EN EL AñO INTERNACIONAL DE LA QUIMICA
› Por Jorge Forno
La tradición tanguera da por sentado que el recordado músico y compositor Aníbal Troilo nunca se fue del barrio que lo vio nacer, sino que –según sus propias palabras– siempre estaba volviendo. Esta especie de mito del eterno retorno al ritmo del dos por cuatro podría trasladarse sin esfuerzo a un elemento químico. Se trata del mercurio, un metal que a lo largo del tiempo ha sido tanto adorado como declarado culpable de males varios, pero que siempre se las arregla para reaparecer en torno de las cuestiones científicas y tecnológicas humanas. Y, de lejos lo más importante, cada tanto retorna a este suplemento protagonizando algún artículo.
El mercurio es un metal que se encuentra en estado líquido a temperatura ambiente –su punto de fusión es de 39 grados bajo cero–, y tiene un color muy similar al de la plata. Estas propiedades le otorgan cierto halo de misterio y su estudio representó un desafío que de siglo en siglo fue abordado por intrépidos filósofos naturales, magos, alquimistas y químicos. Su antiguo nombre –hidrargirio, que remite a la plata líquida– hace honor a estas cualidades y dio origen a su símbolo químico, Hg.
Durante siglos, el mercurio fue un protagonista destacado en el escenario de las prácticas médicas, aunque alternando períodos de estrellato con momentos en que fue relegado a papeles de reparto a causa de su toxicidad. Utilizado como remedio para la sífilis –tanto que dio lugar al dicho popular: “una noche con Venus, toda una vida con Mercurio”– luego fue dejado de lado ya que el remedio resultó –literalmente– peor que la enfermedad. La intoxicación con mercurio provoca un variado menú de trastornos que incluyen temblores, movimientos descontrolados, ceguera, dificultades para hablar e incluso la muerte. Sin embargo, hasta bien entrado el siglo XX el mercurio fue un ingrediente en muchos diuréticos, antibacterianos, antisépticos, ungüentos cutáneos y laxantes. En las últimas décadas, nuevos tratamientos más específicos invitaron al mercurio a retirarse de la escena médica.
Cada vez más lejos de los termómetros, de las amalgamas dentales y con una marginal presencia en la fabricación de medicamentos –terreno en el que resiste participando en cantidades mínimas en ciertas formulaciones muy específicas–, se lo sigue usando en una galería de aparatos de medición, componentes de dispositivos electrónicos, y en antiguos pero aún vigentes procedimientos de extracción de oro.
Si bien la medicina lo ha abandonado paulatinamente y sin remordimientos, el mercurio no se da por vencido y, como metálico elemento de la discordia, vuelve a estar en el tapete, ahora por cuestiones ambientales. No le faltan méritos para ocupar ese sitial, a juzgar por su papel a lo largo de la historia de la humanidad.
Desde mucho tiempo antes de que la ciencia moderna se metiera con el mercurio y sus propiedades y le otorgara un nombre y símbolo químico, se conocen algunos síntomas de la intoxicación que produce, bautizada médicamente como hidrargirismo. La intoxicación mercurial producida por la polución ambiental se ha convertido en un tema preocupante, extendido en tiempos modernos, pero no exento de episodios resonantes a lo largo de la historia.
El cinabrio es un mineral compuesto por sulfuro de mercurio, de un color rojizo muy particular. En tiempos de expansión del Imperio Romano, el cinabrio era casi tan valorado como la plata y el oro. Se lo utilizaba como costoso pigmento, formaba parte de rituales religiosos purificadores del alma de los muertos y proporcionaba un toque de distinción a las damas y caballeros romanos que lo incluían en una especie de mercúrica bisutería. Pero los mineros que trabajaban en la extracción del cinabrio fueron involuntarios protagonistas de una cuestión que llamó la atención de los cronistas y filósofos naturales de la época. Luego de un tiempo de exposición al polvo de su ambiente de trabajo adquirían un temblor característico, que en tiempos modernos es atribuible a la intoxicación con mercurio. El asunto no era precisamente una preocupación en Roma. El imperio necesitaba de los recursos que brindaba el comercio de cinabrio, la preocupación por los temas ambientales no existía y los desafortunados mineros eran esclavos tristemente descartables producto de las extensas campañas militares, por lo que su destino importaba poco.
El mercurio no sólo escondía su toxicidad bajo las mieles de la moda en la Roma antigua, sino que también su efecto tóxico estuvo ligado a la costumbre de cubrirse la cabeza con sombreros fabricados con fieltro. El fieltro es un producto textil no tejido, en el cual las fibras de lana se entrelazan por medio de procedimientos físicoquímicos, para los cuales, hasta mediados del siglo XX, se utilizaban compuestos de mercurio. Los fabricantes de sombreros estaban muy expuestos a vapores mercuriales y eran firmes candidatos a sufrir eretismo, una forma de hidrargirismo que alterna estados de excitación, depresión, tristeza y euforia, y que sirvió para construir en la ficción la persistente imagen del sombrerero loco, desde el personaje imaginado por Lewis Carroll en Alicia en el País de las Maravillas hasta Jervis Tetch, el moderno enemigo del más o menos moderno Batman.
El mercurio elemental es sumamente volátil y estos casos de intoxicación por inhalación en ambientes poco ventilados son una muestra de sus efectos. Pero la inhalación no es la única vía para adquirir hidrargirismo. Verdaderas epidemias de hidrargirismo se produjeron en la vida silvestre y entre los humanos en varias ocasiones. Con pocas excepciones y por variadas razones, dichos brotes fueron mal diagnosticados durante meses o aun años. Detectar este tipo de intoxicación no es fácil. Sus primeros síntomas son muy vagos y pueden confundirse con otras patologías, y confundir a los médicos no familiarizados con el problema.
Muchos brotes se deben a la presencia de un compuesto orgánico derivado del mercurio, el metilmercurio, que tiene la capacidad de acumularse en los tejidos alcanzando concentraciones tóxicas y provocando daños irreversibles. Este compuesto fue utilizado en prácticas agrícolas como conservante de granos destinados al alimento de ganado, y fue el causante de intoxicaciones masivas, algunas tristemente célebres como la ocurrida en Irak y Pakistán en el año 1972, cuando los granos tratados con metilmercurio fueron utilizados por error para la elaboración de pan, con un costo de más de 500 vidas humanas.
Otro episodio –ciertamente menos involuntario que el anterior– fue el que ocurrió en Minamata, una pequeña ciudad de Japón. Una planta química ubicada en aquella ciudad utilizaba mercurio inorgánico como catalizador y sus residuos se volcaban en una bahía vecina. Allí, los microorganismos naturalmente presentes lo convertían en metilmercurio, que era velozmente incorporado al plancton, un conjunto de organismos principalmente microscópicos, que integran el menú de los peces del lugar. Estos concentraban el metilmercurio, en un proceso conocido como biomagnificación. Los residentes de Minamata que consumían el pescado como producto sustancial de su dieta fueron los primeros en intoxicarse con el producto concentrado a lo largo de la cadena alimentaria y se reportaron 41 muertes.
No toda la contaminación mercurial es causada por la actividad humana. Las erupciones volcánicas y los ciclos de la naturaleza hacen lo suyo, tornando aún mas complejo este problema ambiental. El episodio de Minamata puso en alerta sobre la casi imposible tarea de eliminar el mercurio de la cadena trófica, en la que se acumula naturalmente, pero con una ayudita nada despreciable de las actividades humanas. Hasta el consumo de pescado, otrora ensalzado como altamente saludable, comienza a verse envuelto en una controversia y algunos organismos internacionales recomiendan limitar su incorporación a la dieta humana según su tipo y procedencia.
La retirada del mercurio es sólo aparente. Como un villano de película que parece derrotado pero al final logra sobrevivir para volver con bríos en un nuevo capítulo de la saga, esta sustancia viene por la revancha. El abandono de su uso en dispositivos de medición y en elementos de la práctica médica abre nuevos frentes de batalla. El reemplazo del mercurio en antiguos y tradicionales aparatos analógicos puede dar lugar a su mayor utilización en la industria electrónica. Además, existe el considerable problema de qué hacer con los residuos de mercurio, tanto el que proviene de los productos que se descartan, como el que generan las nuevas tecnologías.
Como si todo esto fuera poco, una nueva arista del problema del mercurio asoma en el firmamento de los contaminantes. Generosamente promocionadas como una nueva forma de iluminación eficiente y ecológica, las lámparas de bajo consumo energético –conocidas como lámparas fluorescentes compactas–- traen una carga de mercurio que cuestiona sus pergaminos ambientalistas. Aunque su volcado de mercurio al ambiente sea menor al que usualmente provoca la obtención de energía eléctrica por medios convencionales, estas lámparas pueden representar una especie de caballo de Troya de la sustentabilidad en la que el ahorro de energía tiene como contrapartida el riesgo de rotura y liberación del volátil tóxico. El etiquetado advirtiendo acerca de su contenido potencialmente riesgoso y las recomendaciones sobre cómo actuar en caso de rotura son paliativos que intentan amortiguar el impacto que estos productos pueden tener en cuanto a su uso y posterior descarte. Un problema que suma nuevos ingredientes y que, más que irse, parece estar –como el melancólico Troilo– plenamente vigente.
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