Allá por 1835, en París había un caballero de levita oscura y corbata blanca que, acabado el desayuno y leídos los periódicos, dejaba la mesa del café para estar en casa antes del mediodía. En su modesto cuarto de la calle Saint Pierre el anciano aguardaba que apareciera alguien que le prestara un millón de francos para realizar su sueño utópico. Años atrás había puesto un aviso en el diario donde se comprometía a estar esperándolo todos los días. Nunca dejó de hacerlo, aunque a su puerta sólo llamaban los cobradores. Un día la portera lo encontró muerto, arrodillado al pie de la cama.
› Por Pablo Capanna
Entre otros, el hombre de levita les había pedido ayuda a Napoleón III y a Luis Felipe, al venezolano Bolívar y al paraguayo Doctor Francia, a Lord Byron, a George Sand, y hasta a un príncipe ruso. Ninguno se había dado por aludido.
El hombre era un filósofo autodidacta con fama de chiflado, y se llamaba Charles Fourier. Hubo una multitud en su entierro, porque tenía bastantes seguidores que iban a fundar una docena de comunidades utópicas en América. Fueron los famosos falansterios, que organizó su discípulo Víctor Considerant, un sobreviviente de la Comuna de París emigrado a los Estados Unidos. Los fourieristas fundaron cinco falansterios en el estado de Nueva York, uno en Texas, otro en Nueva Jersey, y hasta una ciudad llamada Utopía, en Ohio. Brasil tuvo el falansterio de Oliveira y en Argentina unos inmigrantes suizos fundaron la Colonia San José, en Entre Ríos.
De niño, Charles Fourier (1772-1837) quería ser ingeniero. Venía de una familia acaudalada, pero a los nueve años quedó huérfano. A los diecinueve, lo metieron preso y le expropiaron la fortuna paterna, y desde entonces tuvo que ganarse la vida como pudo. Trabajó como viajante de comercio, lo cual le permitió conocer toda Francia, pero también fue jefe de una oficina de estadísticas y encargado de correspondencia comercial.
Obtuvo su educación de los diarios, las bibliotecas públicas y sus propias lucubraciones, no siempre coherentes ni realistas. Algunos señalan que en sus obras hay también algún toque de esoterismo, que puede explicar sus audacias cosmológicas. Sus libros, que publicaba con gran esfuerzo, pasaban generalmente inadvertidos, pero a veces provocaban grandes conversiones. Sus últimos años los pasó rodeado de gatos y esperando al mecenas que nunca llegó.
Según Vargas Llosa, tres experiencias habían marcado su vida. La primera, la pérdida de sus bienes y la prisión durante el Terror. La segunda fue el día que vio destruir un cargamento de arroz para mantener alto el precio. No menos importante, su relación con dos primas bastante promiscuas, que le inspiraron sus audaces teorías sexuales.
Después de que Engels lo arrinconara en el desván de las ideas junto a los otros socialistas utópicos, pasó un siglo antes de que volviera a ocuparse de él el filósofo Walter Benjamin. Antes, el surrealista André Breton le había dedicado un poema, lo cual no contribuyó a hacerlo respetable como teórico. Pero en cuanto cambió el viento y la inteligencia europea comenzó a buscar sus maestros entre gente como Nietzsche, Sade o Bataille, la locura de Fourier tuvo un modesto revival.
Fourier fue un inagotable creador de palabras, con ese autismo que suelen tener los autodidactas. De todas las que creó, “feminismo” fue la única que sobrevivió. Fue uno de los primeros en hablar de “socialismo”, pero también habló de “falanges”, “sectas” y “hordas”, palabras que después tomaron significados muy distintos.
Quizá su aporte más valioso haya sido reivindicar el derecho al trabajo y el placer de la creación. En una época en que se veía al trabajo como una desgracia o un castigo, proclamó que podía ser divertido, si respetaba las inclinaciones naturales. Cuando parecía una locura pensar que los psicólogos tuviesen algo que hacer en las fábricas, enseñó que era preciso trabajar en equipo y rotar las tareas para combatir la monotonía, porque “el entusiasmo” no se sostiene más allá de dos horas.
Lo que se le ocurrió a Fourier fue que muchas tareas penosas podían aliviarse con sólo aplicar la economía de escala.
Un granero socialista podía tener dos o tres puertas, en lugar de los centenares que requerían los graneros de muchas familias campesinas. Preparar una sola comida para cien personas costaba menos que ensuciar unas veinticinco cocinas familiares. Si las sobremesas en familia eran aburridas, las veladas colectivas podrían gozar de espectáculos, bailes y juegos.
Siguiendo la misma lógica, una comunidad con absoluta libertad sexual sería más divertida que la monogamia. Lo que no se le ocurrió es que también podía llegar a ser más conflictiva, como demostraría la historia de las comunidades utópicas.
Desde su patética soledad, Fourier estaba convencido de que la suya era la idea política más original de los últimos tres mil años. La respaldaba con una ambiciosa cosmología, más astrológica que científica, donde nuestro mundo era apenas “el tercer planeta llamado Tierra, en el cuadrante hipomayor”. Para él, la historia de la humanidad abarcaba apenas unos ochenta mil años, divididos en dos fases de organización y dos de decadencia.
Como buen profeta, Fourier se sentía incomprendido y pensaba que sólo sería reconocido cuando acabara la presente Edad de la Incoherencia. Alzando pudorosamente la voz desde una nota al pie de página, sentenciaba que el futuro cubriría de maldiciones a “la infame civilización”. Entonces, todas las bibliotecas de política y moral pasarían a ser inútiles; sus libros serían escupidos, desgarrados y usados como papel higiénico...
Para Fourier, la célula de la sociedad no era la familia, sino una falange de 1620 miembros: un número que resultaba de combinar 810 diferentes tipos de personalidad. La unidad colectiva de vivienda era el falansterio, un enorme monoblock con servicios centrales. En cualquier caso, la comunidad no podía tener menos de 350 miembros, y requería unas 400 hectáreas de tierra cultivable para ser autosuficiente.
Los falansterios debían construirse con materiales baratos. No valía la pena reciclar las grandes construcciones del pasado, como Versalles o El Escorial, que se conservarían como museos de la barbarie incoherente.
Si Fourier conseguía su millón y lograba hacer una convincente demostración práctica, los falansterios se multiplicarían por todo el planeta y la humanidad comenzaría a salir de la incoherencia. Cuando hubiera 2.985.894 falansterios y el mundo contara con una población de más de cinco mil millones (una cifra que entonces parecía loca) llegaría la era de la Armonía, algo que obviamente nos perdimos. La capital del mundo estaría en Constantinopla, donde habría un Congreso Mundial de Falanges, regido por un omniarca. Para entonces, las guerras, las olimpíadas y los mundiales de fútbol serían reemplazados por concursos de chefs y catadores de champán.
Obsesionado con las posibilidades del trabajo organizado, Fourier parecía desconocer el papel de la ciencia y la técnica; ni siquiera sospechaba la existencia de lo que hoy llamamos ecología.
Entre sus objetivos estaba el exterminio de todas las especies inútiles o dañinas, la extensión de las fronteras agrícolas y la colonización de los desiertos. El Sahara podría ser vencido con prepotencia de trabajo. Bastaba movilizar unos diez o veinte millones de trabajadores que, atacando desde los cuatro costados, irían plantando árboles y acarreando agua hasta forestarlo por completo.
Cuando la agricultura se extendiera más allá de los 60 grados N, unos cuatro años después de alcanzar la Armonía mundial, se verían cambios físicos en el planeta. El primero sería la aparición espontánea de una Corona Boreal, que más tarde sería seguida por otra Austral. Fourier tenía una idea bastante fantástica de las auroras boreales, a las que veía como “un síntoma del celo del planeta”, una suerte de copulación cósmica con los astros. Gracias a las Coronas, los polos gozarían de un clima mediterráneo, pero el ecuador tampoco sería demasiado cálido. El agua de los mares dejaría de ser salobre para tomar gusto a limonada y en ella ya no habría tiburones, ballenas, ni pulpos. El hombre ya estaría criando especies animales híbridas para su beneficio.
Si Fourier hubiera sido posmoderno, quizás habría fundado una secta New Age y hasta habría podido dedicarse a la ciencia ficción. A diferencia de la mayoría de los utopistas, creía en un Ser Supremo cuyos planes creía interpretar. Para sus falansterios, proponía adoptar el culto católico, y estimaba que habría que ordenar aceleradamente decenas de miles de sacerdotes. Sólo le faltaba convencer a la Iglesia de que adoptara su permisiva moral sexual, más difícil de digerir que la propiedad colectiva.
Con todo, pocos dudarían en incluirlo en la amplia categoría de los progresistas. Sin embargo, consideraba que la igualdad era “un veneno político”, acusaba a los judíos de ser “la fuente de todos los males” y denunciaba a Owen por encabezar una conspiración protestante contra el clero.
En particular, sus propuestas para la infancia resultan aberrantes, a la luz de esos derechos humanos que hemos aprendido a proclamar, aunque no tanto a respetar.
En su tiempo era común considerar al niño como un adulto en miniatura, pero Fourier parecía pensar en una especie de industriosos castores. En sus falansterios los niños se organizarían en “hordas”, y como ya no habría diferencia entre trabajo y juego, sus juegos serían productivos.
Como había que aprovechar las inclinaciones naturales, y a los niños les encanta la suciedad, Fourier no dudaba en asignarles las tareas más repugnantes.
Las hordas infantiles comenzarían su jornada a las tres de la mañana, limpiando los establos y los mataderos. Seguramente, esta tarea les encantaría casi tanto como la cacería y exterminio de “alimañas” (víboras, sapos, etc.) o el mantenimiento y bacheo de los caminos, que los tendrían ocupados durante el resto del día.
La vida de los adultos estaría aun más reglamentada. La mejor muestra de la manía obsesiva que llevaba a Fourier a diseñar programas rígidos y físicamente imposibles de cumplir es el horario que había fijado para la vida cotidiana de los “armonianos”.
Una persona podía llegar a pertenecer a 36 series o equipos de trabajo, de modo que había que distribuir las tareas en un amplio horario que iba de 3.30 a 22.00 para que todos pasaran por los distintos grupos.
En la cooperativa utópica no habría salarios sino dividendos, pero algunos serían más iguales que otros. Seguiría habiendo ricos y pobres, con distintas obligaciones.
Comparemos la jornada de un pobre y la de un rico. El pobre Lucas desayunaba a las 7.00, después de haber trabajado más de tres horas en las caballerizas y los jardines. De allí hasta la hora del almuerzo se desempeñaba en el campo como segador, en la huerta y en el tambo. Por la tarde trabajaba como hachero, en el taller artesanal y regando la huerta. Cena a las 20.30, a la cama a las 22 y tras cinco horas de sueño reparador, ¡a trabajar!
El rico Mondor se levantaba a la misma hora, pero tras charlar un rato con los amigos comía algo, y le dedicaba una hora a la caza y otra a la pesca. A las 8 desayunaba y leía los diarios. Antes de ir a misa (al parecer, los pobres no iban) pasaba una hora en el invernadero, cuidando los faisanes u ordenando la biblioteca. A la tarde, asistía al invernadero, al cultivo de plantas exóticas y a los viveros, tomaba una merienda en el campo e iba a la feria a intercambiar productos. Después de la cena, una hora de baile, concierto o espectáculos. Como no estaba tan cansado como Lucas, dormía apenas tres horas. Pertenecer tiene sus privilegios...
Basta pensar en los tiempos (una hora para ir y venir del campo, que dejaba apenas algunos minutos para el trabajo productivo) para ver que esos planes eran imposibles de cumplir y probablemente nadie lo intentó. Ni siquiera los ricos tendrían tiempo de disfrutar de lo que hacían, porque el ocio sería el peor de los pecados.
Por lo visto, algunos autores han sido agraciados por la historia con una fama un tanto exagerada. Quizá porque nadie se toma el trabajo de volver a leerlos.
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