Sábado, 30 de julio de 2011 | Hoy
LOS MULTIPLES USOS DE LA RAPAMICINA
Cada tanto, los medios de comunicación anuncian con bombos y platillos nuevos avances de la ciencia en la búsqueda de la fórmula de la juventud eterna. Ahora le toca a un antibiótico, la Rapamicina, que ya tuvo algunos momentos de gloria científica y parece ir por más, en pleno auge de la genética y la biotecnología.
Por Jorge Forno
La misteriosa Isla de Pascua no deja de asombrarnos con sus secretos. Además de sus impresionantes moais y su legendaria cultura conservada durante siglos, parece esconder en algunos de sus microscópicos habitantes un sorprendente tesoro. En 1965, un grupo de científicos canadienses llegó a la isla en un safari peculiar: iban a la caza de sustancias naturales que pudieran aplicarse en la medicina humana. Allí encontraron un compuesto producido naturalmente por Streptomyces hygroscopicus, un microorganismo habitante de los suelos de la isla. El compuesto, que viene dando que hablar a los investigadores desde hace más de cuatro décadas, fue bautizado como Rapamicina, un nombre que como científico homenaje deriva del que distingue a una de las etnias habitantes de la isla, la Rapa Nui.
La Rapamicina, también conocida como Sirolimus, es para los Streptomyces que la producen una formidable herramienta de subsistencia. Les permite eliminar a muchos de los organismos que compiten por los valiosos nutrientes presentes en el suelo. Las víctimas preferidas de la Rapamicina son algunos tipos de hongos. Las células de los hongos son eucariotas –su material genético está encerrado en un núcleo– como las de los humanos. Este parecido impulsó la curiosidad de los científicos y –para qué negarlo– el interés comercial de los laboratorios por la Rapamicina.
Encontrar una, dos tres, muchas aplicaciones para Sirolimus
En los años ’70, la Rapamicina fue testeada por los investigadores en la búsqueda de su aplicación más obvia. Si atacaba a los hongos competidores del microorganismo que la producía naturalmente, suponían los científicos que podría extenderse su acción antifúngica a la medicina humana. Pero resultó que además de ser un poderoso enemigo de algunos hongos patógenos de difícil tratamiento, la Rapamicina también la emprendía contra el sistema inmunológico humano. Este efecto –en principio indeseado– fue el que orientó a los investigadores hacia el desarrollo de fármacos a base de Sirolimus para ser usados como inmunosupresores. Unos años después, el agresivo antifúngico irrumpió con paso rutilante en el mundo de la donación de órganos, y se convirtió en un aliado de la ciencia en varios tipos de trasplantes como por ejemplo los renales, con un nivel muy aceptable de efectos colaterales. Contradiciendo al tango, la fama de la Rapamicina no fue puro cuento y en los años ‘90, luego de exhaustivos ensayos clínicos en los que no faltaron controversias acerca de su posible toxicidad, fue aceptada como antitumoral para ser utilizada sola o combinada con otros fármacos en diversos tipos de cáncer.
Como si todo esto fuera poco, la capacidad de Sirolimus para reducir la proliferación celular le permitió convertirse en una preciada herramienta farmacológica para las prácticas cardiológicas centradas en la colocación de stents, una técnica que rehabilita la circulación cardíaca sin cirugía mayor. Para ello se fijan en las paredes arteriales dañadas unos pequeños tubos compuestos por una malla metálica y una cobertura de Sirolimus –o alguna droga de su familia– que ayuda a disminuir los riesgos posoperatorios.
Como las estrellas inalterables que siempre vuelven a las revistas del espectáculo, la Rapamicina regresó en 2009 con nuevos bríos a las revistas científicas. O quizá nunca se haya ido. La cuestión es que en aquel año la revista Nature publicó un artículo en el que daba cuenta de un experimento en el que la Rapamicina había prolongado la vida a un lote de ratones de laboratorio respecto de un grupo control, que por cierto no tuvo la suerte de ser favorecido por esta promesa de droga de la longevidad. El ensayo se había hecho en ratones trasplantados y estaba en sintonía con la por entonces reciente autorización para comercializar la droga con ese fin, otorgada en EE.UU. a un laboratorio medicinal líder. El estudio indicaba que los ratones del lote tratado con Rapamicina, de una edad equivalente en términos humanos a unos 60 años, lograron incrementar su vida por sobre un grupo control sin tratamiento, en valores que iban del 9 al 14 por ciento, según se tratase de machos o hembras. Algo que, según los investigadores de la Universidad de Texas, autores del estudio, sería algo así como cinco a seis años más de vida en el caso de los hombres y ocho para las mujeres.
Además de producir un alza interesante en la cotización de las acciones del susodicho laboratorio, el hallazgo abrió un amplio abanico de especulaciones sobre la posibilidad de que esta droga permitiese detener el envejecimiento en humanos, a pesar de la cautela que mostraba el texto puro y duro del paper escrito por los investigadores. Las especulaciones se alimentaron por anuncios rimbombantes y se fueron apagando con el tiempo. Pero, este año, la Rapamicina volvió a ser noticia.
En 2011, la revista Science Translational Medicine reflotó la cuestión de la Rapamicina y su relación con el envejecimiento. La publicación difundió un trabajo conjunto de varios grupos de investigadores estadounidenses que ensayaron al versátil Sirolimus como herramienta para revertir el envejecimiento prematuro en personas que padecen una muy infrecuente enfermedad, conocida como Progeria o Síndrome de Hutchinson-Gliford. Esta enfermedad se ocasiona por el aumento descomunal de una proteína, la progerina, una sustancia que incrementa normalmente su concentración en el organismo a lo largo de la vida de las personas, acompañando los procesos de envejecimiento. Pero en los niños que padecen Progeria aumenta velozmente, acelerando el proceso de envejecimiento y llevando el promedio de vida a unos 13 años de edad.
A partir de las conclusiones del Proyecto Genoma Humano, se sabe que esta patología proviene de una anomalía genética que provoca el asombroso incremento de la progerina con respecto a las cantidades consideradas normales. Los nuevos conocimientos sobre el asunto abrían el camino para pensar en terapias genéticas como solución para esta enfermedad y de paso como vía para frenar el envejecimiento, una cuestión mucho más compleja y a la vez taquillera. Pero allí, remando contra la corriente, reapareció nuestro antimicrobiano todo-terreno para insinuar que ya no sólo prolongaba la vida en los ratones de laboratorio adultos –como decía el trabajo de 2009– sino que también parece activar el sistema celular que elimina la progerina en pacientes sometidos a protocolos experimentales. Otra vez nuestra conocida Rapamicina desempolvaba su lugar mediático entre los candidatos rutilantes a ser la soñada fuente de juventud, y además se constituía en la posibilidad concreta de cura para una enfermedad poco común.
La Progeria, como enfermedad rara que es, no despierta el entusiasmo de los laboratorios, que suelen no estar dispuestos a invertir recursos para desarrollar fármacos destinados a un puñado mínimo de enfermos. En este sentido, también la Rapamicina puede aportar su granito de arena desde el bando de la vieja y conocida familia de los antibióticos naturales, a la casi excluyente búsqueda de genéticas y costosas soluciones para todos los males.
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina | Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.