ADELANTO
El sentido de la ciencia ficción, de Pablo Capanna, colaborador de este suplemento, es el libro clásico que aborda el fenómeno. En Historia de la ciencia ficción, y sus relaciones con las máquinas (de las naves espaciales a los cyborgs), Javier Lorca retoma la tradición inaugurada por Capanna, agregándo nuevas ideas e iniciando una descripción en la que el desarrollo del género corre paralelo con los movimientos, muchas veces desesperados, en una sociedad que debilita su sentido. Aquí, un adelanto fragmentario del libro, que será presentado en la Feria del Libro el sábado 8 de mayo a las 17 horas.
› Por Javier Lorca
La ciencia y la tecnología configuran una de las religiones profesadas por el hombre moderno, la máquina materializa al ídolo de ese culto y el relato de ciencia ficción es, o fue, una de sus escrituras sagradas. Desde fines del siglo XIX y hasta la actualidad, el rumbo de la ciencia ficción corrió en paralelo al de la ciencia y la tecnología modernas, en un vínculo que tuvo y tiene menos de determinación y predicción que de mutuas influencias. ¿Qué imaginarios de la ciencia y la tecnología ha representado la ciencia ficción? ¿Qué transformaciones ha narrado en su desarrollo secular? ¿Y cómo fue interpretando las relaciones entre hombres y tecnologías? Una vía para responder a esas preguntas surge al rastrear la particular trayectoria de las máquinas imaginadas por la ciencia ficción. Ese recorrido reconoce tres movimientos que se retroalimentan: comienza con las máquinas que extienden el alcance humano (las naves espaciales), sigue con las máquinas que imitan al hombre (los robots), para concluir con la interiorización de la máquina en el cuerpo humano (los cyborgs) y su consecuente reconfiguración de la realidad (el simulacro virtual).
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Desde la segunda mitad del siglo XX, los desarrollos asociados a la informática, la cibernética y la genética, entre otros campos, transformaron las relaciones entre los hombres y las máquinas, modificaron las fronteras entre unos y otros. Las premisas infotécnicas homologaron, en tanto que sistemas complejos de datos, a las estructuras artificiales y los organismos naturales. El paradigma emergente involucró un nuevo proceso de desacralización de la mente y el cuerpo humanos. Al privilegiar al patrón informático inmaterial (software o código genético) como fundamento último de toda entidad, la encarnadura fue concebida como la mera prótesis original y la conciencia, como apenas un fenómeno derivado o secundario. En consecuencia, no habría diferencias entre hombres y máquinas complejas, ni entre la realidad y el simulacro virtual.
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La representación en la ciencia ficción (CF) de la interiorización de la máquina, un intento de explorar la transformación de la concepción del hombre y la realidad en la nueva fase tecnocientífica, se puede fechar cuando la intimidad de humanos y artefactos derivó en la formulación de interrogantes centrales para el género: ¿es real o es virtual?, asociado a una pregunta preexistente pero cada vez más acuciante: ¿es humano o es no humano? Dos escritores deben ser señalados como visionarios de la instancia de pasaje hacia la interiorización de la máquina: Philip K. Dick y James G. Ballard.
Como vector simbólico de esa transición hacia la tercera CF, como uno de los factores que coadyuvaron en la consolidación del cyborg y sus implicancias en el imaginario delineado por el género, se inscriben el relato de la máquina afectiva, la máquina erótica y, consecuentemente, el desliz hacia la intimidad de la carne y el artefacto. Tanto Dick como Ballard ensayaron esa narración.
El principio diferencial cartesiano, es decir la conciencia pensante como rasgo privativo y fundante del hombre, había resultado acorralado por la máquina capaz de manifestar comportamiento inteligente. La centralidad de las tecnologías informáticas y cibernéticas desplazó la diferencia humana de la razón a la emoción, de la facultad intelectiva a la afectiva (una premisa que, claro, ya poseía larga tradición). El nuevo refugio de la esencia humana fue desde entonces referido y reiteradamente asediado por la CF mediante el relato de máquinas con rasgos no únicamente antropomorfos e inteligentes, también emotivos y eróticos. El tema recuperó también antiguas connotaciones latentes en la historia de las tecnologías y, a la vez, aspectos tradicionales presentes en la saga de las criaturas artificiales semejantes al hombre. De aquella historia, la idea de que las maquinarias se inspiran en los órganos sexuales (“La imaginación humana, cuando se dedica a animar creaciones en forma artificial, reproduce involuntariamente los movimientos de los animales que se propagan (...) las máquinas, la acción del pistón y el cilindro, Julietas de hierro fundido y Romeos de acero”, escribió el decadentista Joris-Karl Huysmans a fines del siglo XIX, en Allá lejos). De la saga de las criaturas artificiales, la máquina emotiva de la CF retomó la senda de Pigmalion, el mito del vínculo amoroso entre el hombre y la criatura artificial. El rastro aparece ya en Frankenstein, en el sentimiento de odio del monstruo hacia su creador y en ciertas exigencias suyas (“reclamo una criatura femenina, un ser del otro sexo que sea tan horrendo como yo mismo”). Tras sostener su presencia en textos como El hombre de arena, de E. T. A. Hoffmann, y La Eva futura, de A. Villiers de L’Isle-Adam, el problema del afecto también aflora en R.U.R., el drama de Karel Capek, donde la inserción de sentimientos en los robots precipita su rebelión y donde se expone la cuestión del amor entre robots y la de su reproducción, reducto aparente de la última inequidad entre el hombre, capaz de reproducirse, y la máquina, incapaz, inequidad finalmente resuelta por el autor con una apelación mítico religiosa.
La relación afectiva entre el hombre y su creación se consumará en la tercera fase de la CF, con la interiorización de la máquina en el cuerpo. Un escritor fundamental para leer ese proceso es Dick, cuya obra resignifica numerosos elementos del género y funda su tercer orden. En 1966 redactó la novela ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, publicada en 1968 y, con fama, adaptada al cine por Ridley Scott, bajo el título Blade Runner. En la novela, Dick imagina a la Tierra devastada tras una guerra nuclear, abandonada por gran parte de la humanidad y casi sin otros seres vivos. En ese entorno, la novela propone un estado avanzado de la producción de criaturas artificiales, incluido el desarrollo de artefactos antropomorfos de alta complejidad: los androides. Confinados por el hombre en Marte, los androides sirven como esclavos a los colonos en ese planeta. La presencia de los androides en la Tierra es ilegal. Sin embargo, algunos de ellos consiguen evadirse en busca de libertad y el personaje que protagoniza la novela, Rick Deckard, imbuido de un indefinido poder de policía, se dedica a cazar androides fugitivos.
El argumento de ¿Sueñan los androides...? se apoya en la dificultad para distinguir a los seres artificiales de los humanos, el legado de la segunda CF y su proyecto de imitación del hombre. A partir de un nuevo modelo (Nexus-6), los androides son idénticos a los humanos en lo fisonómico y en lo intelectual, campo en el que incluso los superan. Un exclusivo aspecto permite distinguirlos: la ausencia de sentimientos empáticos. Existe, sin embargo, un método de distinción, “el test de empatía de Voigt-Kampff”, ante el cual “los androides se agitaban impotentes (...) Era obvio que la empatía sólo se encontraba en la comunidad humana, en tanto que se podía hallar cierto grado de inteligencia en todas las especies”. En principio, los androides son descriptos como incapaces de identificarse con los sentimientos de sus pares u otros seres. “Un intelecto maravilloso, la capacidad de hacer muchas cosas, pero también esa frialdad (...) A un androide no le importa lo que le ocurra a otro androide.”
La necesidad de diferenciar a humanos de no humanos se explica por una cuestión de supervivencia ante la superioridad de la máquina: “Los modelos Nexus-6... caerían sobre nosotros y nos aplastarían. Los cazadores de bonificaciones estamos entre los Nexus-6 y la humanidad, somos la barrera que los mantiene apartados”, dice un personaje. El problema es que la distinción nunca es definitiva. Desde el inicio de la novela se sugiere que el test puede no ser infalible: el interrogante sobre la identidad natural o artificial de cada personaje queda abierto.
Los modos en que Dick presenta a las criaturas artificiales ahondan la incertidumbre. En cuanto a la forma, porque el autor las incluye entre las múltiples perspectivas desde las que narra: la acción es contada por igual desde la experiencia de personajes humanos y androides, homologando a unos y otros. A diferencia de lo que sucedía en textos previos de la CF, las criaturas artificiales ya no son el mero “otro” del relato. Ese aspecto formal de la narración es duplicado por el contenido. Los androides son descriptos como sujetos deseantes, seres que combinan ambiguamente pulsiones de vida y muerte. Pero, principalmente, la distinción entre el hombre y la máquina resulta subvertida en la novela por la relación erótica. “Ciertos androides femeninos no le disgustaban (a Deckard): en varios casos se había sentido atraído físicamente. Era una sensación curiosa la de saber intelectualmente que eran máquinas, y experimentar, sin embargo, reacciones emocionales.” Una vez que se consuma la unión sexual entre Deckard y la androide Rachael, se advierte que las consecuencias de haber establecido un lazo afectivo entre el hombre y el ser artificial pueden ser irreversibles para la capacidad de los humanos de diferenciarse de las máquinas antropomorfas: “Si incluyéramos a los androides entre los objetos de identificación empática... no podríamos defendernos”.
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Caso extremo y por eso iluminador de la apertura simbólica del cuerpo a la máquina, la novela Crash, de Ballard, publicada en 1973, aborda la erotización del artefacto en íntima relación con la violencia. En un prólogo añadido a la obra en 1995, Ballard postuló a Crash como “la primera novela pornográfica basada en la tecnología”. El cuerpo se abre a la máquina, en Crash, a través del sexo y de las heridas ocasionadas por automóviles en accidentes de tránsito: Ballard trastrueca la comprensión de la tecnología como una extensión del hombre y la vuelve en su contra, revierte la prolongación como penetración. No es fortuito que sea el vínculo erótico, recuperado de tradicionales concepciones de la tecnología así como de la saga de las criaturas de forma humana, el que vuelva a minar la diferencia entre el hombre y la máquina, como anteriormente lo había hecho el artefacto “inteligente”. En la simiente de la pulsión erótica está el deseo de trascender al cuerpo (su apertura, su penetración), de superar la frontera del individuo moderno, escindido de la comunidad y su entorno. El paradigma infotécnico propicia esa misma ruptura, esa confusión del hombre con otras entidades: tanto la cibernética como el erotismo ponen en cuestión los límites corporales.
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