VIDA Y ANDANZAS DE ROBERT BOYLE
› Por Pablo Capanna
Una receta que nos legaron generaciones de colimbas dice que para sobrevivir en la Marina hay que acostumbrarse a saludar todo lo que se mueve y pintar todo lo que está quieto. Este cronista, que transitó durante muchos años por el mundo de los ingenieros, encontró otro criterio tan respetado como el naval y todavía más discutible: “Todo lo que tiene números es ciencia y todo lo que tiene letras es literatura”.
No niego que estas normas puedan resultar útiles para adaptarse a ciertos ambientes, pero en su excesiva generalidad asoma un peligroso margen de error. Siguiéndolas al pie de la letra, el marinero puede llegar a cuadrarse ante una foca y pintar concienzudamente a un sargento, del mismo modo que el ingeniero puede enfrascarse en la clave de los sueños y la smorfia napolitana, convencido de que está haciendo ciencia aplicada.
Estas consideraciones vienen a cuento si hablamos de la enseñanza de la ciencia y de sus inevitables simplificaciones. Por cierto, es innegable que quien enseña ciencias duras tenga que dedicarles más tiempo a la ejercitación y al laboratorio que a contar la historia de las teorías y descubrimientos. No interesa quién levantó el palacio, nos dirá, sino qué posibilidades ofrece para el alojamiento de los circunstanciales viajeros.
Sin embargo, tampoco es lícito despachar la historia de la ciencia como algo meramente “literario”. A un investigador que prometía ponerse a estudiarla recién cuando se jubilara, Thomas Kuhn le respondió que cuando le tocara la jubilación él pensaba hacerse cirujano.
Por otra parte, la literatura tampoco tiene nada de malo, siempre y cuando no confundamos ficciones con hechos, aunque esto último es más propio de los políticos que de los escritores.
La historia de la ciencia puede ser de gran ayuda para entender la construcción del saber científico, y hasta puede sugerir nuevas preguntas, en lugar de digerir pasivamente una ristra de fórmulas, nombres y fechas.
Ya que estamos, no estaría mal que cuando se menciona a Carnot y Clausius, Boyle y Mariotte o Huyghens y Fresnel, el chabón/educando no fuera a pensar que fueron equipos al estilo de Batman y Robin, cuando lo cierto es que casi nunca se conocieron. Ni hablar de aquellos que piensan que Ramón y Cajal más Gay Lussac son cuatro sabios en total.
La ley de Boyle-Mariotte es una de las que conforman la teoría cinética de los gases. Establece que a temperatura constante, la presión y el volumen de un gas son inversamente proporcionales. Los manuales se la atribuyen a Robert Boyle y Edmè Mariotte.
De hecho, Boyle jamás lo formuló explícitamente. Se limitó a efectuar mediciones y a tabularlas; y Mariotte llegó a las mismas conclusiones por sus propios medios. Tampoco faltan los que se la atribuyen a Henry, que habría formulado acabadamente la ley. Digamos de paso que, llevados por el habitual chauvinismo, los ingleses prefieren a Boyle, mientras que los franceses se inclinan por Mariotte.
Los manuales escolares tampoco suelen mencionar algunas circunstancias curiosas. Por ejemplo, Boyle era amigo de Newton (nada extraño, por cierto), pero también lo era de John Locke, quien, además de ser uno de los pilares de la teoría política moderna, trabajó en el laboratorio químico y en el Jardín Botánico. Boyle, por su parte, polemizaba con Thomas Hobbes y se carteaba con Baruch Spinoza. Otro de sus amigos era Thomas Willis, el médico de la Corte, a quien recordamos por haberle puesto nombre a la diabetes. Todo esto ya suena escandaloso porque toda esa gente, que pertenece a otros departamentos, no debería estar en el de Química. Habría que remitirlos a otros manuales, los de Ciencia Política, Filosofía y Medicina. Pero la realidad es mucho más promiscua que los planes de estudio, y la gente tiende a asociarse conforme a las famosas afinidades electivas.
Boyle tuvo catorce hermanos, pero nadie hubiese pensado que pasaría necesidades en su infancia, porque era hijo del Conde de Cork, con una de las mayores fortunas de Irlanda.
Lo mandaron a Eton a los ocho años y ésos fueron todos sus estudios formales, ya que de muy joven completó su formación con profesores privados. Acompañado por uno de esos tutores viajó a Italia cuando tenía quince, y en Florencia aprendió italiano para leer a Galileo. Estando en Génova tuvo una experiencia “religiosa” (hoy preferiríamos llamarla “ataque de pánico”) porque sintió que se acercaba el día del Juicio Final y decidió consagrar su vida a “combatir el error”.
Lawrence Principe, el autor The Aspiring Adept (1998), la mejor biografía de Boyle, sostiene que toda su obra nació de esa vocación de apologista religioso. Hasta su interés por la alquimia parece haber nacido de la necesidad de elaborar argumentos contra el ateísmo. Su defensa de la ciencia experimental apuntaba a poner fin a las disputas doctrinarias.
En su madurez, Boyle se sintió atraído por la filosofía de Descartes, se hizo estudioso de la mecánica y promotor del mecanicismo filosófico, y escribió sobre la “Excelencia y Fundamentos de la Hipótesis Mecánica”.
Como Descartes, Boyle ponía un abismo entre el mundo espiritual y el material. Esto le permitía escribir un ensayo sobre los milagros y a la vez sostener que el mundo físico debía ser explicado exclusivamente por medio de la mecánica. Fue él quien popularizó la imagen del Universo como “un gran autómata” o “un complejo mecanismo de relojería”, al cual comparaba con el reloj astronómico de la Catedral de Estrasburgo, que era la maravilla mecánica de entonces.
Si a nosotros esto nos parece una tesis materialista, no era ésa la perspectiva de los hombres del Barroco. En realidad, lo que se proponían era ahuyentar cualquier Alma del Mundo o Espíritu de la Naturaleza que evocara las divagaciones herméticas del Renacimiento. Si el cosmos es un artefacto, será porque es obra de un Artífice. El reloj de Estrasburgo, al cual sólo había que darle cuerda para que marchara solo, era una metáfora tan buena como la de llave y la cerradura, hechas la una para la otra, o el alfabeto, que con un pequeño número de letras puede componer toda la literatura. Todas estas analogías, con las que alguna vez nos hemos cruzado, salieron de la pluma de Boyle.
Quizá lo más importante que hizo Boyle no fueron sus estudios sobre los gases, ni sus escritos teológicos. El papel que desempeñó en la formación del “colegio invisible” de Oxford y en la fundación de la Royal Society llevó al historiador Michael Hunter, con algo de exageración, a llamarlo “el fundador de la ciencia experimental moderna”. Apoyándose en el proyecto utópico de Bacon y en el esoterismo alquímico de los Rosacruces, el grupo donde estaban Boyle, Robert Hooke y Cristopher Wren fundó la Royal Society, de la cual Newton sería el segundo presidente. Al principio, cuando la Sociedad no contaba aún con presupuesto de la Corona, Boyle aportó dinero de su bolsillo.
A Boyle le tocó vivir en una época en que la visión del mundo experimentó bruscos cambios. Durante su vida, Inglaterra pasó de la monarquía a la república y, tras una guerra civil, volvió a la monarquía. Recién se había comenzado a asimilar la revolución copernicana cuando el microscopio ya estaba revelando todo un increíble microcosmos. Uno de sus exploradores era Hooke, otro amigo de Boyle, que acababa de observar y ponerles nombre a las células.
Boyle y Hooke perfeccionaron esa bomba de vacío que había inventado el alemán Otto von Guernicke. Hasta entonces no había posibilidad de probar que Galileo tenía razón cuando afirmaba que en el vacío todos los cuerpos caían con la misma aceleración. Había que conformarse con la torre de Pisa, o esperar que los astronautas lo probaran en la Luna, pero está visto que ni aun así faltan los talibán capaces de negarlo.
Uno de los mitos que circulan en torno de Boyle insiste en instalarlo como punto de inflexión entre la alquimia esotérica y la química científica. Quizás haya que atribuir esta versión al título de una de sus obras, El químico escéptico (1661), que lleva a pensar que se trata de una refutación de la alquimia.
Todo sería más lindo si fuese posible fijar una fecha como el día de la química y celebrarlo con actos escolares. Pero los historiadores consideran que en el siglo XVII es casi imposible trazar una línea divisoria entre la alquimia y la química, que fueron distanciándose gradualmente. Boyle era tan alquimista como su amigo Newton, y en aquel texto no se manifestaba escéptico respecto de las pretensiones de la alquimia (creía que era posible producir oro) sino del método de ensayo y error de los “espagíricos” o practicantes.
Tan complejo y contradictorio como todos los que vivieron esos tiempos de cambio, Boyle tenía una perspectiva que nos cuesta bastante entender. Estaba convencido de que el método experimental era saludable para la religión y que el racionalismo terminaría por fortalecer la fe. Entre sus escritos, por cada tres trabajos científicos hay un ensayo teológico. En el caso de Newton, la proporción se invierte, y la física es sólo un tercio del total de una obra en la cual predominan la alquimia y la numerología. Hasta se podría decir que, para molestar a los simplistas, el autor de los Principia escribió más letras que números.
El mismo Boyle, que promovió el “colegio invisible”, dirigía una corporación que fundó misiones en América y financió la traducción de devocionarios a idiomas como el turco y el malayo. Legó parte de su fortuna para crear un fondo destinado a unas conferencias cuyo objetivo sería combatir a los infieles, “ateos, teístas, paganos, judíos y musulmanes”, sin omitir a los católicos, que aborrecía en especial. El tradicionalismo británico hizo que las Boyle Lectures se reanudaran en el siglo que vivimos, por cierto con una propuesta más tolerante y un nivel intelectual que despierta envidia en quienes nos hemos ido resignando al estilo barrabrava.
Con esas premisas, Boyle escribió sobre temas que ningún científico de hoy tocaría: los milagros y la resurrección. Hasta entonces, un milagro era cualquier hecho portentoso (y lo sigue siendo en los noticieros de TV), pero con la revolución científica se lo comenzó a plantear como “suspensión de las leyes naturales”. Boyle distinguía entre milagros y “cosas contrarias a las leyes naturales”. El hecho de que Dios mantuviera en existencia al mundo, por ejemplo, no era un milagro, ni era contrario a las leyes. En cambio, ciertos milagros bíblicos, como el cruce del mar Rojo, se podían explicar perfectamente por causas naturales.
Pero, cuando se metió con la resurrección, Boyle dejó bastante que desear, porque pretendía haber hecho resucitar algunas plantas de sus cenizas. Sin negarle la buena fe, cualquiera diría que se le habían colado algunos esporos o semillas, pero tampoco era el único que en su tiempo sostenía cosas similares.
Pero el caso en el cual el científico tomó distancia frente a la fe y la conveniencia política fue el de un famoso sanador llamado Valentine Greatrakes, que trataba al rey de escrofulosis y recorría el país haciendo curaciones. El sanador pertenecía a una familia protegida por los Boyle, había estudiado en la escuela que ellos sostenían y había combatido a las órdenes de otro Boyle. Además, todos confiaban en que si la ciencia ratificaba sus hazañas, quedaría probado que podía haber milagros “protestantes”, algo políticamente deseable por todos, porque quebraría el monopolio taumatúrgico de Roma.
Varios doctores de la Royal Society habían opinado sobre las curaciones de Greatrakes, muchos a favor. Boyle se lo tomó muy en serio, y presenció más de sesenta sesiones (en una de ellas, el paciente era su propio cuñado) y tomó cuidadosas notas. Pero, contra todas las expectativas, llegó a la conclusión de que allí no había ningún milagro; quizás alguna fuerza natural todavía no identificada. Más allá de todas las expectativas políticas y eclesiásticas, los hechos eran hechos, y Boyle tuvo la honestidad de admitirlo.
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