louis Pasteur –cada uno por su lado– fundaron la microbiología. Hoy es común imaginar a los siglos que precedieron a ese momento como una edad oscura, en la que nada era capaz de moderar el terror cuando se aproximaba alguna plaga mortal. Y en ese contexto aparecieron los primeros precursores de la actual salud pública.
En 1347, la gente de las poblaciones costeras del Mediterráneo comenzó a morirse de una especie de fiebre cuya descripción no se condecía con ninguno de los relatos de la antigua escuela hipocrática –que ya llevaba dieciocho siglos de vigencia–, ni de los pocos médicos de entonces. La muerte sobrevenía tras la aparición de enormes “bubones” en el cuello y en la ingle de los enfermos, que a los pocos días se reventaban. La mortandad se extendió a las regiones bañadas por el Mar del Norte y el Báltico, como así al interior europeo al que se accedía por el Rin o el Danubio. Mataba, según las crónicas de época, entre un octavo y dos tercios de las poblaciones donde se instalaba. Horror, pestilencia, hambrunas y 24 millones de muertos en el Viejo Continente: la llamaron la peste negra.
Diferente a todo lo que los cronistas habían llamado “peste” anteriormente, la peste bubónica –según se sabe hoy, causada por el bacilo Yersinis pestiss, propagada por las ratas y transmitida al hombre por las pulgas– volvería una y otra vez, por la propia dinámica de la enfermedad, a azotar a Europa durante los siguientes cuatro siglos.
Para los médicos universitarios, que sabían más de astrología que de anatomía, esta nueva y extraña fiebre mortal era un desequilibrio de los humores internos. El principio hipocrático de que “no existen enfermedades sino personas enfermas” suena muy válido y actual hoy que el paciente parece reducido a un conjunto de parámetros vitales, pero en tiempos de la peste negra jugó a favor del poder deshumanizante, porque la enfermedad, bajo ese lema, era considerada un desvío de la normalidad del mismo modo que el vandalismo o la prostitución. La peste, decían, se debía a ciertos miasmas o aires corruptos. En especial –observaban– los de las ciudades portuarias de mar, donde la gente era más proclive a la promiscuidad y a las ideas extrañas que alejaban al hombre de la obediencia y de sus sanas costumbres. Para restablecer la normalidad era preciso controlar los hábitos de vida, eligiendo cuidadosamente los alimentos, purificando el ambiente y depurando los humores que se hallaban en exceso.
Más allá de los dudosos resultados que obtuvieran, sólo quienes disponían de una situación holgada podían procurarse buena comida y pagarle al médico. Y salvo que algún rey generoso, algún noble o algún rico mercader protector solventara los servicios de un facultativo para hacerse cargo de la salud del pueblo, cabe suponer que la medicina fue un privilegio de las clases socialmente acomodadas. Sólo algunas ciudades italianas e ibéricas y, después de 1536, en el Imperio Germánico, contrataron médicos con ese fin.
En 1348 se instaló en Florencia la primera Junta de Salud para supervisar las actividades públicas de control de la peste. Sus primeras medidas resultaron desastrosas, ya que organizar procesiones para rogar por el fin de la epidemia, por ejemplo, no hacía otra cosa que favorecer su propagación.
Pero ante los sucesivos rebrotes algo había que hacer, y las Juntas fueron replicándose en toda Italia, tomando cada vez más relevancia en la vida social. Controlaban los desplazamientos de gente, establecían cuarentenas que equivalían a reclusiones masivas, organizaban los entierros colectivos de víctimas y confiscaban efectos personales.
El impulso de las Juntas de Salud para controlar la peste, asegura el historiador Sheldon Watts en Epidemias y poder (2000), fue un gran motor para unir a las fragmentadas clases dominantes de toda Europa –la nobleza y los ricos mercaderes– bajo la tutela del clero, temeroso de perder poder ante las primeras reformas protestantes.
En 1578, las Juntas llegaron a Inglaterra. Allí, el pueblo se enardeció frente al desamparo de tener que morir fuera de la ley divina cuando se prohibieron los funerales. Se construyeron costosísimas “casas de apestados”, donde el caos contrastaba con el orden estricto impuesto en la sociedad, donde se prohibían riñas de gallos y de perros, tabernas y procesiones, y no quedaban espacios de alternancia social. Estas “casas de apestados” apilaban cadáveres y enfermos, asistidos por médicos y barberos cirujanos a sueldo del Estado, duchos en el manejo del cuchillo.
Las medidas de las Juntas afectaban fuertemente a las economías. Por eso los comerciantes venecianos se negaron a acatarlas cuando llegó el brote de peste de 1629: la muerte masiva hizo que la urbe de los canales y las góndolas dejara de ser una potencia mundial para sólo resignarse en adelante a su destino de ciudad pintoresca.
La última epidemia de peste que hubo en Occidente ocurrió en Marsella en 1720 y, gracias a las ya existentes medidas de aislamiento, las cosas no pasaron más allá del puerto y sus ejidos aledaños. En los cuatro siglos en que Europa fue azotada por este mal, la política resultó más eficaz que la medicina de entonces para controlarlo. La teoría de que la peste era provocada por un miasma malsano se mostraba cada vez menos capaz para explicar por qué la medida de resguardo más exitosa era cerrar puertos y bloquear caminos.
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