CUANDO LAS ESTAFAS PARECEN CIENTIFICAS
La semana pasada, Pablo Capanna hablaba de cómo nos creemos algunos engaños porque queremos creerlos. En esta nota vuelve a aparecer el “esquema Ponzi”, las estafas y el juego del cheque.
› Por Claudio H. Sánchez
La tapa de la edición del 18 de septiembre de 1975 de la revista Gente, junto con información sobre la reciente licencia de la presidenta Isabel Martínez y la personalidad del presidente interino Italo Luder, anunciaba: “Cómo entrar y ganar en la cadena del cheque”, un tema del que, según esa misma tapa, “hablaba el país”.
Esta cadena del cheque era un especie de juego que comenzaba cuando alguien, llamémoslo Juan, compraba una lista por $ 250 de la época. Si usamos el precio de la revista como patrón, eso equivalía a unos cien pesos actuales. La lista contenía los nombres y direcciones de once personas y Juan debía enviarle un cheque por $ 250 a la que figuraba en primer lugar. Luego confeccionaba dos listas iguales de las que eliminaba el primer nombre (aquel a quien le había enviado los $ 250) y agregaba el suyo al final. Estas dos listas las debía vender por $ 250 cada una a otras personas que quisieran entrar en el juego. Juan recuperaba así su inversión inicial y ponía en circulación dos listas con su nombre en undécimo y último lugar.
Si los compradores de estas listas repetían el proceso, pondrían en circulación cuatro listas con el nombre de Juan en décimo lugar. En la siguiente etapa habría ocho listas con el nombre en noveno lugar y, luego de nueve etapas más, entrarían en el juego 2048 personas que comprarían otras tantas listas en las que Juan aparecería en primer lugar. Cada una de ellas le enviaría $ 250 y Juan recibiría entonces más de medio millón de pesos, tanto como 200 mil pesos actuales.
El artículo de la revista, firmado por Agustín Bottinelli y con ilustraciones de Abel Guibe, mostraba a un participante que había recibido 74 cheques en una semana, por un total de 18.500 pesos. Era, efectivamente, un tema del que “habló el país” durante algunos meses. Se decía que era un juego en el que todos ganaban: los participantes, por el dinero recaudado; los bancos, por las comisiones por los cheques emitidos; y el correo, por el envío de esos cheques.
El juego era simplemente un comercio de listas y no había en el medio ninguna actividad comercial o industrial que generara algún tipo de riqueza real. De modo que era imposible que todos ganaran. Un artículo publicado poco después en el diario Clarín reveló la falacia.
Los alrededor de 2 mil participantes que enviaron el cheque a Juan debieron buscar a 4 mil personas (dos cada uno) a quienes venderles su lista. Estos, a otros 8 mil. Y así sucesivamente. Luego de unas pocas etapas habría 16 millones de participantes que no encontrarían en el país a nadie dispuesto a comprar la lista y entrar en el juego: todos ya estarían participando. Ellos habrían enviado su cheque, pero su nombre no podría llegar al primer lugar en la lista y nunca recibirían la fortuna prometida. En realidad, ni siquiera podrían recuperar su inversión por no encontrar a quién venderles sus listas.
La demostración era contundente y la falacia, elemental. Sin embargo, en la década siguiente, la cadena del cheque tuvo una segunda vida como el “juego del avión”, una variante en la que la lista de nombres representaba un avión con un piloto, dos copilotos, cuatro tripulantes y ocho pasajeros. Los pasajeros “compraban” el pasaje para entrar a la lista y, al continuar el juego, subían en la lista. Al llegar a la categoría de piloto, recibían los cheques de los nuevos pasajeros.
Desde entonces no hay noticias de que el juego haya renacido. Al menos, en tanto juego. Porque la falacia asociada a la cadena del cheque o al juego del avión es la misma que hace estallar a las burbujas financieras. Son negocios sostenidos por la gente que invierte en ellos. Pero, si no llevan asociada alguna actividad que genere riqueza genuina, son cáscaras vacías que crecen hasta que ya no haya nadie dispuesto a invertir. Los primeros que ingresan alcanzan a recuperar su inversión y pueden obtener ganancias. Los últimos pierden todo su dinero. Como una profecía autocumplida, es un buen negocio mientras haya gente que crea que lo es.
En realidad, no todas las burbujas financieras son cáscaras vacías. Algunas sí tienen una actividad productiva asociada, como la reciente burbuja inmobiliaria. Sin embargo, cuando mucha gente se lanza a invertir en ellas y crecen más allá de sus posibilidades reales, explotan de la misma forma. Es un axioma entre los economistas que cuando uno ve a las amas de casa, los obreros y las personas de bajos recursos haciendo cola en bancos y financieras para invertir en un negocio, es el momento de salir de él porque puede explotar en cualquier momento.
Este pseudo negocio se llama “esquema Ponzi”, por Carlo Ponzi, un estafador italiano radicado en Estados Unidos que, hacia 1919, organizó una estafa de este tipo basada en la compraventa de cupones de correo. Ponzi prometía y, al principio, pagaba importantes ganancias a los inversores, pero no compraba ningún cupón. Simplemente recurría a los aportes de nuevos inversores. Ponzi llegó a amasar una fortuna relativamente importante para su época, hasta que en noviembre de 1920 fue encontrado culpable de estafa y condenado a prisión.
La clave en las estafas de “esquema Ponzi” es el crecimiento exponencial de los participantes: en cada etapa, la cantidad de jugadores o inversores se multiplica y rápidamente se llega a una situación insostenible por no haber suficiente gente dispuesta a participar. Se puede imaginar como una pirámide que crece de arriba hacia abajo, con el primer inversor en el vértice y cada “piso” más ancho que el anterior. Los inversores de un piso son sostenidos por los del piso de abajo. Cuando no es posible construir más pisos, la pirámide se derrumba.
El “esquema Ponzi” está presente en muchos negocios, sin que sospechemos que haya algo ilegal en ellos. Por ejemplo, en los sistemas de venta directa, llamados, justamente, sistemas piramidales. Se prometen grandes ganancias no por las ventas que uno haga sino por las comisiones que cobraremos de los vendedores que tengamos debajo en la pirámide. Por eso se nos alienta, no tanto a vender sino a atraer nuevos vendedores que hagan crecer la pirámide y la sostengan.
Si uno es un buen vendedor y cuenta con una clientela fiel, puede obtener un ingreso honesto y razonable trabajando en un sistema de venta directa. Pero la idea de que nos podemos hacer ricos cobrando comisiones de gente que venda por nosotros es insostenible: si cada uno que entra en el sistema espera vivir de las ventas que hagan otros, llegará el momento en que ya no haya nadie a quien convencer de entrar en el sistema.
En cierta forma, los sistemas tradicionales de jubilación también esconden un “esquema Ponzi”: el dinero que cobran los jubilados se toma de los aportes que hacen los trabajadores activos. El sistema se sostiene mientras la cantidad de trabajadores sea superior a la de los jubilados, como ocurrió históricamente en todos los países cuando el sistema comenzaba a funcionar. En los países más desarrollados, con población relativamente estable, el sistema está en quiebra y sólo se sostiene gracias al subsidio estatal. Después de todo, parece que Ponzi no inventó nada.
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