COMO DEFENDERNOS DE LOS “ASTEROIDES POTENCIALMENTE PELIGROSOS”
› Por Mariano Ribas
La vieja Tierra bien lo sabe: ya pasó muchas veces. Impactos brutales que sacudieron y lastimaron la corteza del planeta, destruyendo todo en un radio de cientos (y hasta miles) de kilómetros. Incendios a escala continental. Vientos calientes y arrasadores. Temblores y maremotos. Y lo peor de todo: horrorosas extinciones masivas de incontables especies. Sí, de tanto en tanto, algún asteroide se cruza en el camino de la Tierra. Alguno de los tantísimos que andan por allí afuera, dando vueltas al Sol, en nuestras cercanías. Son rocas espaciales del tamaño de un rascacielos, una montaña, o incluso mucho más que eso. Y viajan, sin mirar hacia adelante, a unos 100 mil kilómetros por hora. Y a eso hay que agregarle que todos los años algún asteroide nos “roza” en términos astronómicos.
El diagnóstico está claro: hay una amenaza latente. O más bien, unas cuantas. Y si bien es cierto que en el corto plazo ningún asteroide tiene chances serias de chocar contra la Tierra, hay algo que cada día queda más claro: ya es hora de pasar del diagnóstico a la acción. El impacto de un gran asteroide –supongamos, de 5 o 10 kilómetros de diámetro– provocaría la mayor de las catástrofes terrestres que podamos imaginar. Nada se podría comparar a eso. Ni el peor de los terremotos. Ni el peor de los tsunamis. Ni siquiera una guerra nuclear. El asunto es muy serio (de hecho, hace unos meses llegó hasta el propio Congreso de los Estados Unidos). Ante la ominosa amenaza de los asteroides, astrónomos, físicos e ingenieros espaciales de distintas partes del mundo ya están pensando posibles estrategias de defensa. Son ideas, bocetos, borradores que, en algún momento, quizá no tan lejano, podrían salvarnos del peor de los finales.
Los asteroides son cuerpos de segunda línea en el Sistema Solar. Oscuras y deformes rocas espaciales que, en el mejor de los casos, miden unos cientos de kilómetros de diámetro. La inmensa mayoría gira alrededor del Sol entre las órbitas de Marte y Júpiter, formando el famoso “Cinturón de Asteroides”, una suerte de anillo de escombros, sobrantes de la formación del Sistema Solar (y que nunca llegaron a aglutinarse en un cuerpo principal). Se calcula que allí hay de 1 a 2 millones de objetos de más de 1 kilómetro de diámetro.
Pero hay otros asteroides. Algunos comparten la órbita de Júpiter. Otros vagan por las vecindades de Saturno, e incluso más lejos. Y también están los que aquí más nos interesan: los “Asteroides Cercanos a la Tierra” (también hay cometas en este rubro, pero son muy pocos). Al parecer son objetos que originalmente pertenecieron al “cinturón”, pero que migraron lentamente hacia el interior del Sistema Solar a causa de continuas interacciones gravitacionales. Por definición, los “Asteroides Cercanos a la Tierra” (o NEAs por su sigla en inglés) tienen órbitas con radios no mayores a 1,3 Unidad Astronómica (una UA es la distancia Tierra-Sol: 150 millones de kilómetros). Y se los divide en tres familias: los asteroides Amor, cuyas órbitas son un poco más grandes que la terrestre, que se acercan, pero no la cruzan; y los asteroides Atenas y Apolo, que tienen órbitas más chicas, y que sí cruzan a la de nuestro planeta.
Hilando más fino, y yendo más al grano, resulta que los astrónomos han acuñado otra expresión para agrupar a los asteroides que, debido a su perfil físico y orbital, pueden cruzarnos en una esquina, chocarnos y causar daños de gran escala. Son los “Asteroides Potencialmente Peligrosos”, o PHAs (su sigla en inglés), y esencialmente pertenecen a las familias Atenas y Apolo. Es una categoría tan definida como inquietante: objetos rocoso-metálicos de más de 100 metros de diámetro, con órbitas que los aproximen a 7,5 millones de kilómetros o menos de la Tierra (0,05 Unidad Astronómica). Al día de hoy, según la mundialmente prestigiosa página spaceweather.com (vinculada con la NASA), los PHAs ya son 1155. Y todos los años, los programas telescópicos de búsqueda y rastreo (como el Linear, Loneos, NEAT y otros, casi todos en Estados Unidos) descubren más y más. No es poco. Aunque los astrónomos creen que debe haber 5 o 10 mil PHAs. Miles de grandes amenazas. Y a eso habría que sumarle una cantidad mucho mayor (decenas o cientos de miles), de amenazas “menores”: asteroiditos de 20, 30 o 50 metros de diámetro que, de impactar contra nuestro planeta, podrían destruir una ciudad entera.
Afortunadamente, los expertos dicen que ninguno de los PHAs conocidos se cruzará con la Tierra en las próximas décadas. Sin embargo, algunos se acercarán mucho, como el famoso Apophis, que en 2029 pasará a sólo 36 mil kilómetros por encima de nuestras cabezas (la distancia a la que orbitan los satélites geoestacionarios). Otros ya se nos han acercado sin que nadie –salvo los astrónomos– lo hayan notado: el 23 de marzo de 1989, el asteroide Asclepios (de la familia Apolo), de 300 metros de diámetro, nos pasó a unos 700 mil kilómetros. Apenas el doble de la distancia a la Luna. Dicho así, quizá no impresione. Pero probemos de otra manera: aquel día, Asclepios pasó exactamente por el mismo lugar en el que la Tierra había estado 6 horas antes. Esas 6 horas nos salvaron de una explosión equivalente a 20 mil bombas atómicas. Pudo haber sido la peor tragedia de la historia humana.
Hace unos 65 millones de años, el impacto de, al menos, un gran asteroide (10 a 15 kilómetros de diámetro) borró del mapa a los dinosaurios y al 75% de las especies que, en aquel lejano entonces, poblaban la Tierra. El gran cráter de Chicxulub (180 km de diámetro), al norte de la Península de Yucatán, México, es la huella geológica de aquel terrible cataclismo global que dio lugar justamente a la llamada extinción masiva del Cretácico-Terciario. El choque de aquella roca espacial no sólo produjo una explosión que arrasó con todo a cientos de kilómetros a la redonda sino que lanzó por los aires millones y millones de toneladas de rocas fundidas, y partículas ardientes que “llovieron” a miles de kilómetros de distancia, generando incendios, inmensas humaredas, nubes de ceniza que oscurecieron la atmósfera, y toda una serie de desastrosos efectos encadenados que aniquilaron plantas y animales por doquier. Fue un episodio fatal para la Tierra. Pero no fue el único: el registro geológico nos habla de múltiples impactos asteroidales –y de cometas– a lo largo de toda la historia del planeta. Pasó varias veces. Y puede volver a pasar: allí están los “asteroides potencialmente peligrosos”. Son muchísimos. Y parecen estar esperando su turno. Ya lo decía Eugene Shoemaker (1928-1997), el más grande geólogo planetario del siglo XX: “La pregunta no es si un asteroide puede chocar con la Tierra... la pregunta es cuándo”.
Defendernos, de eso se trata. Durante los últimos años, las grandes agencias espaciales del mundo han considerado posibles sistemas de defensa anti-asteroides. La primera variante que asomó, quizá la más obvia, fue pegarles duro. Destruirlos con bombas atómicas. Es la alternativa que vimos en las películas Armageddon e Impacto profundo (films que pusieron en evidencia la creciente presencia de estos temas en la agenda contemporánea). Sin embargo, la variante explosiva no solucionaría el problema: en lugar de uno grande, tendríamos miles (o millones) de “meteoros” menores cayendo sobre la Tierra. Un bombardeo global. Por eso, esta opción ya está prácticamente descartada.
Ahora la idea ya no es destruir a un enorme cascote espacial en ruta de colisión sino simplemente desviarlo. Con eso alcanza. En eso coinciden los tres grandes de la astronáutica mundial: la NASA, la Agencia Espacial Europea (ESA) y la Agencia Espacial Rusa (Roskosmos). Deflexión: ése es el objetivo primario. Una técnica híbrida explosión/deflexión sería instalar, mediante sondas espaciales, pequeñas cargas explosivas en la superficie del asteroide, y hacerlas estallar en forma controlada, para “sacudirlo” ligeramente y cambiarlo de trayectoria. Otra técnica, ya de plena deflexión, sería lanzar grandes naves kamikazes que, al estrellarse a toda velocidad contra la desafiante roca, puedan darle un empujoncito. Pero este método sólo funcionaría en objetos chicos (de no más de 100 metros de diámetro). Y lo mismo podría decirse de los “tractores gravitatorios”: si se colocara una nave grande y pesada muy cerca del asteroide, la propia fuerza de gravedad del aparato podría cambiar su órbita. Pero dada la extrema lentitud del proceso, habría que anticiparse varias décadas al eventual impacto.
Además de “sacudidas”, “empujones” y “tractores gravitatorios”, las estrategias de desvío de asteroides incluyen toda una gama de opciones basadas en una misma idea: el uso de la luz solar. Una opción son las “velas solares” que, una vez encajadas en el asteroide –ya sea por una misión tripulada, o una robótica–, podrían aprovechar la suave pero continua presión de la luz solar para empujarlo, y sacarlo del rumbo original. Aquí, nuevamente, habría que anticiparse varios años al encuentro Tierra-asteroide. Además, las “velas solares” deberían tener miles de metros cuadrados de superficie.
El Sol también podría sacarnos de apuros gracias al aprovechamiento de un curioso efecto físico, descripto en 1900 por el ingeniero ruso Ivan Yarkovsky (1844-1902). Sintéticamente es así: el Sol calienta la cara iluminada del objeto pero, al rotar, esa cara irradia el calor hacia el espacio, mientras la otra cara recibe la luz solar, para luego irradiarla. Y así, continuamente. Ese juego de absorción/irradiación provocaría un ligero desequilibrio en el asteroide, alterando su trayectoria original. El “efecto Yarkovsky” podría ayudarnos con los asteroides peligrosos. En concreto: una nave espacial podría “pintar”, o envolver una parte del asteroide con materiales especiales, capaces de aumentar la absorción/irradiación, potenciando el efecto y sus consecuencias. Una vez más, la cosa no sería nada rápida. Pero podría funcionar en asteroides chicos y medianos (cientos de metros). De todos modos, parece que la mejor alternativa viene del lado de los espejos.
Recientemente, un grupo de investigadores de la Universidad de Glasgow, Escocia, liderados por el Dr. Massimiliano Vasile, analizaron los pros y los contras de 9 sistemas de defensa contra asteroides peligrosos. Y trabajaron sobre la base de tres criterios de performance: cuánto modificaría cada método la órbita del objeto; cuánto tiempo haría falta para lograrlo; y el tamaño de la nave necesaria. Resultó que, claramente, el mejor método de deflexión sería el uso de naves con grandes espejos cóncavos (de al menos 20 metros de diámetro). Las sondas se acercarían al asteroide, orientarían sus espejos de cara al Sol y concentrarían la luz solar en un mismo punto de la superficie. Según Vasile y sus colegas, la luz concentrada podría levantar temperaturas de más de 2100C, suficientes como para fundir y vaporizar la roca, generando chorros de material que, suavemente, empujarían al asteroide en dirección contraria. Acción y reacción. Para cambiar la trayectoria de un típico PHA (de 100 a 150 metros de diámetro), harían falta 10 naves con espejos de 20 metros, trabajando durante 6 meses seguidos.
Más de mil asteroides peligrosos identificados, con sus órbitas bien trazadas. Varios programas de búsqueda y rastreo telescópico (y hasta radiotelescópico). Y algo esencial: toma de conciencia de la amenaza. Está el diagnóstico. Pero también, está comenzando la acción. Aunque falta mucho: un reciente informe del National Research Council, elaborado a pedido del Congreso de los Estados Unidos, dice que todos los métodos de defensa contra asteroides actualmente considerados son “nuevos e inmaduros”, y que “ninguno podría aplicarse con la rapidez suficiente en caso de un impacto inmediato”.
Podríamos mirar para otro lado. Podríamos esperar un milagro. Podríamos rezar. Y confiar, sólo confiar, en que nunca nos pasará lo que les pasó a los dinosaurios (y a tantísimas otras formas de vida que desaparecieron de un plumazo). Pero la amenaza de los asteroides es algo demasiado serio como para dejarla en manos de milagros, rezos y esperanzas. Parafraseando al enorme Carl Sagan, a diferencia de los dinosaurios, nosotros podemos hacer algo. Y debemos.
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