Sáb 05.02.2011
futuro

La fin del mundo

› Por Pablo Capanna

Que el mundo tal como lo conocemos vaya a tener un final previsible, puesto que alguna vez comenzó, es algo en que coinciden tanto la teoría del Big Bang como la mayoría de los mitos y religiones. Mucho más probable es que el fin de la humanidad ocurra bastante antes que el fin del universo, aun cuando éste se recicle y vuelva a empezar después de un Big Crunch.

Por supuesto, sabemos que la vida en el planeta ha sufrido varias extinciones masivas y que siempre estamos expuestos a chocar con algún cuerpo celeste. A comienzos del siglo pasado provocó escalofríos la vuelta del cometa de Halley, cuando se creyó que podía llegar a envenenar la atmósfera con el ácido cianhídrico de su cola. Sin embargo, lo peor no lo trajo el cometa sino las dos guerras mundiales que le sucedieron.

Al concluir el siglo XX, no hubo ningún pánico asociado con el nuevo milenio. Lo más parecido fue una falsa alarma: ese colapso de las computadoras (el fiasco del 2YK) que apenas sirvió para que algunos hicieran su negocio.

En los últimos tiempos han recrudecido las agorerías; ahora, como todo, son de muy corto plazo. Las malas lenguas atribuyen esto a una restricción en la demanda de productos New Age, que anda bastante alicaída desde que la Era de Acuario dejó de entusiasmar. Un relanzamiento del esoterismo light permitiría seguir vendiendo libros y DVD.

De este modo, ya hemos tenido que sufrir varias películas basadas en las supuestas profecías mayas para el 2012. Si fueran ciertas, convendría enfriar las internas políticas y las especulaciones electorales, puesto que la Tierra, el cosmos, la humanidad y hasta el próximo gobierno se acabarían para el 21 de diciembre del 2012. Por supuesto, a partir del día 22 llegarían las rectificaciones y se volvería a calcular la fecha, desplazando todo para dentro de unos años o siglos más tarde, como es costumbre.

Situaciones como ésta pueden ser cualquier cosa menos inéditas. Basta recordar un texto sumerio escrito hace 5000 años, que los eruditos conocen con el nombre de Teodicea Babilónica. Allí se aseguraba que el mundo había llegado a un nivel tan increíble de corrupción e injusticia que, sin duda, estaba cerca la hora del final. Aquí estamos, y hasta nos tentamos de seguir diciendo lo mismo.

LOS MAYAS DE HOLLYWOOD

Quien echó a rodar toda la historia del 2012, con el afán de emular el éxito del Código Da Vinci y los X-files, es un profesor de historia del arte llamado José Argüelles, que escribió un moderado best seller titulado The Mayan Factor (1987). Argüelles, que confiesa haber buscado inspiración en el LSD, asegura que el 21-12-2012 concluirá el vigésimo ciclo (b’ak’tun) del calendario “largo” (cósmico) de los mayas. Sus seguidores le atribuyen gran importancia a una inscripción hallada en el monumento nº 6 del sitio arqueológico Tortuguero (México). Allí se consigna que en el 2012 “llegará la oscuridad”.

Según los arqueólogos serios, esto para los mayas podía señalar a lo sumo la conclusión de una era, no el fin del mundo. Los mayas actuales no le dan ninguna importancia y parecen más preocupados con el EZLN y el Subcomandante Marcos que con las fechas fatídicas.

Por otra parte, nunca se dice que para los antiguos mayas el mundo había empezado en el año 3114 a.C. Es una fecha en la cual, años más o menos, hubieran coincidido grandes figuras de la ciencia hasta el siglo XVII. Pero después del desarrollo de la geología y de la teoría de la evolución nos hemos visto obligados a cambiar de escala.

Las profecías del fin del mundo brotan y se desvanecen con cierta frecuencia, aunque suelen recrudecer en los períodos de grandes cambios. Las hubo cuando se iniciaba la decadencia del Imperio Romano y volvió a haberlas en la Edad Media, asociadas con calamidades como la Peste Negra y las grandes hambrunas. A comienzos de la Modernidad se intensificaron, coincidiendo paradójicamente con procesos tan dispares como la revolución científica y el auge de la brujería.

En otras épocas, la tarea de anunciar la proximidad del fin recaía generalmente en los místicos. Joaquín de Fiore anunció que en un par de siglos más daría comienzo una era mesiánica, pero tuvo que cambiar dos veces de fecha. Savonarola se atrevió a proclamar el apocalipsis en pleno Renacimiento. Entre los mesiánicos a plazo fijo estuvieron Thomas Münzer, el revolucionario líder de los anabaptistas, el utopista Tommaso Campanella, el reformador Lutero y el disidente judío Sabbatai Zevi. Entre ellos también hay que contar a John Napier, el creador de los logaritmos. La mayoría especulaba con las genealogías bíblicas.

Los místicos actuales son más pragmáticos y hasta utilitarios. Ahora nos prometen una transformación espiritual o el estallido de una “singularidad” que marcará un salto evolutivo para la especie (antes lo llamaban Milenio), pero buscan apoyo en los alucinógenos y no les hacen ascos a los programas de computación. Uno de ellos es Terence McKenna, el autor de The Invisible Landscape, que también hizo vaticinios para el 2012, pero murió sin llegar a verlos. El inefable Dan Brown, que no deja misterio sin explotar, no ha dejado pasar la ocasión de anunciar que para el 2012, cuando ya haya salido de circulación la película basada en su best seller The Lost Symbol (2009), es casi seguro que pasará algo.

ELIJA SU CATASTROFE

A fines del siglo XIX el escenario más aceptado a la hora de imaginar el fin de los tiempos era la muerte entrópica del cosmos. De todos modos, la imagen de un universo tibio pero sin vida, cuando toda la energía se haya agotado hasta alcanzar el equilibrio térmico, estaba tan lejos como para ser demasiado temible.

En cambio, el repertorio de catástrofes que podemos desplegar hoy es sumamente variado. No faltan los terremotos y tsunamis, que son bastante habituales, pero también se habla de chocar con un asteroide, como aquel que pudo causar la extinción de los dinosaurios. Hay quien piensa en el paso de algún cometa desconocido, en una nueva edad glacial o el estallido de una supernova; todas cosas que no ocurren muy seguido.

Los ideólogos de la New Age insisten desde hace quince años con la irrupción del misterioso planeta Nibiru, anunciado para 2003 y oportunamente reprogramado para el 2012. En su repertorio entran recetas seudocientíficas como la inversión del campo magnético terrestre y la formación de un agujero negro en las proximidades del Sistema Solar. Por supuesto, siempre está la posibilidad de una invasión extraterrestre, un tema que seduce a los republicanos de Hollywood, y algunos se empeñan en incluir en este catálogo.

Más creíbles son una catástrofe nuclear, que traería su consiguiente “invierno” artificial y, por supuesto, las pandemias. Considerando que la influenza y el sida se llevaron millones de vidas cuando la población mundial era mucho menor que la actual, no es fácil descartarlas.

CAMBIOS DE ACTITUD

Hace unos cincuenta años el astrofísico y divulgador británico Kenneth Heuer volvió a plantear el tema escatológico desde una perspectiva científica. Su libro El fin del mundo (1955) fue publicado aquí, por entregas, en la revista Más allá, que contaba con el asesoramiento de gente como José Westerkamp y Mario Bunge.

El motivo por el cual volvía a replantearse el tema era la Guerra Fría y el peligro tangible de un enfrentamiento nuclear. “La fuerza fundamental del universo ha sido liberada”, anunciaba Heuer. Tras repasar el pánico del Año Mil, con sus pestes y hambrunas, y la mayoría de las profecías de inspiración bíblica y astrológica, Heuer apelaba al repertorio más obvio: colisiones de cometas, asteroides, el colapso de la Luna, la muerte del Sol, convertido en nova o estrella binaria, y otros desastres cósmicos menos conocidos.

El plato fuerte era la guerra atómica. Los editores locales ilustraban el texto con un mapa que trazaba el radio de la destrucción de Buenos Aires y alrededores en el caso de que una bomba A estallara en el Obelisco. Con todo, Heuer ignoraba que décadas más tarde las mayores preocupaciones serían el efecto invernadero y el calentamiento global. Por lo menos así lo indicaba otra de las ilustraciones, donde aparecían pingüinos en un paisaje antártico y se los presentaba como los porteños del futuro.

Con todo, el libro no dejaba de ser optimista y sobre el final se convertía en un alegato a favor de los “átomos para la paz”, que nos prometían energía ilimitada, el fin de la miseria y hasta la creación de soles artificiales. A pesar de las tensiones del momento, el autor confiaba que a mediano plazo se lograría evitar la guerra.

Medio siglo más tarde, el tema fue retomado por el físico británico Brandon Carter, esta vez en un clima más proclive al pesimismo. A Brandon Carter se lo conoce por haber introducido el Principio Antrópico “fuerte”, que hace de la aparición de la vida en la Tierra un acontecimiento quizás único en el universo. No conforme con eso, Carter también esbozó una teoría basada en algo llamado Argumento del Día del Juicio, pero no llegó a desarrollarla en detalle. Su tesis fue retomada y expuesta en el libro The End of the World (1996) del filósofo John Leslie.

El argumento de Carter y Leslie es de carácter probabilístico y tiene cierta sofisticación matemática. Con todo, Leslie se cuida de admitir que bien puede tener alguna falla.

La idea es que la población mundial, que ha venido creciendo en los últimos siglos a un ritmo inédito, gracias a la medicina moderna y los avances en la producción de alimentos, puede seguir creciendo al mismo ritmo. Hasta podríamos pensar que con el debido tiempo podría llegar a colonizar toda la galaxia, como en las novelas de ciencia ficción.

Teniendo en cuenta un crecimiento históricamente tan reciente, podemos considerar que la mitad de los humanos que han nacido desde el origen de la especie están vivos en la actualidad. Haciendo una apreciación optimista podemos estimar que estamos dentro del 0,000001 por ciento del total de los seres humanos que jamás existirán. Pero el crecimiento no puede ser infinito, de manera que el balance final puede estar más cerca de lo que creemos. Suponiendo que la humanidad se estabilice en unos diez mil millones de personas, con una expectativa de vida de 80, Carter calcula que nos quedan menos de diez mil años.

La discusión técnica del argumento quedará a cargo de los expertos, pero aquí nos interesa más su contexto cultural. En el libro, la tesis viene acompañada por un despliegue de posibilidades que permiten anticipar nuestra extinción. Además de los consabidos peligros procedentes del cosmos y de la guerra nuclear –una posibilidad que sigue estando presente y hasta puede haber crecido con la proliferación del armamento atómico– llama la atención la gama de catástrofes que derivan de la acción del hombre sobre la naturaleza.

Para Heuer, que escribía antes de la revolución informática, la biotecnología y la nanotécnica, el único peligro era el nuclear. Pero el libro de Leslie habla de otras amenazas creadas por el hombre, como la contaminación y el agotamiento de los recursos. El bioterrorismo podría desencadenar epidemias incontrolables al poner agentes patógenos “de diseño” en manos irresponsables; podría haber una rebelión de la inteligencia artificial, en cuanto los robots nos superaran, y hasta una “plaga gris” de organismos artificiales creados por una nanotecnología descontrolada.

Con todo el fatalismo que cargan, estos planteos dejan algún espacio para una visión menos pesimista. Si poco es lo que podemos hacer contra los asteroides desbocados, cuando se trate de plagas creadas por el hombre, por lo menos podemos intentar evitarlas. ¿O será más difícil mejorar a los seres humanos que controlar las fuerzas naturales?

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