CULTURA LIBRE Y DERECHOS DE AUTOR
› Por Esteban Magnani
Los cambios concretos y masivos que genera Internet cuestionan lo que hasta ahora era aceptado como simple “sentido común”. Este pensamiento acrítico daba por sentado, entre otras cosas, que los derechos de autor eran una forma de proteger la creatividad y, por lo tanto, beneficiar a todos. Sin embargo, hay buenos argumentos para pensar que el supuesto retroceso es en realidad un avance que permitirá reducir la brecha cultural y abrir las puertas a una sociedad más equilibrada. Desde enfrente el lobby que depende de la producción artística (no necesariamente los artistas en sí) pelea por leyes que le aseguren seguir viviendo de la creatividad ajena. El caso del Canon Digital es un buen ejemplo de una pulseada para retener las ganancias que se escapan entre los dedos de las grandes empresas y corporaciones.
Mal que nos pese, son pocas las ideas que por sí mismas pueden incidir sobre la realidad a partir de hacer que “la gente tome conciencia”. La historia parece demostrar que los cambios sociales profundos se detonan por una hambruna generalizada, el desarrollo de nuevas tecnologías o una nueva correlación de fuerzas económicas, más que por ideas libertarias de iluminados. Sin embargo, las ideas nuevas pueden resultar fundamentales para reorganizar el vacío dejado por lo anterior y darle cohesión a lo nuevo y, por lo tanto, mayor fuerza. De alguna manera, el fenómeno de la “piratería”, como lo llaman algunos, o de “democratización de la información”, como lo llaman otros, está sufriendo el mismo proceso. La posibilidad concreta de copiar y distribuir hasta el infinito todo lo digitalizable empieza a mostrar las fisuras de una lógica de apropiación del conocimiento, instalada hasta ahora como sentido común.
Es que esta nueva posibilidad, demonizada por quienes pierden control sobre su mercancía, viene acompañada por una lógica acerca de cómo distribuir el conocimiento. El concepto principal es el copyleft, es decir, la posibilidad de utilizar los derechos de autor de tal manera que permitan que la obra propia sea reutilizada, manipulada, copiada o redistribuida para que llegue a mucha más gente. Esta lógica es contraria a la que indica que el autor tiene que cercar su propiedad privada intelectual y cobrar peaje por su uso aun a costa de aislarla.
Esta novedad que parece tan revolucionaria es, en realidad, la forma en la que circulaba el conocimiento hace unos pocos siglos y permitía que, por ejemplo, Kepler y Galileo, en lugar de escatimarse información para tener prioridad de derechos sobre tal o cual descubrimiento, compartieran sus conocimientos para beneficio del conjunto.
La lógica actual, la misma que ahora está en disputa, indica que el autor hace de su producción creativa la fuente de ingresos que le permite vivir decentemente o, en caso de tener mucho éxito, un poco más. Es decir, que si no fuera por los derechos que cobra regularmente, el autor debería dedicarse a otra cosa y la sociedad iría perdiendo artistas. Según Franco Iacomella, especialista en Cultura Libre de Flacso Virtual, esto no es tan así: “En realidad, casi ningún autor vive de los derechos que cobra. Los principales interesados en mantener el sistema son las organizaciones intermedias del tipo de Sadaic (Sociedad Argentina de Autores y Compositores), Cadra (Cámara Argentina de Derechos Reprográficos), Capif (Cámara Argentina de Productores e Industriales de Fono Videogramas), o las empresas como las discográficas que se quedan con el grueso de los ingresos y pierden su negocio si la información circula libremente”. Según Iacomella, el problema de estas organizaciones es que la digitalización e Internet multiplican la información hasta el infinito, por lo que deben regularla artificialmente para no perder el negocio.
El resultado de ese control es que el autor por ganar, eventualmente, unos pesos, pierde la posibilidad de multiplicar sus seguidores e incluso facturar más gracias a ellos sin tanta mediación.
El mundo digital permite una lógica totalmente distinta que hace prescindibles las empresas o incluso las organizaciones intermedias, posibilidad que ya está siendo aprovechada por numerosos autores. El ejemplo más obvio es el del software libre en el que la comunidad contribuye con innovaciones para que el sistema sea cada vez mejor. La velocidad con la que mejoraron los programas de este tipo ha demostrado que el conjunto no sólo se beneficia porque son mayoritariamente gratuitos, sino también porque van innovando mucho más rápido gracias al trabajo de millones de personas que acceden al código y lo modifican. Justamente, como se dijo antes, el conocimiento avanzó durante siglos gracias a que científicos y pensadores compartían lo que habían averiguado para que otros pudieran subirse “a hombros de gigantes”.
Son cada vez más los músicos que comprenden que los derechos de autor no les permitirán vivir y que sin discográficas de por medio serán muchos más los que los escuchen y asistan a sus shows: ¿No debería ser ésa la prioridad del artista? Tanto por razones ideológicas como egoístas, evitar intermediarios los puede beneficiar. Incluso una banda tan conocida como Radiohead grabó su CD In Rainbows independientemente y ofreció en su sitio la posibilidad de bajarlo a cambio de un pago “a voluntad”. Además, quienes lo deseaban podían comprar el disco físico, que les sería enviado por correo. La libertad no impidió que en su primer año el disco vendiera cerca de tres millones de copias físicas y que haya recaudado varios millones más por las canciones bajadas directamente. Pero probablemente lo más importante es que su público se amplió aún más gracias a esta posibilidad que, de cualquier manera, ya existía. Si no puedes contra tu enemigo...
Otros proyectos más modestos, pero incluso más novedosos, provienen del mundo editorial. Por un lado existen proyectos como el de Libros Libres (ver recuadro) que permiten rescatar del olvido seguro a obras académicas; pero también hay emprendimientos que subvierten una forma de hacer negocios. Es el caso de la revista Orsai, del escritor Hernán Casciari, que desde su ascética tapa sintetiza “Nadie en el medio”. Casciari, cansado de ver sus escritos arrinconados por las publicidades y recortados por los editores, decidió aprovechar lo que permitía la tecnología. Su revista en papel se vende por suscripción a través de Internet y una comunidad de seguidores, y su contenido se publica en PDF para que todo el mundo lo pueda leer. El primer número vendió más de 10.000 copias, lo que permitió que todos los colaboradores cobraran, algo que no era seguro. Y es leído gratis por miles de personas más a través de orsai.es.
Justamente, en esa revista el abogado español David Bravo citaba recientemente a Javier Bardem, quien en un artículo de El País utilizaba una metáfora poco afortunada para explicar la “piratería”. Según el actor español, una máquina capaz de fotocopiar tomates produciría un gran daño a los granjeros. Evidentemente Bardem no veía que si bien los granjeros en ese caso tendrían que buscarse conchabo, el resto de la humanidad podría beneficiarse con una provisión infinita de tomates que resolverían cuestiones un poco más relevantes como el hambre. Obviamente, tal máquina no existe para los tomates, pero sí es posible reproducir bienes culturales hasta el infinito. ¿Por qué no aprovecharlo para distribuir conocimiento y reducir la brecha cultural? El problema se vuelve mucho más grave si se incluye en esta lógica restrictiva no sólo al arte y al conocimiento, sino también a lo que está pasando con el patentamiento de genes, semillas o incluso moléculas.
La OMPI (Organización Mundial de la Propiedad Intelectual) es una organización de Naciones Unidas que busca, al menos en teoría, defender los derechos de los autores como forma de “estimular la actividad creadora”. Es decir que creen que si no fuera porque las organizaciones y empresas recaudan dinero para los autores, ya no habría creación. Es la misma lógica que indica que bajar una película de Internet es comparable con robar un bolso o que propone que las bibliotecas paguen regalías por los libros que prestan y, teóricamente, hacen perder ventas a las editoriales. ¿Pero de quién es el bolso en este caso? La mayoría de los autores parece mostrarse prescindente en esta disputa.
Iacomella da un ejemplo de cómo funciona esto: “Cadra, el Centro de Administración de Derechos Reprográficos, que existe desde hace unos dos años y representa a una minoría de autores, sobre todo académicos, presionó a la UBA, que ahora le pagará casi 4 millones de pesos anuales para ser autorizada a fotocopiar bibliografía. Luego distribuye parte del dinero entre los miembros de la organización, en su mayoría autores que no se leen en la universidad. Pero como no todos los autores fotocopiados están asociados, en realidad la UBA podría igualmente ser demandada por otros”. ¿Cuánto cobrarán los deudos de Bourdieu o Foucault de este dinero?
Son muchas las organizaciones que están pensando la forma de cambiar esta inercia restrictiva y plantear el desarrollo de una cultura libre contra una embestida que parece anacrónica. ¿Por qué elegir esta lucha entre tantas posibles? Como explica Laura Marotias, del equipo de Flacso Virtual: “Tiene que ver con la circulación de la información y el valor que tiene en esta etapa del desarrollo capitalista. En una sociedad de conocimiento lo que produce valor es, justamente, el conocimiento; distribuirlo es una forma de democratizar”.
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