HISTORIA CONCEPTUAL DE LA ENERGIA
› Por Matias Alinovi
Una idea moderadamente heterodoxa: entender cabalmente el concepto de energía con que operan las ciencias modernas es conocer el desarrollo histórico del principio de su conservación. En otros términos, la conservación es anterior a la energía. En la extensión gradual del dominio del principio, el concepto fue tomando forma. Por eso a la pregunta “¿qué es la energía?” podemos responder sin ironía: “Una cantidad que de acuerdo a un famoso principio se conserva”.
El concepto de energía es el resultado de un vasto acuerdo interpretativo, normativo. Lo curioso es que detrás de ese proceso normativo que conduce a la ley, alentándolo, no parece haber más que una convicción antigua –o una conveniencia moderna–: la de la conservación. El proceso normativo que convirtió en ley una serie de observaciones, de interpretaciones, de hechos variados, modeló el concepto. Como si desde el principio hubiera operado un acuerdo tácito: la energía será aquello que se conserve. El principio de conservación de la energía comenzó nombrando imperfectamente lo conservado; nombrarlo cada vez más perfectamente fue su afán, su desarrollo, su sentido.
La antigüedad clásica postuló la existencia de sustancias que inmutablemente pasaban de una cosa a otra y cuyas transformaciones daban cuenta de los fenómenos del Universo. La de la sustancia era una imagen que quería expresar la convicción de que en toda transformación material había algo que se conservaba. El fuego convierte a la madera en cenizas. En ese cambio, ¿hay algo que permanece inmutable?
Observando el ciclo de la vida orgánica, los discípulos de Tales de Mileto concluyeron que sí, que la materia surgía intacta a través de múltiples transformaciones, que no desaparecía más que en apariencia y que era indestructible. Que toda realidad material remitía, en definitiva, a una sola sustancia, en incesante transformación. Las respuestas particulares sobre la identidad de esa sustancia, sobre sus características, fundaron escuelas.
Más tarde, prescindiendo magníficamente del concepto, los filósofos naturales del siglo XVII especularon con la idea de que existía una cantidad que permanecía inmutable a través de los cambios mecánicos. Quizá la novedad del siglo XVII estribaba en que aquellas especulaciones ocurrían en un contexto más restringido, el de la mecánica; en el ámbito de un estudio específico, el del movimiento. A través de los cambios mecánicos –sostenían los filósofos naturales– algo permanece constante.
Quizá porque recogían el eco de concepciones anteriores, porque de algún modo procedían de la antigüedad clásica –la transformación está en el centro del ser; si a cada instante cambiamos, de un instante a otro somos los mismos: algo se pierde y algo perdura– aquellos resultados no dieron lugar a oposiciones esenciales, y las controversias tendieron a desplazarse hacia dos terrenos subsidiarios: de dónde derivaba lógicamente el principio –cuáles eran sus fundamentos– y qué era aquello que se conservaba. Durante dos siglos, la idea ganó abstracción y universalidad, se olvidaron las necesidades teológicas, y a mediados del siglo XIX alcanzó la formulación lacónica que ensayó primero el médico alemán Robert Mayer: “La energía total de un sistema aislado permanece constante”.
Comenzó entonces una tarea de reconocimiento que buscó reducir fenómenos diversos interpretándolos como manifestaciones de una única transformación. Durante ese proceso, cada vez que la certidumbre en el principio pareció declinar entre los avatares de la experimentación, aquello que debía permanecer invariable ante los cambios y explicarlos, el concepto de energía, se transformó para que el principio se sostuviera, y sufrió así un gradual proceso de abstracción: fue primero misteriosa sustancia que fluye, luego movimiento, una medida del movimiento; más tarde fuerza, y finalmente amenazó con avasallar toda entidad conceptual considerada hasta entonces como esencial, aun la materia.
Después, aquella idea, que se había originado en consideraciones teológicas o filosóficas, adquirió una impronta indiscutiblemente pragmática. Los físicos se dijeron: aceptemos, porque es operativamente útil, sin preguntarnos por las implicancias filosóficas, que existe una cantidad conservada, llamémosla energía, y permitámosle cambiar, reformulémosla a cada paso para que nuestro principio de conservación de la energía se sostenga. Al final, la energía será aquello que se conserve, y tendrá la forma que deba tener para que eso ocurra. El concepto de energía se irá precisando en el esfuerzo por salvar el principio. Esa visión pragmática de un principio anterior al concepto ha sido más que fructífera.
Hacia 1810, Eugène-François Vidocq transformó el sistema policial francés. Tenía credenciales para hacerlo: hasta entonces había sido uno de los delincuentes más activos de Francia. En su nueva función como jefe de la policía secreta que él mismo había aconsejado crear, Vidocq fue implacable: no había astucia de los delincuentes que no anticipara. En cierta medida, el traspaso de Vidocq a las filas policiales exigía una pareja modernización del delito, una análoga sofisticación de sus métodos. El caso de Vidocq ilustra lo que todos sabemos, y solemos olvidar: que el delito es la verdadera escuela de la ley. Que esos dos mundos no están en una relación de necesaria oposición ontológica; que sus paralelos desarrollos históricos no son antagónicos, sino complementarios; que son pródigos en personajes ambiguos, como Vidocq.
Hacia 1670, Denis Papin patentó el modelo más ingenuo de móvil perpetuo que pueda concebirse: el sifón anómalo. Papin fue también el pretendido inventor de la máquina de vapor, el dispositivo simbólico de la imposibilidad del movimiento perpetuo. El mundo de la ciencia, en el que rige la ley de conservación de la energía, tampoco se opone esencialmente al mundo de los constructores de móviles perpetuos. Esos mundos no están en una relación de necesaria oposición, sino que existe un proceso de construcción paralela, una suerte de alimentación mutua: las leyes se sofistican, se vuelven más complejas para reprimir nuevas infracciones; las infracciones se sofistican para burlar nuevas y más complejas leyes.
La ley de conservación viene a dejar establecido que el móvil perpetuo es un delito. Como los anales del delito y de las leyes, dos historias se van escribiendo, la del proceso multitudinario que conduce a la formulación del principio de conservación de la energía, la de los anales del delito que se llamó móvil perpetuo. La historia del movimiento perpetuo es al desarrollo del principio de conservación lo que los anales del delito son al desarrollo de la ley. También en el sentido de su desarrollo histórico. Dos historias complementarias.
Así, la energía podría verse como una suerte de concepto jurídico. Como el resultado de una serie de interpretaciones, de resoluciones adoptadas frente a hechos que se han producido repetidamente en el tiempo, y que conducen a una ley. Esos hechos son variados. Pero desde el momento en que la ley queda establecida, su violación es un delito.
La conservación de la energía es el resultado más general que conocemos: una vasta construcción colectiva de alcance perfectamente general. Pero la verdadera transformación de la energía es conceptual; es la que sufrió el concepto para mantener en pie el principio.
En su curiosísimo libro La energía, Wilhelm Ostwald, el padre del energetismo, el hombre que soñó la energía como la ley suprema, escribe: “Recuerdo haber intentado yo mismo, en mi época de escolar, una invención semejante, durante la clase de física [...]. El profesor nos había hablado de los fenómenos de tensión superficial y nos había enseñado que el nivel del agua es más elevado en los tubos angostos que en los anchos. El conocimiento de ese hecho me condujo a razonar del siguiente modo: si se toma un tubo angosto cuya altura sea menor que la altura de ascensión del agua en el tubo prolongado, el agua deberá escaparse por la extremidad superior; en consecuencia, juntando un tubo angosto y otro más ancho, de diámetros y alturas convenientes, se podría construir un sifón en el que el agua, en vez de moverse de arriba abajo, como en un sifón que tuviera el mismo ancho en todos lados, se movería de abajo hacia arriba. Puse en práctica toda mi habilidad en el arte de soplar el vidrio (que no era muy grande), y logré unir de un modo satisfactorio un tubo angosto y uno ancho”.
Wilhelm Ostwald, Premio Nobel de Química 1909, tiene por lo menos dos libros increíbles: La energía y Fundamentos energéticos de la ciencia de la civilización. En esos libros inmoderados, paralelos a sus contribuciones científicas, Ostwald desarrolló sus concepciones filosóficas sobre la naturaleza de la realidad, que devinieron en la doctrina del energetismo. ¿Qué es, o qué fue, el energetismo? Un intento por explicarlo todo en términos de la energía. Si se piensa que, dos siglos antes, el concepto no existía, se tiene una idea del ascenso de su valoración.
Los energetistas se limitaron a sucumbir ante una tentación que el concepto estimuló desde el principio, una suerte de reduccionismo a ultranza. Oponiéndose a la concepción mecanicista, permitieron que la energía actuara como un principio ontológico, es decir, como una entidad a la que pretendían reducir todas las formas de la realidad, incluida la psicológica. Ostwald, en particular, se propuso desarrollar científicamente la teoría general que sostenía que la energía era la forma verdadera de la materia. Se podrá argumentar que es una concepción cercana a la física de partículas, pero Ostwald sacaba de ahí conclusiones más bien temerarias, creía inmoderadamente en la exactitud de todos los corolarios. Explicaba, por ejemplo, que el ser es una superposición de energías fundamentales y advertía que toda ciencia debía ser considerada como una rama de la energética.
A partir de 1910, junto a Ernst Haeckel, Ostwald, con su teoría, dominó el monismo alemán, que se pretendía una concepción científica del mundo. El dato curioso es que Ostwald defendió igualmente el proyecto de establecer normas universales para la moneda –un monismo monetario–, y para la lengua. Los excesos del energetismo perduran en el concepto vulgar de la energía.
Inadvertidamente, al querer construir su móvil perpetuo, Ostwald copiaba a Papin. No sabía que su diseño era el de la ineficaz copa infinita que había patentado el francés. Después, en su libro, recuerda a Andreï Kolmogorov, sin duda uno de los matemáticos más importantes del siglo XX, que, de adolescente, diseñaba máquinas de movimiento perpetuo, y lograba esconder tan ingeniosamente sus necesarios defectos, que sus profesores de escuela secundaria no lograban descubrirlos. Papin, Ostwald, Kolmogorov, los defensores de la ley, se ejercitaron en el delito.
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