› Por Pablo Capanna
Del mismo modo que me ocurrió con la Ley de Murphy, la primera vez que me tropecé con la Ley de Parkinson no me di cuenta, porque entonces apenas la conocían los economistas.
En esos años gobernaba Arturo Frondizi (cuando los militares lo dejaban) y yo estaba empezando la Facultad. Había conseguido mi primer empleo en Ferrocarriles del Estado, ahí donde ahora están los Tribunales de Retiro. Recién me estaba acostumbrando a la vida adulta cuando en las oficinas se desató el pánico. El poderoso ministro Alsogaray (un apellido que seguiría persiguiéndome durante medio siglo) acababa de lanzar un plan de ajuste. Se trataba de reducir el personal de las empresas estatales, y corría el rumor de que los últimos en llegar serían los primeros en irse, ya que no hacía falta indemnizarlos.
Al cabo de unos meses, aún seguía firme sin que me echaran. Un día mi jefa me entregó las llaves del escritorio y se fue, porque acababa de adherirse al retiro voluntario. De seis que habíamos sido, quedábamos tres. Un montón de empleados se había ido, porque muchos tenían la idea de comprarse un Rastrojero con la plata de la indemnización y hacerse fleteros. Pasó el tiempo, muchas tareas se descuidaron por falta de personal, y las nuevas autoridades tuvieron que autorizar la contratación de “changarines”. La burocracia comenzó a recuperar sus fuerzas. Hubo muchos que volvieron con la frente marchita, dispuestos a aceptar un trabajo precario, pero al cabo de un tiempo los pasaron a Planta. En mi oficina llegamos a ser doce, el doble de los que éramos antes del ajuste.
Como es sabido, la generación siguiente ya no sería de fleteros sino de remiseros, aunque ésos nunca pudieron volver, porque la privatización no los perdonó. Pero el día que me enteré de que existía la Ley de Parkinson me di cuenta de que me había tocado observar algo de eso.
En una serie de artículos que escribió en 1955 para el Economist, Cyril Northcote Parkinson había enunciado su principio de burocratización basándose en la experiencia acumulada durante años de administración pública británica. Cualquiera hubiese dicho que el número de oficinas, comisiones y dotaciones de personal crece en función de la cantidad de tareas a realizar, pero Parkinson descubrió que ocurría lo contrario. El Ministerio de Colonias británico nunca había tenido tantos empleados como cuando el Imperio entró en decadencia y comenzó a quedarse sin colonias. Para Parkinson esto respondía a un principio: cualquier funcionario desea tener más subordinados que rivales y se siente más prestigioso cuanta más gente tiene a su cargo.
Parkinson fue riguroso, y logró enunciar su ley en términos matemáticos. Los economistas y expertos en administración de empresas suelen citarla, generalmente con aprobación, aunque ni siquiera su autor pretendió jamás que fuera reconocida como una ley científica.
Basta pensar que un corolario de esta ley (“los datos se expanden más rápido que la capacidad de almacenamiento”) se aplica a la informática, que entonces no existía. La promesa de que las computadoras acabarían de una buena vez con los formularios y los expedientes de papel no se cumplió. Por el contrario, se incrementó el consumo de papel. Cuando la información se guardaba en disquetes, nos parecía que en nuestros archivos sobraría espacio. Luego vinieron nuevos soportes como el CD, el DVD o el pendrive, pero el espacio nunca llegó a sobrar porque cada vez guardamos más cosas. Por ejemplo, libros que no leemos o películas que no tendremos tiempo de ver porque estaremos ocupados tratando de conseguir otras. Hay nuevas focos de polución informática, como el aluvión de fotos y videos caseros que se disputa el espacio con esas filmaciones de seguridad que parecen realizar los más locos sueños de Andy Warhol.
Hay otro corolario de Parkinson, que cuenta con un respaldo científico intachable. Se refiere a la inflación de los campos de estudio, que se expanden y multiplican a medida que crece el número de investigadores y se hace imperioso buscar nuevos temas para proyectos, tesis o tesinas.
Hace varias décadas ya, un amigo que recién comenzaba a interesarse por la historia de la ciencia en Argentina me preguntó qué sabía de Eduardo Ladislao Holmberg, puesto que no sólo fue el primer director del Zoológico de Buenos Aires sino el primer escritor de ciencia ficción local. Mi amigo acababa de descubrir que en una de sus obras Holmberg había imaginado un debate entre darwinianos y antidarwinianos en el Buenos Aires de fines del siglo XIX.
Hurgando en las bibliotecas, logró encontrar toda la información necesaria y escribió un breve pero jugoso artículo. En los años que siguieron, continuó indagando sobre las reacciones de los porteños de antaño frente a la revolución darwiniana, escribió y publicó nuevos papers sobre el tema. Más tarde los recopiló en un volumen de ensayos que llegó a ser considerado obra de consulta por todos aquellos que comenzaban a investigar el tema en sus propios países. La red siguió creciendo, y llegó el día en que mi amigo se encontró organizando un congreso internacional sobre la Recepción del Darwinismo, que contó con ponencias venidas de lugares remotísimos.
Al parecer, para 1963 todo esto ya lo sabía Derek de Solla Price, cuando descubrió que la comunidad científica crecía más rápido que la población del planeta. La cantidad de científicos se duplicaba cada quince años –-tres veces durante la vida útil de un investigador– de manera que cuando se jubilaba el pionero de una determinada línea de investigación ya había por lo menos siete científicos trabajando en el mismo tema. Por ejemplo, si el doctor Ebenezer Cardozo, el primer estudioso de la Procrastinación Endógena Segmentada, había contado con apenas un par de ayudantes, con el tiempo éstos acabaron fundando sus propias cátedras y laboratorios, y al cabo de unos años ya se hablaba de revistas e institutos especializados.
Tanto o más serio que la Ley de Parkinson es el Principio de Incompetencia que en 1970 enunció Laurence J. Peter con la colaboración de Raymond Hull. El Principio de Peter parece ser el destino que aguarda inexorablemente a todas las organizaciones, como si fuese una suerte de entropía social.
La idea de Peter es muy sencilla. A pesar de todo lo que pueda hacer una buena capacitación, las aptitudes de cada individuo tienen un techo. En cuanto se pretende sobrepasarlo, el sujeto se vuelve ineficiente, pero para entonces ya está en un nivel donde sus errores afectan a sus subalternos, que por la Ley de Parkinson tienden a ser muchos. Alguien puede ser un buen sargento, pero será un mal capitán y un peor general, escribió Lessing. “El que nace para pito nunca llegará a corneta”, le enseñaba Almada al Toto Paniagua. Lo cual no quita que puedan llamarlo para desempeñar el rol de corneta.
El Principio de Peter asegura que en todas las organizaciones, los individuos tienen tendencia a ascender, y su ascenso se detiene sólo cuando alcanzan su nivel de incompetencia. Lo dramático es que si el principio se cumple (como admitirá cualquiera que conozca aquello de “quien sabe, sabe, y quien no, es jefe”) con el tiempo todas las organizaciones tienden a inmovilizarse, en la medida en que (por mera antigüedad) todos alcanzan el nivel en el cual se vuelven inútiles.
Es muy conocido el caso de aquel gran jugador de fútbol que dejó bastante que desear cuando llegó a director técnico o el de aquel otro genial escritor que cuando estuvo al frente de la Biblioteca Nacional se destacó más por su erudición que por su capacidad gerencial.
Hay buenos intendentes que fracasan en cuanto llegan a ser gobernadores, asesores que no sirven para ministros, grandes docentes que son malos directores y hasta pacientes que llegan a creerse terapeutas.
Sokal y Bricmont lograron despertar la ira de unos cuantos cuando mostraron cómo algunos filósofos caían en la incompetencia más brutal apenas comenzaban a sentirse omnipotentes y opinaban de ciencia como si estuvieran hablando de poesía. Quizá se ganaron más broncas aún por dejar en ridículo a aquellos que no entendían nada pero simulaban hacerlo para no quedar como idiotas o perderse una promisoria carrera.
Lo mismo puede ocurrirles a los científicos, que por lo general son cautelosos para meterse en otros campos, aunque sean contiguos al suyo, y respetan las incumbencias. Si bien los físicos cuánticos no opinan de entomología y los químicos no discuten con los astrofísicos, en ese resbaladizo territorio conocido como “ciencias sociales” la impunidad intelectual es mucho mayor. Para desbordarse, a algunos les alcanza con estar ante un micrófono o una cámara y hablar para un público dispuesto a creer que cuanto sale de su boca es ciencia. Un científico que comienza a perorar sobre cosas como la existencia o inexistencia de Dios o sobre el sentido o sinsentido de la vida tiene tanta autoridad para hacerlo como cualquier persona, pero si se siente investido de autoridad profética o sacerdotal es porque acaba de perforar el techo de su incompetencia. Peter no perdona.
¿Pertenecen estas normas al campo de la ciencia, al del humor, o en todo caso al humor científico? Las “leyes”, “principios” y “teorías” del tipo Parkinson, Peter o Murphy ni siquiera pretenden ser reglas empíricas como la Ley de Moore. Por lo general, sus autores no sueñan con figurar en los manuales. Más que a reflejar la estructura del mundo real, como la teoría atómica, la relatividad o la evolución, aspiran a ocupar un área que está entre el humor (una fuente de conocimiento nada despreciable) y la sociología empírica. Por lo general, sus autores las presentan como paradojas. De hecho, nadie aspira a naturalizar la burocratización o el inmovilismo, sino más bien a evitarlos.
Sin embargo, estas reglas se parecen bastante a leyes, en cuanto son regularidades observadas que se expresan mediante un enunciado conciso de carácter verbal o matemático. Llámense leyes, reglas o perogrulladas, expresan una regularidad que resulta fácilmente reconocible para cualquiera.
Entre mis favoritas está la llamada Ley de Godwin de las Analogías Nazis, una de las tantísimas reglas que conforman el rico folklore del ciberspacio.
En su versión más escueta, establece que a medida que se abre un foro, debate o cualquier otra discusión online, crece la probabilidad de que a alguien se le ocurra hacer una comparación con los nazis. Por supuesto, esto no vale si el tema de la discusión es la historia del siglo XX o el Holocausto, sino cuando la mención no es atinente. Mike Godwin enunció esta regla en 1990 sin otra pretensión que la retórica o la didáctica, pero la vio crecer al punto de que algunos consideran que es suficiente que la regla se cumpla para cerrar un debate. Esto ocurre especialmente cuando aparecen las acusaciones cruzadas de nazismo o su equivalente argentino de complicidad con la dictadura. Al parecer, como hay muy pocas cosas que todos están dispuestos a reconocer como esencialmente malas, todos caen en las mismas.
No me cabe duda de que reglas similares podrían establecerse para nuestros contextos cotidianos. Quizá pueda cuantificarse, graficar o hasta expresar mediante una ecuación lineal la frecuencia con que un adolescente emite los fonemas “boludo” o “todobién” por unidad de tiempo, independientemente del tema, y con variadas modulaciones de sentido.
Un poco más sofisticada, aunque no menos apasionante, es la tarea de monitorear la frecuencia con que aparece la palabra “emblemático” (que antaño sólo usaba Borges, pero ahora se aplica a cualquier cosa) en el lenguaje del periodismo.
Pero el plato fuerte será sin duda cuantificar la insistencia con la cual aparece la palabra “construcción” en boca de los académicos. Se considera que muchos intelectuales no podrían articular su discurso si no se les permitiera recurrir a ella. La asiduidad con que la usan es sin duda muy superior a la que puede encontrarse en el discurso de cualquier afiliado de la Uocra.
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