GENETICA: EL CONCEPTO DE “PROPENSION”
› Por Marcelo Rodriguez
La idea de que existe una “predisposición genética” para cada condición de salud –especialmente para las enfermedades crónicas no infecciosas– se ha vuelto un lugar común en el mundo de la medicina, y fuera de él también. Decenas de miles de médicos en el mundo les explican cada día a sus pacientes que ese problema de hipertensión, de várices, de diabetes, de psoriasis o de alergia, su carácter maníaco-depresivo por el cual han concurrido a la consulta, o hasta incluso un tumor, está causado por “una predisposición genética” a la que seguramente se sumaron otros factores propios del estilo de vida, el cigarrillo, otras enfermedades o un bajón en el estado de ánimo. Poco importa si el médico conoce con exactitud cuáles son los genes involucrados en dicha predisposición o, incluso, si algún investigador básico en algún lugar del mundo ha logrado identificar el lugar del ADN donde se hallan esos genes específicos: el argumento de la predisposición genética se ha vuelto un estándar que marca un límite: el límite de algo que –por ahora– no es posible modificar de la propia vida. Y también el límite de lo que los médicos (y la ciencia médica misma) aún desconocen.
Es cierto que esta explicación cobra sustento en la medida en que se descubren las funciones que regula cada gen, pero es necesario admitir que su efecto (el de marcar el punto donde empieza la resignación, o bien la fantasía de una gran revolución genética) es más primario: es tal vez el relato que toda sociedad necesitó, y necesita, sobre las relaciones entre la salud y la enfermedad. El argumento de la “predisposición genética” ha pasado a formar parte del sentido común independientemente de las evidencias científicas que lo sustenten, tal como sucede con tantos relatos que forman parte del sentido común.
¿Esto significa que da lo mismo que cualquier otro relato sobre las causas de la enfermedad? En principio, no. Es un relato ampliamente superador del “determinismo genético”, el del endiosamiento de la microscópica hebra de ADN, y el que sirvió de caldo de cultivo a más de una visión racista de las capacidades humanas. A partir de la conciencia de que a lo largo de la vida de cada individuo las potencialidades biológicas para sufrir ciertas enfermedades se “despiertan” o se mantienen apagadas, surge la evidencia de que al menos hay otros factores y que, por lo tanto, “algo se puede hacer” para enfermarse menos (o para que la gente se enferme menos).
Pero así, a vuelo de pájaro, esto contradice uno de los principios universalmente conocidos de la genética. Si bien es cierto que los genes no cambian a lo largo de la vida de un individuo, hay algo en la vida de un individuo que hace cambiar la expresión de los genes.
La epigenética estudia, justamente, los mecanismos por los cuales lo que le sucede a cada individuo (todo, o algo de lo que le sucede, o casi nada; quién lo sabría, en principio) puede influir a nivel de sus genes para que estos expresen aquellas famosas “predisposiciones”, o dejen de hacerlo. Y en un sentido más amplio, la epigenética estudia también cómo varía la actividad de los genes en el tiempo de la vida de un individuo.
Se sospecha, se induce o se presume desde hace siglos que los estados de ánimo pueden favorecer o perjudicar la aparición o la evolución de una enfermedad crónica. Que una profunda depresión, por ejemplo, puede operar como desencadenante de la predisposición a una enfermedad grave. De hecho, algunas de esas relaciones han sido corroboradas mediante estudios clínicos. Todo ello tiende a apoyar la idea de que “estar bien” –idea vaga y poco objetiva si las hay– tiende a favorecer un buen estado general de salud, y que por eso el “estar mal” abre la puerta a males mayores y más concretos. Llevada esta idea al extremo, es fácil caer en el voluntarismo omnipotente de que sentirse (o pensarse) “bien” o “mal” es la llave maestra que confiere pleno dominio de los estados de salud y enfermedad.
Lo que se ha empezado a comprobar científicamente, y que toma forma concreta a partir del Proyecto Epigenoma Humano, son los mecanismos biológicos que desencadenan o silencian las predisposiciones genéticas. Y una de las consecuencias más interesantes de estos últimos descubrimientos es que tanto aquellos biologicistas acérrimos que ninguneaban el papel de la cultura y la historia, como quienes todo lo atribuían puramente a aspectos sociales y culturales (como si cada ser humano no fuera, además, un cuerpo sujeto a leyes biológicas), pueden ver en ellos una concepción ampliamente superadora de sus prejuicios y posturas extremistas.
Como hace cinco siglos lo había intuido Paracelso, las expresiones y los estados de ánimo se traducen, en el organismo, en marcadores químicos: hormonas, neurotransmisores, enzimas. Las palabras, los afectos, los maltratos y las caricias recibidas, las experiencias placenteras y las otras alteran la química corporal, y así el medioambiente social tiene la potencialidad de operar “farmacológicamente” sobre el individuo, si nos decidiéramos a considerarlo sólo en su aspecto biológico.
Pero a través de una serie de procesos químicos particulares que se denominan de “metilación”, y que actúan a nivel del ADN mismo que se encuentra en el núcleo de cada célula, algo de toda esa actividad hormonal se traduce en alteraciones de la expresión del código genético.
Los procesos de metilación del ADN parecen ser los principales responsables de que dentro del núcleo de cada célula los genes se encuentren activos codificando proteínas (es decir, que se expresen) o bien se llamen a silencio y se escondan, plegándose alrededor de unas proteínas circulares llamadas “histonas”. Un consorcio científico en el que convergen la iniciativa privada y pública en Europa –el Proyecto Epigenoma Humano– logró descifrar a fines de 2009 los patrones de metilación del llamado complejo mayor de histocompatibilidad, que es la región del ADN humano donde más relaciones se han encontrado con diversas enfermedades. Y van por el Epigenoma Humano completo.
Los integrantes de este consorcio, conformado por el Welcome Trust Sanger Institute británico, la compañía alemana Epigenomics AG, con sucursales también en Estados Unidos, y el Centre National de Genotypage francés, se presentaron en su página web explicando que la mutilación de ADN –el proceso que ellos se han concentrado en estudiar– “es el único parámetro flexible que puede cambiar funciones del genoma mediante la influencia externa”, y que por lo tanto “constituye por lejos el principal eslabón perdido entre la genética, las enfermedades y el ambiente, que según extendidamente se asume, juega un rol virtualmente decisivo en la etiología de todas las patologías humanas”. Los estadounidenses del Laboratorio de Análisis Genómico del Instituto Salk también se pusieron a desovillar denodadamente nuestro epigenoma, bajo la idea de que “nos conducirá a una mejor comprensión de cómo se regula la función del genoma en la salud y la enfermedad, pero también de cómo la dieta y el ambiente influyen en la expresión génica”. De aquí surgió el primer mapa de las alteraciones epigenéticas que se producen en las células del cordón umbilical y de las células troncales adultas, publicado en Nature.
Salvo la vieja idea instalada por August Weissmann a finales del siglo XIX de que existía un plasma germinal inmodificable en virtud de una suerte de “barrera” que les permitiría a los genes regular los procesos vitales pero no ser regulados, los descubrimientos de la epigenética no cambian en nada los conceptos de la genética clásica. La secuencia de bases químicas que se suceden en un único y estricto orden en el genoma es fija a lo largo de toda la vida, y en la forma del ADN que atesora el núcleo de cada célula las variaciones del genoma (mutaciones) son excepcionales.
El peligro de las radiaciones electromagnéticas como la luz ultravioleta o los rayos X es que son capaces de producir mutaciones genéticas, y hacer que las células con su ADN alterado se comporten de manera atípica, cambien su naturaleza y comiencen a reproducirse con esas alteraciones.
Un pequeño grupo de todas las enfermedades conocidas, y consideradas como tales en la actualidad, son propiamente genéticas. En esos casos no se habla de “predisposición”, porque tener la alteración genética que la determina implica tener la enfermedad. Es lo que sucede con muchas de las llamadas “enfermedades huérfanas”, un grupo de unas 8000 afecciones de muy baja prevalencia, que sufren unas 5 de cada 10 mil personas.
Pero sin hablar de alteraciones propiamente genéticas, en cualquier organismo se producen modificaciones a nivel de la expresión de los genes. Al “esconderse” o quedar expuesto, principalmente en virtud de la actividad hormonal, cambian sus posibilidades de ser trascripto, es decir, de que la célula siga generando proteínas vitales en función de aquel gen. Así, las funciones biológicas determinadas por ese gen se expresan o dejan de hacerlo.
En concordancia con otra vieja idea presente en el léxico popular, la de “hacerse mala sangre”, la actividad hormonal del organismo vivo cambia de acuerdo con sus experiencias, fundamentalmente a través de los estados emocionales. Y si de alguna manera la expresión genética pudiera volverse una función de esa misma actividad hormonal, perderían sentido las antiguas disputas. Por ejemplo, las que existen en torno del origen de muchas psicopatologías: no puede ser meramente social o vincular porque, sometidas a las mismas condiciones de vida y a experiencias parecidas, algunas personas las sufren y otras no. Sin embargo, si sólo fueran “genéticas”, ¿por qué una familia represiva o contenedora puede ser determinante en el hecho de que la patología se desate o no?
Y aún más: ¿qué hay de cierto en que las experiencias traumáticas sostenidas en el tiempo son un factor que promueve todo tipo de enfermedades? ¿Por qué sucede eso? En la artritis reumatoidea o la psoriasis, por ejemplo, se conocen con bastante precisión los mediadores químicos que desencadenan los procesos causantes, y se sabe que pueden empeorar o mejorar (aunque nada es lineal, por supuesto) en consonancia con los avatares y el estilo de vida, pero todos los especialistas admiten que la causa última se desconoce.
Las etapas de mayor actividad hormonal en el ser humano son la niñez, en especial los primeros seis meses, y la pubertad. Los cambios tan drásticos que sufre el cuerpo en estas etapas parecen corresponderse con una intensa actividad de mutilación a nivel del núcleo de cada célula, y esto explicaría por qué las experiencias vividas en estas edades son tan “marcadoras” de la identidad y de la salud futura.
En diferentes etapas de la vida, las nuevas células que el organismo va produciendo cuentan con un ADN marcado por la actividad hormonal de ese momento, lo cual implica que tiene diferentes potencialidades. En medio de la vieja dicotomía “genes o ambiente”, parece haberse abierto un nuevo mundo, y lo que hoy entusiasma es la posibilidad de traducir el código por el cual las experiencias pueden traducirse en fenómenos a nivel de los genes.
Entre el genotipo, que es la configuración de los genes de un individuo, y su fenotipo, que es la expresión concreta de ese código genético en los rasgos, el color de pelo, la complexión corporal, la voz y todas esas características que conforman la identidad de lo físico, surgen ahora los endofenotipos. Los endofenotipos sí cambian a lo largo de la vida y están relacionados, por así decirlo, con el estado de los genes en cada momento de la vida y los procesos que determinan esos estados.
La relación entre estos endofenotipos y las enfermedades crónicas no infecciosas –la mayoría de los estudios actuales en epigenética apuntan al cáncer– es una de las vetas más prometedoras de la futura ciencia médica, pero por ahora está restringida a unos pocos países centrales. Y otra de las vetas es averiguar si esos endofenotipos –caracteres adquiridos– son heredables. Si fuera así, si se corroboraran los resultados de trabajos como los del estadounidense Larry Feig, de la Universidad Tufts, se le deberán a Jean-Baptiste de Lamarck un par de disculpas.
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